La sala

Tengo algunas prisas. Frente a mí está la televisión, desubicada, apuntando 30 grados a mi derecha, en stand-by. Ni ahorra ni se deja gastar, quién habría de inventar semejante desfachatez. Junto a mi falda está el celular, lo tengo boca abajo, bastante desesperante. No ha vibrado pero si al menos la pantalla… Esta computadora en la que escribo, por otro lado, es bastante vieja —una computadora debería reciclarse a eso de los dos años, al menos la batería— el litio está al 27.8% de su capacidad original, tiene una carga de 42% lo que es poco menos de 30 minutos. Me he pasado frente a esta condenada pantalla todo el día, que traduce en mi cuerpo queriendo escapar del sedentarismo impuesto por la obsesión de esperar frente al procesador de texto.

Entre frases, mis dedos reposan sobre las teclas, los pulgares levantados, la cabeza en un vaivén longitudinal, también es hambre, pero quiero seguir escribiendo y levantarme… “¡Mamá! ¿me pelas una naranja?” Ya está. Todo mejor así, el meñique derecho se flexiona cuando vuelvo a la acción.

Nos acabamos de mudar al segundo piso hace un par de meses, los muebles son todos nuevos y los hemos forrado para que la gata no los deje llenos de pelo. Yo estoy sentado en una pieza para cuatro nalgas que mira al televisor y, frente a mí, abajo del stand-by TV, hay una enorme pieza en “L” que permite sentarse a 6 personas.

En la esquina de la sala, entre los dos sillones que conforman la “L” se encuentran todas las botellas de la casa. Aquí casi nadie toma, salvo en fiestas donde mi madre y yo nos replegamos en la meditación y el Internet, respectivamente, mientras Verónica, mi hermana, y Jorge, mi padre, descomponen el mueble para tomar una o dos botellas. Ahí está también un regalo que compré cuando era jóven, en las épocas que no había sueldo. Se trata de una cerámica de barril de cerveza de aproximadamente 15 centímetros de altura y 9 de diámetro en su parte más ancha, con cuatro jarros pintados de la misma textura colgados a su alrededor. “No era de que compres”. Clásica respuesta a todo esfuerzo de complacer a la familia. Bueno, no está mal. “De gana se gasta la plata en eso, mas ni hemos de usar”. Respirar profundo, qué más quedaba. Hasta ahora queda ese mal sabor de boca. Amargura, en fin, acompaña bien a las botellas.

El mueble se levanta unos treinta centímetros del piso e inaugura con un área cuadrada de borde negro, un par de espejos dan la sensación de continuidad al espacio de los tragos, ayudados por una iluminación que sale del rincón más alejado. Sobre las esquinas que dan a los muebles se erigen un par de columnas de estilo griego que sostienen una pieza triangular de madera bastante similar a la caoba. En ella se asientan tres piezas artesanales que juegan con líneas oblicuas concéntricas blancas en un fondo café: un florero, un huevo y un plato cuadrado. A la derecha, un portaretratos digital desconectado con una memoria usb, de momento, desperdiciándose.

Me desentiendo por un momento del texto porque al 10% de batería, el ícono que la representa se ha vaciado. Me avisa la configuración que me quedan 6,4 minutos (sí, con decimales, 24 segundos según mis cálculos). Me han forzado a parar la redacción para ir a enchufar el aparato, de paso termino la naranja que no sé precisamente en qué momento empecé a comer. A mi derecha, la maceta con el bonsai reclama algo de agua, tal vez está hidratado pero ya tiene mi atención, es que soy el dueño.

Existe un cojín para cada asiento, los colores crema y café oscuro acompañan bien al forro tomate chillón que eligieron mis padres. Les gusta posar a los cojines sobre el vértice. Además de los sillones están cuatro sillas, dos de las que teníamos en la vieja casa y dos nuevas (incómodas pero elegantes) que se elaboraron junto con las seis del comedor. Las han ubicado sin criterio alrededor de los sillones, mejor no les cuento. En el centro de la sala, esta una mesita de dos niveles. En el inferior, cuadrado, reposa el mismo camello que teníamos en la antigua sala sobre un vidrio adornado con huellas de la gata. La parte superior, rodea dos laterales de la de vidrio, se compone de madera de dos colores que al converger sostienen un florero con ramajes secos en su interior. Tres, para ser exacto.

Las paredes a mi alrededor son todas blancas, a excepción de aquella que da a la cocina, la cual fue adornada con piedra negra para cascada. Se veía horrible hasta que la lacaron y, desde entonces, se ha convertido en la envidia de todo aquel que nos visita. A mi izquierda, hay un largo ventanal y, pasando la columna, un vidrio esquinero. Por ser la ncohe, los hemos cubierto con largas persianas que logran un cambio de ambiente y combinan bastante bien con la puerta de entrada en el lado opuesto. Por lo pronto hay un cuadro viejo, un papiro enmarcado que nos regaló nuestra prima Gina cuando vino de Egipto, y la estructura metálica que diseñó mi padre, destinada a sostener el casco de mi bicicleta y mi mochila de diario, donde están la bomba, los parches y la bolsa de agua.

Agua… Va siendo hora de regar el bonsai.