El taxista libanés que me llevó a un oasis en invierno

En febrero de 2016, tuve la oportunidad de conocer Ottawa, la capital de Canadá. Yves y Moura, los directores de mi maestría, habían negociado que la Universidad de Columbia Británica financie nuestros tickets aéreos a la ciudad así como tres días de hospedaje en el hotel Arc. Moura, arquitecta de formación, pasó una gran parte de su vida dentro de talleres (studio en inglés). Tras veinte años en la industria, eventualmente se involucró en el “diseño estratégico”. Así nació Sauder d.studio, un taller de investigación y docencia para ayudar a que organizaciones y estudiantes tengan las herramientas necesarias para resolver problemas complejos. “Si quieres tuitear al respecto, usen el hashtag #PolicyStudio y mencionen a la cuenta @PubPoli” decía un correo de Zameena, la presidenta del curso.

Las sesiones empezaban a las nueve y terminaban poco antes de las tres, debíamos salir a tiempo puesto que nuestro itinerario en Ottawa incluía reuniones con servidores públicos o representantes de la industria cuya labor era conectar con el Estado. Nuestro grupo de cinco se dividió en dos taxis y nos dirigimos a 580 Booth Street. En el piso número once, nos esperaba el director de recursos naturales del departamento de asuntos internacionales de Canadá. Vincent, como todo burócrata precavido, hizo notar que el tiempo que nos concedía estaba entre dos cosas importantes. Le dijo a la persona que manejaba el programa de reclutamiento que, por esa razón, él hablaría primero.

El sistema de gobierno canadiense se parece mucho al de Reino Unido, aquí los burócratas tienen una alta estabilidad laboral lograda a punto de un riguroso proceso de selección. Los servidores públicos construyen una carrera independientemente de quien gane en las elecciones. De momento, decía Vincent, estaban tratando de predecir el rumbo que iba a tomar su departamento en base a las declaraciones del primer ministro. Uno los puede imaginar como la tripulación de un barco ubicándose en distintas posiciones en la nave para cuando el capitán gire el timón en una nueva dirección.

Me interrumpe el mensaje de Marcelo, uno de los mentores en el taller. Estaba esperando que responda porque Ivana, mi compañera, se había olvidado su mochila en el Hub de Innovación y él fue la única persona que pudimos contactar. Debíamos averiguar qué iba a pasar con eso puesto que compartíamos los taxis y eso podía cambiar nuestros planes para la próxima reunión. Que feo y difícil es interrumpir una reunión tan escasa como esta (aún con buenas razones). Hago lo posible para pasarle el celular mi compañera sin que se note mucho. Eso me permite volver a la conversación, a analizar cuán realista es el discurso de transformación canadiense hacia la economía verde. El 20% del Producto Interno Bruto del país proviene de la explotación de recursos naturales, tienen amplios yacimientos de petróleo y gas natural aún por explotar. Sus empresas realizan megaminería en el extranjero. Me acuerdo del parque nacional Yasuní ―una de las zonas más biodiversas en el planeta― y las promesas de mi gobierno de no explotarlo, me acuerdo de la maquinaria que ya está entrando y de los senderos que se vienen construyendo. No es difícil ver cómo va a terminar esto, la pregunta es cómo lo va a manejar el recientemente creado ministerio de medio ambiente y cambio climático creado por Trudeau.

Conseguimos robarnos los quince minutos que preceden a las cuatro, parece que le caímos bien a Vincent. Casi no quedó tiempo para hablar con el chico de la oficina de reclutamiento, Ivana y yo nos quedamos al final para anotar su correo. Corremos hacia al ascensor y, cuando llegamos al lobby ya no encontramos a nuestros compañeros, nos demoramos otros tantos minutos en devolver las tarjetas de visita y recuperar nuestras identificaciones. Al salir, nos espera un taxi que nuestros compañeros habían tenido la precaución de reservar para nosotros. Ivana se bajó en 99 Bank Street y yo me quedé solo con el taxista.

Ottawa es encantadora, sus edificios son monumentales y tienen rasgos clásicos y elegantes. El vapor de los sistemas de calentamiento escapa por la parte superior mientras la nieve se sigue posando en todas las áreas no transitables. Estoy fascinado. Le pregunto al conductor si ha vivido antes en alguna otra ciudad. “No”. “Yo vengo de Ecuador ―le digo emocionado― y esta ciudad me parece hermosa, nunca había visto algo así”. La verdad, nunca antes me había emocionado una ciudad. A mis compañeros canadienses y europeos, esto no les llama la atención, para ellos esto es lo normal. Pero yo acabo de experimentar una temperatura de menos veintiséis grados centígrados por primera vez, acabo de descubrir cómo se ve un copo de nieve y de sentir cómo el hielo seca los ojos, la nariz (por dentro) y la piel.

Estatua, monumento de guerra «La Respuesta» y bloque Este del Parlamento Nacional, Ottawa

“Pero originalmente soy de Líbano”, me dice el taxi driver, y como por arte de magia empiezo a darme cuenta de su acento. “Sí, es una ciudad muy bonita. Yo he estado en Montreal y en otro lugar más pero esto es mejor para la familia”. Le cuento que el miércoles voy a viajar allá. Antes no tenía tantas expectativas pero todo el mundo me dice que Montreal es incluso más bonita que Ottawa, y es la primera vez que me enamoro de una ciudad. Bueno, lo que uno se puede enamorar en un día. “Mi restaurante favorito en Ecuador es uno de cocina libanesa”, le confieso. Sonríe. Me dice que antes de venir al extremo norte, visitó a su primo en Estados Unidos y que ahí se reunión con un libanés que fue presidente del Ecuador.

Me suenan campanas en el cerebro, no es la primera vez que escucho lo que el conductor me acaba de decir, y le quiero dar una respuesta inteligente pero cualquier información que alguna vez haya leído sobre el tema me elude. “¿En que año?”, le interrogo. Me cuenta que el susodicho expresidente ya estaba sobre los sesenta cuando él lo conoció. Trato de averiguar más pero lo que me dice no ayuda demasiado. Una búsqueda en Internet devuelve un artículo en Wikipedia sobre la inmigración libanesa en Ecuador, una página nombrada “libanesesenecuador.com” y otros cuantos resultados. Entre las fotografías destacadas aparece Abdalá Bucarám Ortiz.

Bucarám nació en febrero de 1952, osea que tenía sesenta en el 2012. ¿Será que el taxista le conoció al “loco”? Aunque es una posibilidad, el conductor me pintó al expresidente como un viejito y el “eso fue hace muchos años” que añadió me hace pensar que tal vez no sea él. Además dijo Estados Unidos y no Panamá. Juan Teodoro Salem, quien fuera presidente por tres días, también tenía ascendencia libanesa; pero murió en los albores de la revolución hippie de 1968. Quedan dos posibilidades, que la memoria del taxista confunda el cargo de vicepresidente, en cuyo caso podríamos estar hablando de Alberto Dahik o que el señor de hecho haya conocido al mismísimo Jamil.

Mahuad, de ascendencia alemana por parte de la mamá y libanesa por línea paterna, es profesor en el programa de agentes globales de cambio en la Universidad de Harvard. Los pocos alumnos que se han animado a calificarlo en “ratemyprofessors.com” tienen opiniones muy distintas. A dos personas les ha parecido un buen profesor, “un líder natural”; mientras que otros tres le han puesto la peor calificación posible. Jamil sí se ve sesentón. Su fotografía de 2007 en Wikimedia ya deja ver arrugas y canas; este año cumple los sesenta y siete. Fue uno de los 150,000 descendientes de libaneses que viven en Ecuador, entre los que también se cuentan Jaime Nebot Saadi, alcalde de Guayaquil; Ivonne Baki, destacada como una campeona de las mujeres ecuatorianas en un diario libanés, Valeska Saab y Constanza Báez, reinas de bellaza; Jorge Saade, músico y, quizá mi favorito, el escrito Jorge Enrique Adoum.

Adoum editó “Oasis”, una revista de distribución gratuita publicada por el club árabe de Quito durante los años cuarenta. Las ediciones buscaban un balance entre el orgullo del pasado libanés y su nuevo país. Henry Raad, autor guayaquileño libanés, la describe así:

Cada publicación abría los ojos de los lectores a la cultura árabe y motivaba a amarla. Se publicó sobre la gloriosa influencia árabe en España: sus contribuciones al lenguaje, arte, arquitectura, música, poesía y filosofía españoles. Se llenaban páginas con poesía árabe y dichos árabes (…) las modernas calles de Beirut, las ruinas de Baalbek y seis mil años de historia, recordaban a los lectores la tierra de origen de la mayoría de los migrantes. Les seguían (…) artículos sobre el país adoptivo, escritos por ecuatorianos y por intelectuales de ancestro árabe.

Algunas ediciones contenían obras de Juan Montalvo. “La hora árabe”, un programa de la radioemisora “voz de la democracia”, difundía cada uno de los artículos de Oasis, unos cuantos también se publicaron en El Telégrafo. El “oasis árabe en el corazón de la capital condórica” no duró mucho. Imprimió su última edición al tercer año producto de algunos reclamos de personas que decían ser de ascendencia fenicia o cruzada ―no libanesa―, y de una alta demanda que no pudo ser sostenida por los contribuyentes iniciales.

Subirse a un taxi es como entrar a una biblioteca y abrir un libro al azar, uno no sabe con que historia interesante se va encontrar. Si de esto me queda algo son preguntas ¿dónde puedo encontrar Oasis? ¿Será muy tarde para digitalizarla y subirla al archivo de Internet? ¿Cuánto han moldeado los inmigrantes libaneses la cultura ecuatoriana y la identidad que tenemos como país? A Jorge Enrique Adoum le debemos “Ecuador: Señas Particulares”, una de las más bellas reflexiones sobre la identidad ecuatoriana. A los Isaías y los Eljuri, les debemos; y no diré más. Gustavo Jalkh, Ivonne Baki, Jaime Nebot son todos actores activos de la política ecuatoriana y también tenemos representantes del líbano en la cutura popular (véase Diego Spotorno, el conductor de televisión). En cierta manera, me alegra encontrar esa diversidad. Me pregunto si tendrá algo que ver con que mis amigas musulmanas me digan que algunas ecuatorianas se ven “so middle-eastern”, o sea árabes.

El taxi se detiene en 125 Sussex Drive. Tomo mi maleta y me pongo los guantes, tengo una cita con el Director de la División de Investigación de Política Exterior. Saco mi tarjeta y le pago al conductor por la carrera, aparentemente estamos saldados pero le debo mucho más de lo que él cree.

Publicaciones en inglés: Fair Use, Zero-days & Net Neutrality

Por circunstancias de la vida, me toca practicar el inglés. A veces es complejo traducir entre idiomas, es decir que muchas de las cosas que escribo en inglés se van a quedar en ese idioma a menos que una alma caritativa eche una mano. Pero, por si acaso, les dejo algunas de las cosas que he escrito en estas últimas semanas. La primera publicación es acerca de una acertada decisión que tomara la Asamblea Nacional sobre autorizar la ruptura de candados digitales cuando se trate de ejercer usos justos en internet, eso lo escribí acá, y Cory Doctorow lo reseño en Boing Boing y la noticia fue posteriormente expandida en TechDirt.

Luego, mucho de mi tiempo se fue en investigar el mercado de zero-days, que son errores escondidos en los programas de software que usamos día a día y que permiten a terceras personas infiltrarse en nuestras computadoras. Cuando nadie sabe de estas vulnerabilidades, se dice que tienen «cero días». Después de mucho pensar dónde publicar mi investigación, decidí ponerlo todo —salvo algunas tablas de precios que ya veré cómo incluyo después— en Wikipedia, donde pueden leer «Market for zero-day exploits«. Para mi sorpresa había mucha literatura disponible en línea pero, tristemente, algunas de las fuentes más importantes se encuentran bajo paywalls (o sea hay que pagar para poder leer). Pero bueno, en Wikipedia lo puede leer todo mundo e hice lo posible para citar adecuadamente mis fuentes y que quien quiera pueda profundizar en el tema.

Finalmente, acabo de publicar en Medium acerca de la última estocada a la neutralidad de la red en Ecuador, algo sobre lo que sí pueden leer en español en un post de Apertura Radical.

Por qué me cambié de carrera

Matthew Carpenter suele decir que él escribe porque le pica la mano, y creo que a mí me sucede algo parecido. Escribo porque necesito que mis ideas se materialicen en un espacio ajeno a mi cerebro, escribo porque —cual Dumbledore— necesito sacar pensamientos de mi cabeza. Y este es uno que me ha venido persiguiendo por unos cuantos meses, sino años. Y que necesita una respuesta más urgente porque en un país nuevo todo el mundo te pregunta «¿y en qué estás haciendo tu posgrado?» antes o después de decir «¿y de qué te graduaste en la universidad?».

  • Maestría en políticas públicas y asuntos globales;
  • Medicina.

Otras personas con experiencias similares tienen ya una respuesta preparada, yo no. Vivo del simulacro donde a veces asiento a sus presunciones de que aplicaré mis conocimientos en salud pública, y otras me porto cortante y evasivo. «Pero uno pensaría que después de estudiar tanto te especializarías». «Así es, uno pensaría». Cortocircuito social, silencio incómodo que coexiste con un lapso lo suficientemente largo para permitir la huida.

Y no es que no les quiero decir la verdad, simplemente nunca he juntado esos puntos en algo que merezca ser llamado argumento. Y es por eso que hoy me siento a escribir este texto.

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Hace poco más de dos años, tenía un billete de avión en mi mano con destino a Francia, la visa aprobada y una carta de aceptación del programa de neuroepidemiología de la universidad de Limoges. Había interrumpido mi año de trabajo en Nayón para especializarme pero, antes de partir, tenía pendiente una conferencia en alguno de los salones de la Asamblea Nacional. Antes de que se emocionen les cuento que dicha asamblea presta sus instalaciones para realizar eventos dirigidos al público en general. Así que mi charla sobre la educación en tiempos de internet, no fue escuchada por legisladores pero sí por algunos servidores públicos de rango medio. También estaba un profesor visitante del Instituto de Altos Estudios Nacionales a quien le interesó mi perfil y me ofreció un puesto como coordinador de un proyecto para —mediante un proceso participativo— cambiar la ley de propiedad intelectual del Ecuador.

Lo que les dije a mis padres es que podía hacer historia. Si bien hacer un posgrado me acercaba un poco más al círculo docente de mi facultad (porque vivo en un país chiquito) y eso algún día me permitiría ejercer alguna influencia en cómo son las cosas, este proyecto me permitía saltarme todos esos pasos y hacer una contribución en mucho menos tiempo. En mi cabeza revoloteaban todas las ideas que heredamos los hijos de internet, el libre acceso a la información, la campaña mundial de reforma a la propiedad intelectual anunciada en esas mismas fechas por Creative Commons, los problemas de acceso a la investigación científica que teníamos en Ecuador  y el potencial del hardware de fuentes abiertas. Recibí más de un carajazo y no sin razón pero me quedé, no por mi país únicamente sino porque creo en la necesidad de cambiar las reglas de juego globales. A veces un único ejemplo puede hacer la diferencia para todos los demás.

Como se darán cuenta, en años previos no me dediqué únicamente a la medicina. Coordiné por mucho tiempo actividades relacionadas a la divulgación de material científico, al activismo ambiental y social —que puede ser caracterizado bastante bien por el descontento del movimiento que ocupó Wall Street en 2011, tres años después de la crisis financiera mundial—y al voluntariado. Si bien eso consumió bastante de mi tiempo, pude terminar mi carrera casi sin contratiempos. Practiqué en el mejor hospital público, el Eugenio Espejo y al graduarme me dieron una medalla de oro como mejor egresado.

Cuando decidí no ir a Francia, no pensé que estaba abandonando mi carrera porque, hasta ese entonces, yo había hecho más de una cosa al mismo tiempo. Y no me preocupaba «mi carrera» porque sencillamente nunca me inculcaron eso. Para mí lo importante era contribuir, hacer algo importante y significativo. Trabajé hasta marzo del año siguiente en el susodicho proyecto y, hasta ese entonces, quizá el único sin preguntarse por qué había cambiado de carrera, era yo.

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Trabajar en política me produjo un tremendo conflicto. En el hospital habían discusiones, por supuesto, pero se enfocaban en analizar mediante la evidencia más reciente y confiable, los casos de cada paciente que se nos ponía complicado. Había déficit, por supuesto, pero siempre se compensaba de la mejor manera posible, incluso «haciendo baca» —así es como llamamos a las colectas espontáneas de dinero— entre enfermeras e internos. En la política, las peleas eran ideológicas, la plata estaba comprometida de antemano y no había espacio para una discusión civilizada. Todo aquello contaminado por el anquilosamiento de poder era adjetivado para que suene mejor, pero no era sino el reflejo de un despropósito en el argumento: los tiempos políticos, los costos políticos, lo políticamente conveniente. «Político» quiere decir, en este contexto, porque a alguien no se le pega la regalada gana, porque no quiere o simplemente porque puede[joderte] y ya.

Siendo así las cosas, menos quise abandonar mi carrera, y aunque me desenvolvía en esa trama oscura de navegar en el poder, siempre me consideré galeno. En 2014, empecé a trabajar en la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Investigación como analista/asesor. En este punto de mi vida, estaba menos claro si habría un punto de retorno a la medicina, quizás la buena relación que tenía con quienes me formaron me hizo pensar que la puerta no estaba cerrada y así estuve hasta antes de venir a Vancouver, donde todos me preguntar por qué me cambié de carrera. Ergo, parece que el consenso general es que, de hecho, abandoné la medicina. Y no es algo con lo que me siento cómodo. ¿Puedo cambiar también esa regla?

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La mamá de Carlita —mi paciente oncológica en el piso pediátrico— llamó a mi celular a decir que su niña estaba mal, que parecía que ya se iba a ir. Luego me llamó a avisar del velorio, y dónde sería el entierro. Ese día lloré y me prometí hacer lo posible para evitar que los pretextos políticos, en todas las capas que se interponen entre la ciencia y el paciente, cobraran vidas. Y en ese camino me perdí, en luchar por los ideales que ustedes, sociedad, me impregnaron de pequeño. Me perdí en la ética médica de primero no hacer daño. Me perdí en la disciplina de primero entender profundamente el problema, antes de intentar resolverlo. Me perdí en la tarea de querer curar una arquitectura social que niega, ante todo, estar enferma.

Pero nunca dejar de ser médico.

¿Cómo nacen las ninfómanas y los homosexuales?

Créanlo o no, empecé a escribir por andar leyendo sobre ninfomaníacas, las mujeres que tienen mucho sexo y, parece ser, poco placer derivado de ello. Es peor que no disfrutarlo, les entorpece la vida. A los hombres no nos detectan ese tipo de enfermedades porque hombres. Pero no es del machismo que quiero escribir sino de la predisposición y conducta sexual. Al final del artículo, se lee: «algunas teorías señalan que las mujeres que en algún momento de su vida sufrieron una violación tienen mayores probabilidades de (…)». Aunque usualmente esa sagacidad de la cultura pop nos meta en problemas, hoy la voy a replicar, voy a hacer un poco de pseudociencia —modestia aparte, siempre he pensado que sería bueno para eso—. Esta es mi «teoría»:

Hay una diferencia fundamental entres los humanos y el resto de seres vivos, y es el desarrollo del cerebro. Virtualmente todos los mamíferos maduran completamente dentro del útero. Al poco tiempo de paridos, tienen los ojos bien abiertos y están listos para aprender a caminar. Mientras menos preparados los animales nazcan, parecen hacerse —con el tiempo— más inteligentes. Los mamíferos que nos han domesticado (gatos y perros), nacen con los ojitos pegados —hay que decirlo en diminutivo porque su ternura es otra ventaja evolutiva cuando se convive con humanos—, pero en un mes o dos están listos para declararse en rebeldía y buscarse el alimento sólos. Los humanos, en cambio, somos cabezones. Nuestra mamá nos pare cuando estamos en un estado muy precario y, al día de hoy, no se sabe exactamente cuando uno es lo suficientemente independiente para que no le joda la vida —hay personas con doctorado a quienes les dicen que no están «calificados»—.

El desarrollo anatómico del cerebro humano se completa recién a los dos años y el fisiológico —las conexiones entre axones y dendritas de las neuronas— a los veinticuatro. Eso quiere decir que mucho de nuestro identidad se construye a lo largo del tiempo, especialmente lo relacionado al aspecto social. Así aprendemos que «puerta» es una cosa rectangular que se interpone entre dos espacios, que se escribe P-U-E-R-T-A, y como suena cada una de esas letras. El sonido y la letra van juntos. La palabra y el objeto van juntos. Y así, parece ser, es como funciona nuestro cerebro (si alguien quiere leer más sobre el tema le recomiendo Cómo crear una mente de Raymond Kurzweil).

Mi hipótesis es que las primeras experiencias sexuales determinan nuestras preferencias para el resto de nuestra vida. El artículo de SOHO que mencioné al inicio del texto, dice que las niñas violadas se vuelven ninfomaníacas «debido a que tratan de recuperar el poder de su sexualidad con sexo», yo lo niego. Mi hipótesis es que, al igual que aprendemos a asociar caracteres y fonemas, hay sinapsis en el cerebro de esas niñas que relacionan al sexo con un acto no placentero, en algunos casos eso puede desviar en frigidez, pero en niñas donde esa era la única forma de tacto y afecto, se puede transformar en una perturbadora adicción.

De la misma manera, el entorno que uno tiene cuando explotan las hormonas, influye mucho en las preferencias que se desarrollen posteriormente. Si juntas a niños del mismo sexo de seis a ocho horas al día y, el resto del tiempo, no les permites socializar con otras personas de su edad, seguramente varios de ellos empezarán «probando» cerca. Aunque resulte un poco perturbador, en mi colegio —únicamente de varones— era común ver a los adolescentes realizar juegos sexuales en los recreos… Sí, entre ellos. Cosas desde oprimir los genitales contra las nalgas de los compañeros hasta huidas grupales al baño de las cuales no puedo —y es que esto me lo contaban— dar testimonio directo. Ahí había menos ropa aunque, parece, también menos contacto. Tres de mis compañeros de la última clase son abiertamente homosexuales y, claro, ellos saben mejor que yo si lo que digo tiene algo de sentido y sabrán desmentir todo esto a tiempo. El debate está abierto.

Que quede claro que ser homosexual no es nada raro, y parece que cada vez más nos acostumbramos a ellos. Anteayer me encontraba yo en el parque Gabriela Mistral y me alegró ver una pareja del mismo sexo a quien ya nadie le jodía por mostrarse como son en público. Que fastidio cuando te joden por mostrarte tal cual eres en público, eso no es exclusivo de ser homosexual y seguramente también lo puedes entender: «Párate derecho», «no mastiques chicle», «salude». Estorbo, desdén y fastidio.

Estudiar en escuelas con niños —sí, hombres— del mismo sexo,  si puede generar problemas. Un estudio de 17000 personas determinó que en esos casos tendrás más probabilidades de estar divorciado a la edad de cuarenta años, seguramente es más difícil asociar la infancia (su tranquilidad y alegría) con mujeres. Extrañamente, esto no sucede con las mujeres a quienes les va mejor. En una sociedad machista, es fácil para ellas aprender a convivir y lidiar con el otro sexo mientras que, un colegio de este tipo, les provee un entorno protegido donde incluso tienen mejor rendimiento y desarrollan mayores destrezas de socialización. Los hombres, en cambio, no pueden aprender fácilmente del sexo femenino y se encuentran con dificultades cuando ya les toca convivir.

La realidad:

Sólo 21 hombres y 22 mujeres reportaron vivir con parejas del mismo sexo a los 42 años, esto se puede dar porque los nacidos en 1958, tenían una estructura social muy rígida que no les permitió explorar libremente su sexualidad; o tal vez los colegios de un sólo sexo realmente no tienen ninguna incidencia en el desarrollo de una vida homosexual. Tal vez la ninfomanía ni siquiera sea una enfermedad y lo debemos recordar, puesto que en 1980 se removió del manual de desórdenes mentales, junto con el sexo oral, el onanismo y la homosexualidad —la única enfermedad que se mantiene es la de no disfrutar del sexo.

Jane Ussher, profesora de Psicología de la Salud de la Mujer, en el Centro de Investigación en Salud de la Universidad de Western Sydney, concluye que «la ninfomanía, como la belleza, está en el ojo del espectador. Una mujer sólo ser catalogada como sedienta de demasiado sexo si su pareja no puede satisfacerla». A los hombres les gusta fantasear con ninfómanas —dice la psicóloga—, a menos que les toque dormir con ellas. Algo parecido a los hombres que —según estudios— se portan agresivos con los homosexuales, pero  frente a un video de hombres apareándose, no pueden mantener quieto al amigo dentro de su pantalón.

 

Un poco harto

No soy bueno mintiendo y esta ha sido una semana difícil, así que sólo lo diré: estoy fastidiado. Hace más de ocho días, mi hija gata dejó su nido y su futuro se me escapa. Hace ocho días el editor en jefe de El Telégrafo me lanzó mierda y salpicó a un poco de gente, pero el problema soy yo. Las cosas están al revés, ahora soy yo quien espera en casa, ahora mi opinión ya no es bienvenida. Justamente en la semana del gran diálogo nacional he sentido como se tapan las bocas, se cubren orejas y se cierran los ojos. Esta semana, me cansé.

Nunca, como en estos siete días, me había callado tanto. «Para no herir amistades», supongo que el que se detesta soy yo.