Tener un hijo, escribir un libro, TREPAR un árbol

Los ecuatorianos no tenemos estaciones. No podemos experimentar el cambio de color en las hojas, verlas secas en el suelo, no verlas o verlas pequeñas. Realmente no notamos el paso del tiempo con la misma urgencia que los países que borden lejos del paralelo cero. Pero tenemos algo a cambio: nuestras celebraciones anuales. Matt —que emigró de Canadá a Quito— comentaba en twitter que el cuenta los años en fanescas. Personalmente, prefiero contarlos en coladas moradas. Las fanescas se hacían en casa de la tía con toda la familia, pero la colada morada no. Para eso necesitábamos un horno de verdad. Ladrillos apiñados, bandejas de lata ennegrecidas, una pila de leña y alguna de mis huertas.

Casi todos los quiteños compartimos un origen humilde. Algo que tristemente se está perdiendo. Alguno de nuestros abuelos emigró del campo. Creció rodeado de sembríos y animales. En mi casa, la celebración de día de los muertos podía llevarnos a hacer pan en uno de tres sitios: Sangolquí, San Antonio o Guayllabamba. Y no faltaba nunca las historias de gallinas, del arado, pero más importante que nada, las historias del árbol de aguacate. Mis tíos, ya cuarentones, tentaban el destino volviendo a subir al árbol de aguacate.

¿Saben cuál sería un buen indicador de salud pública? El número de árboles a los que te has subido el último año. Así de simple. Esa cifra implica:

  1. Hay suficientes espacios verdes a tu alrededor y han estado ahí al menos unos años: Las áreas verdes nos protegen de la contaminación ambiental, proveen de espacios para el ejercicio, dan sombra en épocas de temperaturas extremas y reducen nuestros niveles de ansiedad.
  2. Te has entrenado lo suficiente como para levantar el peso de tu propio cuerpo: La gran mayoría de árboles cuelgan ramas sobre nuestras cabezas. Levantarse implica que puedes hacer algo parecido a un pull-up sin romperte la espalda. Que tienes suficiente masa muscular para no quebrarte en el descenso.
  3. Tienes un buen círculo social o has aprendido a contemplar: ¿Para qué demonios alguien va a querer subir a un árbol? Subir a un árbol es divertido cuando hay alguien más que te vea a hacerlo. En mi caso, lo hago para entretener a mi hija y para presumirle a mi esposa que sí puedo hacerlo. A veces también subo cuando estoy solo, de la misma manera que hay gente que hace cumbres para serenarse y sentirse dueña de su vida. En cualquier caso, son ejemplos de soltura emocional.

El 15 de mayo de 2032, el exdirector del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, Byron Villacís, dictaminó que se incluya una pregunta extra en el censo nacional de población: “¿cuántos árboles ha subido usted en el último año?” La preguntaba aceptaba números ordinales de cero al infinito. Cuando la gente respondía que ninguno, se debía averiguar la razón: “¿puede usted identificar al menos un árbol trepable a 200 metros o menos de su hogar?”, “¿cuál es el tiempo promedio que le tomó el subir a un árbol la última vez que realizó esta actividad?”, “¿cuenta usted con los conocimientos y destrezas adecuadas para ejercer esta actividad?”, “¿puede nombrar al menos un familiar o amigo cercano con quien realizar esta actividad?”

Fue una verdadera pena observar los resultados de la encuesta. Únicamente el 5% de la población había subido al menos un árbol durante el último año y sólo un 2% lo había hecho más de una vez. Una gran mayoría de personas no pudo responder si existía un árbol trepable en sus alrededores inmediatos. Esta estadística estuvo asociada al uso de auto como forma de transportación. En otras palabras, la gente que maneja ni siquiera se entera acerca de la cuadra en la que vive.

Los encuestadores reportaron problemas de codificación para intentaron reportar el tiempo promedio de escalada. Dado que en las pruebas piloto los encuestados no recordaban con exactitud cuándo habían subido a un árbol por última vez, los encuestadores fueron entrenados para narrar su subida de árbol más memorable. Escuchar “¿cuál fue su subida más memorable?” ponía a la gente contenta, pero caía en profunda reflexión al pasar a las siguientes preguntas: ¿todavía te puedes subir a un árbol? ¿tienes con quién?

Como consecuencia, se ha creado un proyecto financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo para incrementar el número de escaladas en las zonas urbanas. Algunas de las estrategias incluyen pausas activas en horas de trabajo para escalar un árbol al menos una vez al mes, adecuación de espacios que permita clara identificación de árboles trepables y una intervención para que la gente gane músculo y baje de peso. Es aquí realmente donde comienza nuestra historia.

El cáncer institucional

Después del feriado bancario, mi familia emprendió. En esa época no se trataba de formar un start-up, ir a una incubadora o buscar inversionistas ángeles, era cuestión de llevar la comida a la olla. En la mesa del comedor, cortamos papel cometa para hacer piñatas y ollas encantadas, fabricamos troqueles para vender invitaciones de cumpleaños, pegamos las lengüetas de las cajas donde entran los medicamentos, pintamos cajas de balsa, hicimos chocolates, vendimos teléfonos antiguos que mi primo adaptaba de unos cuantos que todavía funcionaban con disco. Sobrevivimos, al final del día, gracias a una micro-empresa de productos para transporte de vacunas. Esa es mi experiencia trabajando en el sector privado, la empresa familiar.

Con esfuerzo de mis padres, y gracias a una beca de la universidad, pude acabar mi carrera de médico y empezar a trabajar. El último año de medicina —el internado— te lo pasas metido en un hospital, rotas entre médico, secretario y enfermero. Lo que haga falta. Tienes un sueldo modesto y, como pasante, recibes también las últimas lecciones y pruebas antes de ir sólo al año de rural. Dos de los doce meses de internado, sales del hospital asignado y haces una «prerrural», haces de interno en alguna zona remota del país, a mí me tocó —gracias a un convenio que mantiene con mi universidad— el Hospital Claudio Benati, en Zumbahua un poco más allá de Pujilí. Esos dos meses fueron un paréntesis en la vida de médico porque, durante ese poco tiempo, sentí lo que era trabajar en el sector privado.

Cuando uno está en el hospital público o en el centro de salud, le dice a la gente qué tiene y cómo hacer para seguir con su diagnóstico o tratamiento, uno les da información y el sistema de salud se encarga de proveer medicamentos y exámenes. Sé que a veces hay escasez, pero en mi experiencia, siempre se pudo abastecer. Zumbahua era diferente porque el ciclo se rompía en los bolsillos del paciente. Una paciente recorrió setenta y cinco kilómetros desde La Maná, para contarnos desesperada sobre lo que resultó ser una infección renal, ella ya no podía con el dolor. Le receté algo para el dolor y un antibiótico porque, de no tratarse, ese cuadro se podía complicar. Y eso fue todo, sólo tenía para regresar.

El corazón todavía se me encoge cuando pienso en ella, en la madre que «abandonó» por unos días a su hijo en el hospital —porque sino ¿quién iba a cuidar de los otros seis que tenía en casa?—, en los ancianos que se veían abandonados por sus hijos y a los niños que visitábamos porque su desnutrición no les permitía progresar. Los cuadros de tuberculosis, el cáncer infantil que se llevó a mi paciente Carlita, y mil cosas más… El sistema público de salud está para toda esa gente que no puede, así quiera, tener atención de calidad.

Pero un cáncer se apropia lentamente de este y otros tantos servicios públicos, es el cáncer institucional. Es esa creencia de que sólo quien piensa igual puede ser parte del sistema que brinda gratuitamente salud a la sociedad. Este cáncer busca suprimir la actitud beligerante y cuestionadora que es un elemento fundamental de la evolución social: “el servidor público que no está de acuerdo con este gobierno, que renuncie”, ellos le llaman coherencia, nosotros los médicos tenemos otra palabra para eso: negligencia.

Bajo ese pretexto de «lealtad institucional» se esconde una actitud irresponsable, la que dice que el jefe de piso no se puede equivocar, que nos impide mostrarle exámenes que contradigan su diagnóstico o evidencia actualizada que refute el tratamiento que prescribe. Si no te gusta todo lo que dice el jefe, te me vas. Ese juego del todo o nada, que simplemente riñe con la realidad. Pedir a los servidores públicos que renuncien, como si trabajar para la gente fuera una gracia que nos da el Estado —y no su propia necesidad— es brutal.

Gracias Denisse, gracias por no renunciar.