Demasiado honesto

Problemas

Si puedo rastrear los problemas más grandes que he tenido en la vida a una sola cosa es esa: soy demasiado honesto. Ya no estoy en edad de pensar que esa es una virtud pura. Toda cualidad tiene su lado oscuro. La terquedad es la gemela malvada de la tenacidad. El generoso casi siempre peca de ingenuo. Y el honesto escribe en su blog sobre cómo obsesionarse con la verdad te causan estrés postraumático e inestabilidad laboral. ¿Ejemplos concretos? Cuando tenía 29 años trabajaba para el gobierno y publicaba en prensa sobre el espionaje del gobierno. No solo lo denunciaba, sino que me mofaba en público de su incompetencia. Ya todos sabemos cómo terminó eso.

A menudo lo he descrito como quemar puentes. Y no piensen que es algo de lo que me siento orgulloso, a menudo esos puentes cayeron antes que los pueda cruzar. Jamás he podido disimular el descontento con mis jefes. De hecho, creo que hago un esfuerzo por dejar lo más claro posible cuál es mi postura. Resisto con exceso si es que algo me parece inaceptable. Siempre habrán dos versiones de esos encontrones (aún prefiero la mía), pero hoy me pregunto: ¿por qué?

Salir de un puesto en el sector público implica muchas cosas. A menudo, estás obligado a presentar un informe de fin de gestión. Escribir esas líneas tras mi despido del ministerio de salud pública me dio tanta satisfacción. Comparar mi rendimiento con el de todos los demás era la mejor respuesta que pude dar a las personas que decidieron que era el prescindible. Si repitiera ese ejercicio con cada uno de mis trabajos, me pasaría algo similar. Trabajar conmigo tiene ventajas. Identifico desafíos institucionales, oportunidades de mejora. A menudo, soy tan curioso que puedo aprender e implementar sistemas nuevos (en la UTE, por ejemplo, implementé Open Journal Systems y REDCap). Si no sé algo, aprenderé y si aprendo algo me gusta compartir con mis compañeros de trabajo. Sin embargo, me siguen despidiendo. A veces, no me despiden, pero la tensión crece tanto que prefiero renunciar preventivamente.

El incidente

Pero siendo honestos, no logro entender del todo porque me enojo tanto con mis jefes. De hecho, jamás pensé que fuera importante hasta hoy cuando escuché Thinking about work. En esta entrevista, Alain de Botton dice que nuestras reacciones viscerales reflejan experiencias de nuestra infancia. Adoptando ese concepto, pareciera que me enojo con mis jefes cuando se portan igual que mis papás (o algún otro personaje no macabro de mi infancia). Entonces he pasado este último par de horas pensando en las cosas tan terribles que pasaban en mi casa. Lo único en lo que puedo pensar es el episodio de la pasta de dientes. Papá inisitía en que aplastemos la base de la pasta. Mi papá fue, es y será vehemente. Entonces un día, yo entré al baño y encontré el tubo de colgate aplastado por la mitad. No recuerdo qué dije, pero pusé el grito en el cielo. Toda mi familia estaba en el baño mientras yo mostraba la evidencia del delito gritando ¡¿QUIÉN FUE?!

 

Obviamente regresé a ver a mi hermana. La más inmadura de la familia (jeje, te quiero ñaña). Pero ella meneó la cabeza y su cabello agarrado en cola diciendo que no. Y bueno, ¿qué esperaba yo? A veces mentíamos un poco para escapar de esas circunstancias. Pero dudé y regresé a ver a mi mamá. Ya no recuerdo su cara, pero seguro estaba más confundida que los extranjeros tratando de cruzar el paso zebra entre el parque La Carolina y el Mall el Jardín. En todo caso, seguro mamá se olvidó o mi hermana mintió.
Estaba a punto de darme por vencido y hacer nota mental de guardar medio rencor hacia cada una de ellas (por si acaso) cuando una voz masculina paralizó la escena. «Yo fui».

Creo que jamás en la vida me sentí tan indignado por algo tan insignificante. Ni cuando mi ex me confesó que me había sido infiel (hola, Kata, espero esté todo bien). Pero el hecho de que mi papá insistiera tanto en mantener la disciplina para luego romperla me superaba. Por supuesto, estoy partido de la risa mientras escribo eso. Pero sinceramente no se me ocurre una mejor historia. Y no quise dejar pasar la oportunidad de deshilar mi teoría de que no puedo mantener un buen trabajo porque mi papá aplastó la pasta colgate por la mitad.

Mijito, haga caso

Pero siendo un poco más serio, creo que sí hay algo que marcó mi infancia lo suficiente para dejarme este terrible defecto. No tiene mucho que ver con la honestidad sino con algo peor: necesito que la gente me haga caso. Hacer caso no porque mi autoestima dependa del número de visitas (también soy eso: por favor, suscríbanse a mi canal de YouTube y síganme en Twitter e Instagram). Cuando digo «háganme caso», quiero decir obedézcanme. En el peor de los casos, quiero que al menos me den la razón.

Acá sí hay varias historias que se repiten una y otra vez. Yo tratando de entrometerme en una conversación adulta. Los adultos mirándose unos a otros. Mamá llevándome a un lado diciendo que los deje hablar. Por supuesto, tampoco recuerdo qué dije, pero dado el contexto seguro que no era nada brillante. El problema no era tanto que mis argumentos eran disparatados (al menos, nunca tendré esa certeza), sino que nadie discutía conmigo. Nadie escuchaba mis ideas y me explicaba porque estaban mal. Simplemente mi opinión no era válida por defecto. Porque era niño. Sufrí lo que los gringos conocen como ageism y que tristemente no tiene una traducción bacana. ¿Edadismo? Ser discriminado por el simple hecho de que eres de otra edad.

No les miento cuando les digo que esperaba con ansias la siguiente etapa de mi vida para dejar eso atrás. Esperaba que al llegar al colegio las cosas cambiaran. Luego, que mi voz sea aceptable al llegar a la mayoría de edad. Eventualmente, me di por vencido. Si la edad no era el problema (porque la gente seguía sin hacerme caso), podía solucionarlo todo con un diploma. Cuando realmente pensé qué quería «ser de grande». No me pregunté quiénes ganan mejores sueldos, cuáles eran mis aptitudes o cómo se vería mi día a día en la profesión. La única pregunta que me hice fue: ¿cuál es la profesión más respetable a quien la gente tiene que escuchar? Y así, amigos míos, es como terminé estudiando medicina.

Medicina basada en evidencia

“Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.”
Juan 8:32

Realmente disfruté la primera mitad de mi carrera (cuando primaba el contenido estructurado sobre la resolución de casos). El señor decano —que tenía el mismo efecto en nosotros que Wilson Fisk en el universo del hombre araña— se convirtió obviamente en mi punto de referencia. ¿Cómo? Pues dictaba la cátedra de medicina basada en evidencia (MBE). La MBE desterraba la visión del médico idealizado (¡mierda!) por el uso «consciente, juicioso y explícito de la mejor certeza científica«. En este punto de mi vida, no debería asombrarle a nadie que me haya inscrito en un doctorado de epidemiología y salud pública. ¿Saben lo satisfactorio que es para mí publicar un artículo científico? Tengo nueve artículos en Scopus, y tres los he publicado solo (lo cual es algo no imposible pero un poco raro). ¿Saben qué hago cuando quiero subirme el ánimo? Revisar mis citaciones en Google Scholar. La cantidad de veces que alguien menciona mi nombre como voz autoritaria (118, por si se lo preguntaban).

Mi obsesión con la verdad y con ser honesto se conecta con un viejo adagio que he escuchado desde niño: «Al final, la verdad siempre prevalece». Si mi voz se ciñe a los hechos, casi siempre tendré la razón y, eventualmente, la gente me hará caso. Y si no, tendré el disgusto de abofetearles un «te dije».

Zanahorias y palos

Otra de las cosas que me molesta demasiado es que me impongan condiciones absurdas. Por ejemplo, estallé cuando uno de mis exjefes me dijo «puede ir [a una conferencia científica] si termina la presentación» con la que me pidió ayuda. Sencillamente exploté. ¿Por qué? Mentiría si dijera que mis padres me tenían esclavizado. No recuerdo que debiera hacer cosas para que me den permiso. Fui un niño mimado. Lo que sí recuerdo es que estaba metafóricamente atado a otros niños de mi misma edad. Por ejemplo, cuando fui a mi primer curso de guitarra, aprendí bastante rápido y quise seguir avanzando solo. Lamentablemente, no iba al curso solo sino que fueron mi prima y mi hermana (sé que suena horrible, pero quiero ser transparente sobre este «trauma»). Quizá mis papás y tíos no podían pagar demasiado, pero el punto es que no podía avanzar a los próximos ejercicios. Tenía que sentarme en el aula a esperar que otras personas se igualaran.

Lo mismo sucedió en mi primera prueba de ascenso de taekowndo. Estoy seguro que me debían haber ascendido directamente a cinturón amarillo con puntas azules, pero mis papás querían que mi hermana y yo estuviéramos en la misma clase. Nada de esto puede ser verificado. Incluso puede que fuera mentira, pero yo internalicé esas experiencias. Era extremadamente frustrante. No sé si eso explique por qué exploté cuando me pidieron que haga una tarea que no me gustaba como condición a hacer otra que me importaba. Lo más inapropiado del tema es que usé la profesión de mamá como insulto. «No soy su secretaria».

Ética laboral

¿Por qué les cuento esto? En parte porque es terapia. Pero en la práctica, un buen ambiente laboral necesita este tipo de honestidad. De aproximarnos al trabajo conscientes de nuestros defectos. No les digo que son cosas que voy a soltar en la primera entrevista, pero creo que sí compartiré algunos detalles una vez firmado el contrato. A menudo escuchamos hablar de honestidad intelectual, pero la honestidad emocional también es relevante. Me aterra pensar que, en un futuro, mis ingresos y prestigios dependerán de mi capacidad para escribir grants. ¿Cómo me voy a sentir cada vez que alguien rechace mis aplicaciones? Como ese niño de seis años preguntándose por qué no le hacen caso. Quizá por eso me encantan tanto las labores editoriales. ¿Qué puede ser más bonito que decirle a otra persona que no puede escribir una frase como ella quiere sino como la quiero yo? Sí, hay gente a la que le pagan por eso. Quizá el mejor trabajo sea aquel donde brillemos por nuestros mejores defectos.

 

 



 

El romance está arruinando al amor

Soy de esas personas que se obsesiona con las cosas. Por ejemplo, hace dos semanas, escuchaba Pasos de cero de Pablo Alborán varias veces al día. No contento con eso, busqué otras versiones de la canción y otras canciones del mismo autor. Para mi buena suerte, no encontré nada bueno, así que tuve que cambiar de obsesión. Ahora escucho Surface Pressure varias veces al día. Esta última canción viene en la banda sonora de Encanto, un musical animado. Las canciones fueron compuestas por Lin-Manuel Miranda y son espectaculares. La película parece tener agujeros en el argumento, pero envejece bien. Su fortaleza no es el guión intrincado o las sorpresas, sino la composición, la animación, los detalles del momento. En cierto sentido, es una de esas películas que hace homenaje al vivir en el presente. (Otra canción hermosa es Dos Oruguitas, interpretada por Sebastián Yatra y compuesta originalmente en español).

Religión para ateos

En fin, tengo un comportamiento obsesivo. Mi más reciente víctima es Alain de Botton, que de alguna manera se coló en mis suscripciones de YouTube (básicamente videos de ajedrez, ciencia y esculturas de chocolate). El video en cuestión tiene ya nueve años y es parte de «Ideas at the House», un ciclo de conferencias que se da (¿daba?) en la casa de la ópera de Sydney (sí, ese teatro que parece barquito). Religión para ateos me atrajo porque, a pesar de ser ateo, creo en el valor de la religión. Si han seguido mi blog desde sus inicios, habrán leído un poco de esa nostalgia.

No sé qué visión tengan ustedes del ateísmo, pero si tuviera que explicarle al Andrés del pasado, aclararía que. no somos miserables, no estamos enojados y sentimos empatía por las otras personas. En pocas palabras, no somos tan diferentes y disfrutamos de las mismas cosas. Nos gustan los conciertos (todavía me llena de emoción cantar el Ave María, tanto como en el colegio). Disfrutamos de congregarnos con gente a comulgar sobre lo que es sagrado. Pero más importante que todo eso: necesitamos profundamente una guía para ser mejores personas.

No sé si lo sepan, pero cada vez hay más ateos en el mundo. Y a diferencia de los creyentes, nosotros no podemos colapsar en medio de la crisis e ir a refugiarnos en el templo. Eso no existe. No podemos acudir a una comunidad que nos brinde apoyo durante las diferentes etapas de nuestro duelo. Eso no existe. Y tampoco existe un catálogo de libros que nos ayude a convertirnos en mejores personas. Necesitamos tanto de la razón (la búsqueda de la verdad) como de su equivalente irracional (la búsqueda de la perfección emocional). Ahora está de moda hablar de «mindfullness», pero creo que imaginar la emoción perfecta es una mejor manera de explicar el tema: los ateos necesitamos eso.

Con esto en mente, Alain de Botton empezó School of Life, una especia de escuela filosófica para gente seglar. Irónicamente, parece una iglesia. La gente recibe folletos al llegar y las conferencias inician con canciones. Una de mis favoritas es la charla sobre el pesimismo que inicia con la interpretación de Suzanne de Leonard Cohen. Arte como terapia incluye imágenes sobre las obras discutidas en la ¿ceremonia? Además de charlas, School of Life ha creado videos, libros y ofrecen asesoría para ser mejores personas. No todo es gratis, pero una buena parte del material educativo está disponible en inglés sin barreras de acceso. Pero entre los videos que no están disponibles en español está su conferencia sobre el romanticismo.

Ángeles viviendo la experiencia humana

El cuerpo se me va hacia donde tu estas
Mi vida cambió… El ángel que quiero yo

La charla sobre el romanticismo empieza con Angels. Esta pieza de Robbie Williams sirve como pretexto para establecer que el romanticismo ha reemplazado a la religión en nuestra sociedad. Si antes buscábamos al padre perfecto en la religión, ahora buscamos a la persona perfecta en nuestra pareja. Ya no nos casamos por conveniencia (como se hacía antiguamente) sino como un acto de fe. Dejamos que nos guíe nuestra intuición y cuando sentimos que alguien nos va a hacer sufrir de la manera adecauda, hemos encontrado al verdadero amor. Pero dar ese «sí, acepto» implica varias cosas. Una, que somos el uno para el otro y para siempre. Por eso, tuvimos esos momentos donde no necesitábamos decir nada, porque teníamos un entendimiento implícito. Nos desnudamos y desnudamos al otro, más allá del sexo. Una consecuencia directa de casarse con un «ángel» es que esperamos comportamientos sobrenaturales. Aquí está una lista no comprehensiva. Una pareja ideal:

  • Nacio para ti;
  • Te acepta tal cuál eres y no quiere cambiarte;
  • Entiende tus necesidades sin necesidad de que digas nada;
  • No se interesa en otras personas porque existe exclusivamente para hacerte feliz;
  • Dura para siempre.

En fin, una serie de valores absolutos que, más temprano que tarde, va a darse de frente con la realidad. Alain lo dice de una manera mucho más poética: «En muchos sentidos, el matrimonio es algo bastante desagradable para hacérselo a alguien a quien dices amar». El origen de las incompatibilidades está en que la gran mayoría de nosotros tiene un punto ciego: lo que no sabemos que no sabemos sobre nosotros. También están aquellas que conocemos y no nos gustan. Tú evitas aquellas cosas que te avergüenzan o te exponen. Decirle «me siento solo» a tu pareja o «que guapo ese chico» traiciona el amor idelizado del romanticismo. Aún más importante, las soluciones implican romper la ilusión de la pareja ideal. Dialogar con tu pareja sobre por qué está equivocado implica que (1) no es perfecto, (2) no intuye qué te sucede y (3) no te hace feliz.

En un nivel más profundo, también implica reconocer que cada uno de nosotros es un ser roto. Que no podemos ser perfectos sino suficientemente buenos. Ese autoconocimiento es el que nos lleva a conectar nuestros defectos con experiencias casi siempre de la infancia, y nos hace reconocer a ese niño asustado en el adulto con el que decidimos casarnos. Y ojalá y lo reconozcamos y le tengamos la misma paciencia. Al final, la lección que nos deja el video es que somos pésimos para reconocer defectos.

Cuando te rompes el brazo, todo el mundo sabe que algo te pasa. Si te duele algo, seguro lo googleas y tienes varios potenciales diagnósticos antes de ir al médico para que te asegure que no es cáncer. Pero cuando tenemos problemas de vida, apenas y tenemos el vocabulario adecuado para entender qué nos pasa y jamás consideramos edificarnos a través del autoexamen y la educación emocional. El romanticismo es otra creencia que necesita de una revolución personal profunda (similar al ateísmo), sin que esto implique alejarnos de su «religión»: los rituales que nos permiten amar y conectarnos a un nivel profundo con la pareja (amigos o familiares) que tenemos en el camino.

Ejercicios mentales y apapachadores profesionales

Salí de casa con el ceño fruncido y sostuve esa mueca setenta pasos. Es decir, lo que toma llegar a la parada del bus. Pagué el peaje al controlador, esperé el vuelto con la mano extendida (porque si no hacía eso, seguro me cobraba el pasaje completo) y me senté en un rincón de la tercera fila. El bus iba vacío. Los asientos empezaron llenarse conforme cerca de la avenida América. De repente, los sentimientos de rabia contra mi papá empezaron a desenquistarse para darle un poco de espacio al miedo. ¿Y si me asaltaban? Ser enclenque y estar a dos asientos de alguien malencarado que te pregunta si «tienes la hora» ponen las cosas en perspectiva.

Me pregunté si tuviera miedo con papá a lado. Lo imaginé en el asiento del pasillo. De repente, no tenía miedo. Desde entonces (tendría yo unos quince años), cada vez que me enojo vorazmente con uno de mis padres, hago exactamente lo contrario: los mato, metaforicamente hablando.

Los experimentos mentales son hermosos porque te brindan perspectiva en ausencia de tragedia. En eso se parece bastante a la ficción, que no sólo te permite calza los zapatos de alguien más, sino que te coge de la mano para mostrarte exactamente a dónde y va y de qué pata cojea. Por ejemplo, la serie After Life, escrita y dirigida por el desquiciado Rick Gervais, nos cuenta la historia de Tony Johnson. Tony (también interpretado por Gervais) decide suicidarse porque su esposa Lisa muere. Y es que muere injustamente porque Lisa era una persona adorable (nos muestra videos de ella animándolo a seguir durante la quimioterapia; «cuando yo no esté» ). Empuña una sobredosis de antidepresivos y los contempla en su palma. Quiere acercarlos a su boca, pero la mano tiembla. Cuando finalmente abre el hocico, ¡woof! El perro le ladra porque tiene hambre. Tony no se mata, pero decide que:

  1. Va a hacerlo pronto y;
  2. Hasta entonces hará lo que le venga en gana.

Entonces desarrolla una personalidad tipo Asperger (tipo Sheldon en The Big Bang Theory). Y además de ser brutalmente honesto, se olvida de su sentido de supervivencia. Se enfrenta a los ladrones cuando lo quieren robar, compra heroína, y contrata a una trabajadora sexual. «¿Lo que sea?» «Sí, lo que sea». Se hace amigo de la prostituta, se hace amigo de un dealer, se hace amigo de una viuda que también visita el cementerio con frecuencia. En After life no hay lección de vida (es una comedia), pero se desnudan las condiciones que ponemos a nuestra existencia. No sólo se trata de lo que hacemos para contentar al resto, sino de lo que omitimos, descuidamos y dejamos de hacer.

Vivimos cotidianamente una versión menos intensa del dilema del tranvía. Parte de nosotros debe morir para que otra sobreviva. Las oficinas, por ejemplo, nos exigen acoger un sentido de la moda. Nuestras relaciones de pareja casi siempre nos obligan a limitar interacciones con otras potenciales parejas, no importa cuantos discursos bonitos demos al respecto. Las amistades evalúan tus lealtades y hasta los desconocidos en la calle esperan que encuentres la distancia adecuada entre no ser invasivo y no tratarlos como paria (y créanme que eso cambia dependiendo del país). En definitiva, mientras todas las películas nos dicen que seamos espontáneos, la realidad nos entrena para saber cómo y cuándo.

Encontrar a gente que disfrute tu locura es un privilegio. Saborear su existencia es precisamente lo que nos hace felices. Tener a quién contarte tus secretos y vergüenzas para dejar ir el miedo. A la larga, nuestra salud mental solo es tan buena como las personas que escogemos. Si alguien viene a tu mente cuando lees esto, mándale un mensaje y festejen tenerse el uno al otro. Si no puedes pensar en nadie, busca a un psicólogo, en serio. Págale para que te ayude a entender que pasa o busca otra alternativa:  ¿escribes?, ¿cantas?, ¿pintas?, ¿te gusta el terror? o ¿ves videos de ping pong en línea? Exterioriza un poco tu locura. ¿Necesitas compañía física? Ayer me enteré que algunas personas se ganan la vida apapachando a otras. Y no creo que pagar por eso deba avergonzarte. Es más, creo que podría ser una buena intervención de salud pública, tal vez cuando todos estemos vacunados. Y si andas corto de dinero, nunca es tarde para volverse un apapachador profesional. Un estudio mostró que 1 de cada 6 personas pagaría entre $21 y $40 por hora de servicio. Y si eres excelente, algunas personas ofrecían más de $80.

En fin, somos con quienes estamos, pero también no somos con quienes estamos. Y aunque a menudo reflexionamos todo lo que ganamos con nuestras relaciones (profesionales, románticas, familiares y amicales), pocas veces nos preguntamos ¿qué sacrificios hago por relacionarme con las personas que escojo tener cerca? ¿Vale la pena?

La bufanda

Cuando murió mi abuela, no fui a su velorio. No quise. Recordaba que no me agradó para nada la ceremonia cuando partió mi abuelo y se lo dije a mamá.

—No voy a ir.

—¡Pero es mi madre!

Respondí con algo parecido a “no me importa”. Creo que nunca se sintió tan traicionada. La verdad es que no podía entenderla. Jamás en la vida me había faltado mi madre. Más bien lo contrario. Una vez me fui a la escuela sin desayunar (el chofer del bus era extremadamente puntual) y cuando llegué mamá estaba ahí con una taza de leche con café. Me la tomaba mientras me decía que jamás vuelva a salir de la casa sin haber comido algo. Es un recuerdo que llevo como un tatuaje. Mamá en uniforme dándome de comer.

El velorio de mi abuela transcurrió como debía, supongo. Todos continuaron más o menos con sus vidas como pudieron, excepto Paty, mi prima. Quien alguna vez fuera una persona exclusivamente risueña. Esa Paty no volvió. La familia estaba totalmente destrozada porque todos nuestros rituales giraban en torno a la abuela: la fanesca, la colada morada y la novena de navidad. Cuando era niño, cuatro de los seis hermanos vivían con los abuelos. Las otras dos hermanas visitaban la casa con frecuencia. Yo incluso tenía la llave porque vivía a meras dos cuadras. La casa de los abuelos era nuestra Mecca. Fue duro cuando murió el abuelo, pero esto era un terremoto preguntando si el edificio va a seguir entero.

La casa se sostuvo. Se sostuvo porque migramos todas nuestras tradiciones y reuniones al portón de enfrente. En retrospectiva, era apenas lógico. Mi tía Colombia era la que dominaba las recetas familiares. Jamás se alejó de mis abuelos y era mamá en derecho propio. La ñaña Colombia se convirtió en el nuevo centro de la familia. Mi mamá siempre se refirió a la tía como la más fuerte de las hermanas. En mi memoria, “la Colombi” empezó a existir al graduarse del colegio, como alguien extremadamente responsable. Nunca conocí una versión infantil de mi tía. Jamás supe de alguna travesura de su infancia. Al contrario, era quien corregía a mi abuelo y apoyaba a la abuela. Quien le dijo a mi madre qué estudiar. Y en ese presente, quien tejía todas mis bufandas y sacos de lana. La pregunta en navidad no era tanto, ¿qué me irá a dar? Sino cuál sería el modelo del saco y el color de la lana.

La transición había empezado incluso antes de la muerte de los abuelos. Cuando papi Julio aún vivía, le dijo a Paty que prendiera las velas para empezar la novena. Ella le dijo que tenía eso prohibido y papi Julio me dijo: prende tú. Mis papás aún no me han prohibido nada. Y entonces agarré los fósforos y lijé esa cabeza. Me sentí más varón que nunca. En ese entonces, ya rezábamos la novena guiados por la abuela, pero en casa de mi tía. También allí se desgranaban los choclos, se desmenuzaba el bacalao, se repujaban las empanadas. Ahora que lo pienso, si mi abuela pudo seguir tanto tiempo al frente de las novenas, fue por la paciencia, trabajo y dedicación de todos mis tíos, pero especialmente de mi tía Colombia.

***

El miércoles recibí un mensaje de mi madre. “La misa empieza a las 12 pm, voy a hacer una lectura”. El enlace me llevó a una cámara aérea de la capilla donde velaban a mi tía. Cuando empezó la ceremonia, doce personas mirábamos en línea. Había ya algunos comentarios de pésame a la familia y me di cuenta de que no era el único atascado en la ciudad equivocada. Mi tío Richard había tomado el primer avión disponible y estaba sentado en la primera fila junto al esposo e hijas de mi tía. Detrás estaban mis otros tíos y en tercera fila la familia política. En la columna derecha estaban mi mamá y mi hermana. Regresé a ver mis ropas preguntándome por qué no estaba vestido de negro. Supongo que son accidentes que no ocurren cuando tienes con quien compartir el luto.

“El señor es mi pastor, nada me hace falta”. Mamá leyó el salmo responsorial que jamás falta en un velorio. Creyente o no, el salmo 23 es una de las poesías más lindas jamás escritas. “Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo”. Mamá debe haber perdido la cuenta de las veces que ha leído ese salmo para consolar a alguien más. Hoy, mientras leía, esperaba que pudiese consolarse a sí misma.

No voy a mentir, ver la misa fue algo completamente extraño. La voz del sacerdote tenía un ritmo completamente extraño, y el servicio exequial había contratado a alguien que haga las veces de público en el micrófono. Sin esa persona, la voz del sacerdote hubiese dialogado con decenas de murmullos inaudibles y seguro buscaban corregir eso para mejorar la experiencia de quienes veíamos en línea. Tal vez todo empezó porque en la pandemia, el sacerdote era el único presente en la ceremonia. En todo caso, los únicos momentos reales de la ceremonia estaban a manos de mi familia.

A parte de Paty, la tía Colombia tiene dos hijas: Paola y Anita. Ambas se dedicaron a las letras, igual que su papá. Paty es médica, y fue con ella que me entendí mientras mi tía estuvo en el hospital. Fue ella quien me escribió en la madrugada a contarme que mi tía “se fue”. Cuando mi tía recibió su diagnóstico, toda la familia estuvo ansiosa y confundida. Nosotros, al contrario, teníamos una idea bastante clara de lo que sucedería. Las terribles desventajas de haber pasado años estudiando para momentos de impotencia como esos. Creo que nadie más en la familia puede entender lo que es eso.

Mientras se desarrollaba la ceremonia, mi cerebro trataba de procesas esas palabras. “Se fue”. Y yo decía, ¿se fue realmente? Desde hace tiempo, creo en esa doble muerte de la que habla la película Coco. Nuestras ideas y actos nos sobreviven y dejan una parte de nosotros en el mundo. Sé que es poco consuelo, pero una persona no se va del todo. Al mismo tiempo, pensaba que hay cosas que definitivamente se van. Las caricias, los abrazos, los olores… Me preguntaba si sería capaz de encontrar palabras adecuadas para hablar también de esa vida eterna que mencionaba el sacerdote. Eterna mientras recordemos.

Una desconocida tomó el micrófono y anunció que leería algo a nombre de Ana María. Si esto fuera una montaña rusa, este es el momento donde te aseguras de que te pusiste bien el cinturón. Mi prima me ha sacado lágrimas, aunque no se lo he contado. Recuerdo que estaba en un hotel en Toronto, en medio de una conferencia cuando leí un texto suyo. No voy a mentir, me perdí la conferencia magistral por leer ese texto y quedé devastado. Mi esposa solo vio que me descuajeringaba en la cocina, llorando desconsoladamente.

Es difícil transmitir todo lo que dijo mi prima, es más, sería absurdo intentar replicarlo aquí. Pero creo que su reclamo de que la vida es tan hijueputa fue justo. Así como justo fue todo lo que dijo de mi tía, de lo solidaria que era. No me malentiendan. Odio que, en los funerales, todo el mundo solo habla cosas bonitas de los muertos. Lo entiendo desde la lógica y tal, pero siempre me ha molestado. Ahora, ese resumen de vida, ese elogio, me parecía totalmente balanceado. Mi tía vivió para servir a otras personas, independientemente de cuánto tuviera en el bolsillo. Mis recuerdos de ella son tres: estaba preparando comida para alguien más, o estaba extendiendo la mano para darle algo a alguien más, o estaba tejiendo para alguien más. Si fue injusta con alguien, fue con ella misma, por haber dado a los otros demás.

La otra cuestión con el discurso de Anita es que era un poco escuchar hablar de mi madre. Estoy seguro de que, de haber estado en la misa, mi hermana y yo nos hubiéramos regresado a ver como diciendo “ve, mi mamá es igualita”. Lo cuál hubiera sido chistoso en cualquier otra circunstancia, pero no un velorio donde estas palabras nos infundían miedo. Miedo a perder a mamá, a que me deje tomar el bus sin desayuno y no esté estacionada frente a la escuela cuando llegue. Miedo a la vida, porque es inevitablemente hijueputa. Miedo a estar lejos en el momento equivocado, a quedarse lejos, a todo lo demás.  Perdón mamá, debí haberte acompañado al funeral.

Hace pocas semanas, mamá me comentó que mi tía hizo un gesto de agradecimiento. Estaba contenta de que compré los pasajes de avión. Estoy seguro de que esperaba verme, a mi esposa y a mi hija. Estoy seguro de que quería darme un abrazo y, obviamente, regalarme una bufanda. Pero hay abrazos que cuestan miles de dólares y solo son asequibles en ciertas fechas. Hay abrazos para los que uno tiene que programar anticipadamente un reemplazo en la cafetería y consultar con las regulaciones regionales. Hay abrazos que son más difíciles porque te fallan las fuerzas y el cuerpo no te alcanza.

***

Días atrás empecé a reorganizar la ropa. Con el fin del verano, uno tiene que reorganizar el clóset para que las cosas abrigadas estén a mano. Puse todo lo que me iba a ser útil en una bolsa y, como no sabía exactamente dónde ponerla, la dejé en el suelo. Ha estado ahí un par de semanas sin pena ni gloria. Hoy Alice se tropezó con la bolsa y se quedó fascinada con las bufandas. Se enrolló una en el cuello y casi ahorca a la mamá con la otra. Me la colgué al cuello, es prácticamente un abrazo.

Tener un hijo, escribir un libro, TREPAR un árbol

Los ecuatorianos no tenemos estaciones. No podemos experimentar el cambio de color en las hojas, verlas secas en el suelo, no verlas o verlas pequeñas. Realmente no notamos el paso del tiempo con la misma urgencia que los países que borden lejos del paralelo cero. Pero tenemos algo a cambio: nuestras celebraciones anuales. Matt —que emigró de Canadá a Quito— comentaba en twitter que el cuenta los años en fanescas. Personalmente, prefiero contarlos en coladas moradas. Las fanescas se hacían en casa de la tía con toda la familia, pero la colada morada no. Para eso necesitábamos un horno de verdad. Ladrillos apiñados, bandejas de lata ennegrecidas, una pila de leña y alguna de mis huertas.

Casi todos los quiteños compartimos un origen humilde. Algo que tristemente se está perdiendo. Alguno de nuestros abuelos emigró del campo. Creció rodeado de sembríos y animales. En mi casa, la celebración de día de los muertos podía llevarnos a hacer pan en uno de tres sitios: Sangolquí, San Antonio o Guayllabamba. Y no faltaba nunca las historias de gallinas, del arado, pero más importante que nada, las historias del árbol de aguacate. Mis tíos, ya cuarentones, tentaban el destino volviendo a subir al árbol de aguacate.

¿Saben cuál sería un buen indicador de salud pública? El número de árboles a los que te has subido el último año. Así de simple. Esa cifra implica:

  1. Hay suficientes espacios verdes a tu alrededor y han estado ahí al menos unos años: Las áreas verdes nos protegen de la contaminación ambiental, proveen de espacios para el ejercicio, dan sombra en épocas de temperaturas extremas y reducen nuestros niveles de ansiedad.
  2. Te has entrenado lo suficiente como para levantar el peso de tu propio cuerpo: La gran mayoría de árboles cuelgan ramas sobre nuestras cabezas. Levantarse implica que puedes hacer algo parecido a un pull-up sin romperte la espalda. Que tienes suficiente masa muscular para no quebrarte en el descenso.
  3. Tienes un buen círculo social o has aprendido a contemplar: ¿Para qué demonios alguien va a querer subir a un árbol? Subir a un árbol es divertido cuando hay alguien más que te vea a hacerlo. En mi caso, lo hago para entretener a mi hija y para presumirle a mi esposa que sí puedo hacerlo. A veces también subo cuando estoy solo, de la misma manera que hay gente que hace cumbres para serenarse y sentirse dueña de su vida. En cualquier caso, son ejemplos de soltura emocional.

El 15 de mayo de 2032, el exdirector del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, Byron Villacís, dictaminó que se incluya una pregunta extra en el censo nacional de población: “¿cuántos árboles ha subido usted en el último año?” La preguntaba aceptaba números ordinales de cero al infinito. Cuando la gente respondía que ninguno, se debía averiguar la razón: “¿puede usted identificar al menos un árbol trepable a 200 metros o menos de su hogar?”, “¿cuál es el tiempo promedio que le tomó el subir a un árbol la última vez que realizó esta actividad?”, “¿cuenta usted con los conocimientos y destrezas adecuadas para ejercer esta actividad?”, “¿puede nombrar al menos un familiar o amigo cercano con quien realizar esta actividad?”

Fue una verdadera pena observar los resultados de la encuesta. Únicamente el 5% de la población había subido al menos un árbol durante el último año y sólo un 2% lo había hecho más de una vez. Una gran mayoría de personas no pudo responder si existía un árbol trepable en sus alrededores inmediatos. Esta estadística estuvo asociada al uso de auto como forma de transportación. En otras palabras, la gente que maneja ni siquiera se entera acerca de la cuadra en la que vive.

Los encuestadores reportaron problemas de codificación para intentaron reportar el tiempo promedio de escalada. Dado que en las pruebas piloto los encuestados no recordaban con exactitud cuándo habían subido a un árbol por última vez, los encuestadores fueron entrenados para narrar su subida de árbol más memorable. Escuchar “¿cuál fue su subida más memorable?” ponía a la gente contenta, pero caía en profunda reflexión al pasar a las siguientes preguntas: ¿todavía te puedes subir a un árbol? ¿tienes con quién?

Como consecuencia, se ha creado un proyecto financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo para incrementar el número de escaladas en las zonas urbanas. Algunas de las estrategias incluyen pausas activas en horas de trabajo para escalar un árbol al menos una vez al mes, adecuación de espacios que permita clara identificación de árboles trepables y una intervención para que la gente gane músculo y baje de peso. Es aquí realmente donde comienza nuestra historia.