Crecer en la Vicentina

No sé porque mi papá y yo empezamos a hablar de profesiones, que haciendo uno descubre si hay o no vocación. Me dijo que así se dio cuenta que no quería ser electricista. Eso me extraño bastante porque eso tiene mucho de lógica y ese tipo de cosas siempre nos ha gustado a ambos. A mí me encanta lo que hacen los electricistas. Siempre termino cambiando focos y poniendo enchufes. Entonces le pregunté… ¿por qué no te gustó?

«Debo haber tenido unos trece años, me fui de ayudante de don César, del barrio mismo era. Como no sabía hacer nada, me tocaba picar piedra. No me gustaba. Se me hacía pedazos la cara porque me saltaba todo el ladrillo». Trece años. A pesar de que estaba fea la cosa, le entro la curiosidad y se metió a estudiar a un instituto… «que amperios, los ohms, no sé qué nomás»

La clase empezaba 18:30. «Al comienzo yo anotaba todito pero no medí pues el cansancio». Se quedaba dormido en plena clase. Entre risas se acuerda de la expresión que le devolvía a la luz del salón de clases nocturnas:  «¡Despierten al querubín!» Duró 3 meses.

«Me metí a trabajar», «decidí inscribirme», «me retiré». A los trece años, mi papá ya tenía vida de adulto. Sé que empezó a fumar poco antes. También  me contó de su último año de bachillerato. Para ese entonces mi papá tenía años de experiencia laboral y trabajaba en La Química. Con más experiencia que el profesor, corregirlo empezó a hacerse un hábito. Levanta la mano mientras me repite las letanías de esos trimestres: «Profesor no es así», «profesor está mal».

Y siempre hay un sapo: «No pues profe, vamos apostando la jaba» Las clases eran los sábados tarde y el profesor pagaba las cervezas que alimentaban el chuchaqui del domingo. Pasaron varias de esas y todo bien pero, de repente, los estudiantes (sus compañeros) ya no le preguntaban al profesor sino a mi papá. Eso ya no le gustó. Atrapado en una situación que entre la pereza y el fastidio, fue a hablar con el profesor.

«Verá, esto no está bien. Usted es el profesor y yo soy el alumno. A usted le tienen que preguntar, así que vamos a arreglar. Mire, la próxima clase usted va a decir algo y yo le voy a contradecir frente a la clase. Vamos a apostar y esta vez el que se va a equivocar soy yo… pero usted paga las cervezas».

Terrorismo e historias

Es lunes, el tercer día de la novena del 2016. Un terrorista conduce un camión en medio de un mercado navideño alemán. Mueren doce personas atropelladas. Me sentí asustado. No por ISIS, no por temor a conocer a una víctima, no. Tuve miedo porque se habían dado cuenta. Esa gente con ideas radicales y ganas de llenar el corazón de la gente con angustia se dio cuenta de ese viejo adagio del transhumanismo: somos tecnología. No tenemos autos, sino que construimos exoesqueletos para transportarnos.

Durante mi adolescencia, las protestas entre estudiantes y policías eran tan frecuentes como los escándalos en tiempos de Trump. Uno no podía vivir sin enterarse. Dos veces tuve que salir corriendo por efectos del gas. Un espectáculo con guión pre-aprobado, topaban en la América y Ramírez Dávalos. Los estudiantes y vándalos lanzaban piedras, y los policías bombas lacrimógenas. Siempre. Si alguien de verdad quisiera romper un cerco policial, pensaba yo entonces, sólo necesitaba subirse a un carro y acelerar. Atropellar a todo el que se ponga en frente. Yo haría algo así si secuestraran a mi padre, me dije.

Lo vi el 30 de septiembre de 2010. Un conductor usó su pequeño camión para derribar a los policías que impedían el acceso al presidente herido —que dramático todo esto— en las inmediaciones del hospital de la policía. A pocas cuadras de mi casa. Ese mismo jueves, algunos policías me agredieron por pararme frente a un par. De nada, Correa. Se amontonaron a mi alrededor como perros callejeros cuando uno les muestra carne. Me empujaron a mí y a otro señor. Él tropezó, yo salí corriendo. A él lo pisaron. Yo fui tembloroso a mi casa mientras mi ex novia me insultaba, por ser gil. Entendí por primera vez el miedo al uniforme. Nunca antes se me ocurrió pensar en ellos como «los malos».

Y aquí es donde ustedes se imaginan lo siguiente. En lugar de policía es un ejército. En lugar de ser un jueves es cada día. En lugar de ser un cualquiera, es tu casa, tu pueblo, tu familia, tu hermana, tu mamá. Y aún más importante, no estás solo. Querer entender no es justificar (aquí un excelente artículo en inglés al respecto). Este tipo de historias, que conectan fácilmente con la gente, son las que escuchan esos suicidas. Son adoctrinados no sólo para estar convencidos de que tienen el derecho a lastimar a otros, sino que es un deber. Y además es parte de una conspiración aún mayor, que envuelve dioses y demonios. Y así se gana el cielo. Vas directo al cielo. Ese momento, ese sacrificio que en el cristianismo se representa por Cristo queriendo ser crucificado para salvar a su gente, eso en su versión radical. Esa narrativa es aquella con la que combatimos.

Uno no puede ganar al terrorismo sin historias que superen la imaginación de quienes adoctrinan psicópatas. Con una década torturando terroristas, el gobierno de Estados Unidos aprendió que poco se obtiene en esa clase de interrogatorios. Lo que sí funciona (y lo pueden escuchar en esta entrevista en inglés) es construir una relación personal con estas personas y ofrecerles una narrativa distinta a la que imaginan. «Hablarles de su vida familiar, hablar acerca de las repercusiones de sus acciones y ofrecerles bondad (…) cambia su perspectiva y prácticamente pone hace que se pongan en contra de su organización». Tres historias han probado ser efectivas para des-radicalizar terroristas.

  • Dios es un dios de paz: Clérigos musulmanes que dialogan con detenidos encarcelados acerca de las verdaderas enseñanzas del Corán sobre violencia y el jihad.
  • Puedes darle un futuro a tu familia: A menudo se ofrece financiamiento de la educación de sus hijos u ofrecer capacitación profesional para sus esposas.
  • Estás evitando la conversión de otros: Un programa en Indonesia utiliza antiguos militantes que ahora son ciudadanos respetuosos de la ley para convencer a los ex terroristas de que la violencia contra civiles compromete la imagen del Islam.

Escribo esto, que suena obvio y cliché, por dos razones. La primera se que los medios de comunicación son tontos útiles de quienes perpetran actos terroristas, amplificando imágenes crudas, rostros ensangrentados, lo que sea necesario para incrementar su audiencia. Su modelo de negocios tiene ese terrible defecto de estar sintonizado con aquella de los terroristas, y ese es un gran problema.  La segunda es que muy pocas personas en este continente hemos tenido la oportunidad de compartir con gente musulmana. No es justo que su «gusto en conocerlo» sean estos spots de odio que son las noticias sobre atentados terroristas.