Ta-Nehisi Coates

Nació en Baltimore, donde dos de cada tres personas comparten su color de piel. Uno no empieza hablando de la etnia de la gente, pero si algo es recurrente en la obra de Coates es ser negro. Su padre, de nombre William, era un capitán de los Black Panther. Durante 16 años, este partido promovió una agenda política similar al actual movimiento de Black Lives Matter. Sus manifiestos buscaban libertad, empleo, el fin del robo capitalista, el cese inmediato de la brutalidad policial y los asesinatos a la gente negra, ser juzgados por sus semejantes… Su «Queremos tierra, pan, vivienda, educación, ropa, justicia y paz».  Tenían fama de violentos porque andaban cargando rifles y los ostentaban frente a la policía, la vigilaban.

”Me atraían sus armas porque las armas parecían honestas. Las armas parecían hablarle a este país en su lenguaje primario. la violencia”.

El padre de Coates era también era bibliotecario, gracias a eso Ta-Nehisi pudo estudiar en la Universidad de Howard, una universidad históricamente negra. Él la describe como «una máquina diseñada para capturar y concentrar la energía oscura de todas las personas africanas e inyectarla directamente en el cuerpo estudiantil» La Universidad contiene uno de los más grandes colecciones de Africana del mundo, y su padre era el custodio. Su interés por la escritura, sin embargo, empezó mucho antes. Cheryl Waters, su madre, castigaba su mal comportamiento obligándolo a redactar ensayos y esa sería la causa de su «fracaso». Tras cinco años en la universidad, decidió dejarla para perseguir su carrera como «escritor free-lance».

En Junio de 2014 publica The Case For Reparations en la revista The Atlantic, un ensayo de 16,000 palabras que se sumerge en «doscientos cincuenta años de esclavitud. Noventa años de Jim Crow. Sesenta años de separados pero iguales [y] treinta y cinco años de una política de vivienda racista».

«Los esclavos eran, por mucho, el mayor activo financiero de la propiedad en toda la economía estadounidense […] Se sacaron préstamos para su compra, a ser pagados con intereses. Se elaboraron pólizas de seguro contra la muerte prematura de un esclavo y la pérdida de beneficios potenciales. Las ventas de esclavos fueron gravadas y notarizadas. La venta del cuerpo negro y la separación de la familia negra se convirtió en una economía sobre ellos, que se estima trajo decenas de millones de dólares a Estados Unidos antes de la guerra. En 1860 había más millonarios per cápita en el valle del Mississippi que en cualquier otro lugar del país».

Tras hacer un recuento y no corto del abuso histórico de la población negra, Coates describe con exactitud case científica las consecuencias de las leyes y prácticas financieras en los barrios negros. Existían préstamos con bajos intereses para vivienda pero ser negro, para los bancos, era un factor de riesgo. Estas personas fueron obligadas a pactar con chulqueros para pagar cinco o seis veces el valor de una casa, la mayoría de ellos fue desalojada tras dejar décadas de su trabajo en manos abusivas. Alejados de los sistemas formales no tenían contratos para defenderse ni justicia a la que acudir.

En 1930, sólo el 30% de los estadounidenses poseían hogares propios; En 1960, más del 60% eran propietarios de viviendas. La propiedad del hogar se convirtió en un emblema de la ciudadanía estadounidense […] Ese emblema no iba a ser otorgado a los negros. La industria inmobiliaria americana creía que la segregación era un principio moral. Ya en 1950, el código de ética de la Asociación Nacional de Bienes Raíces advirtió que «un Agente de Bienes Raíces nunca debe ser instrumental para introducir en un vecindario cualquier raza o nacionalidad, o cualquier persona, cuya presencia será claramente perjudicial para los valores de la propiedad». En un folleto de 1943 se especificaba que tales indeseables podían incluir a prostitutas, contrabandistas, gángsters y «un hombre de color con medios suficientes para dar a sus hijos una educación universitaria y que por eso piensa que tiene derecho a vivir entre blancos».

Adelanta el reloj sesenta y cinco años y te topas con la burbuja inmobiliaria. Baltimore, reducto de pseudo-libertad de la población negra ha perdido millones. La mitad de las personas que recibieron un préstamo a manos de Wells Fargo fueron hechadas de su casa, 71% de las casas vacías estaban en barrios predominantemente negros.

The Case For Reparations lanza a Ta-Nehisi Coates a la fama. Se vuelve un regular en The Atlantic y empieza a contribuir a muchos otros medios. Es entonces, y no antes, que Coates es finalmente libre de escribir como quiere. Cada buena práctica del periodismo, los números, los hechos, la evidencia, eran parte de su narrativa y eso…

Eso me frustraba (…) había un efecto distanciante creado por hablar de la gente como números, ya sabes creado por hablar de la gente a través de la historia. Lo que yo quería era darle al lector algún sentido de lo que significa vivir como individuo bajo un sistema de saqueo, expresarlo, extraerlo del reino de los números y llevarlo al nivel personal.

En julio de 2015 publica «Entre el mundo y yo». Un libro que alterna entre sonrisas y lágrimas, una carta a su hijo, un retrato del rostro negro al ser golpeado por una mano bastante blanca. Ese rostro que no se mueve y devuelve la mirada, no atemorizado pero tampoco desafiante. Una mirada que tiene que medir el mundo antes de reaccionar.

Todas nuestras frases académicas —las relaciones raciales, el abismo racial, la justicia racial, el perfil racial, el privilegio blanco, incluso la supremacía blanca— sirven para ocultar que el racismo es una experiencia visceral, que desprende cerebros, bloquea las vías respiratorias, desgarra el músculo, extrae órganos, agrietas huesos, rompe los dientes. Nunca debes apartar la mirada de esto. Tienes que hacer las paces con el caos, pero no puedes mentir. No puedes olvidar lo mucho que nos quitaron y cómo transfiguraron nuestros mismos cuerpos en azúcar, tabaco, algodón y oro.

Coates habla luego de una entrevista donde él quiere explicar esto y a cambio la conductora le muestra la foto de un niño negro de once años abrazando a un policía blanco. Le pregunta por «esperanza». El escritor se puso triste pero no podía entender del todo su tristeza. Fracasó pero sabía que iba a fracasar.

Cuando la periodista me preguntó sobre mi cuerpo, fue como si me pidiera que la despertara del más hermoso sueño. Yo había visto ese sueño durante toda mi vida. Casas perfectas con bonitos patios. El día de conmemoración de la guerra, picnics, asociaciones de barrio y las salidas en auto. El Sueño son casas en el árbol y boy scouts. El sueño huele como hierbabuena pero sabe como tarta de frutilla. Y por tanto tiempo quise escapar hacia ese sueño, cubrirme la cabeza con mi país, como con una cobija. Pero esa nunca había sido una opción porque el sueño se apoya en nuestras espaldas, las sábanas y cubrecamas hechas con nuestros cuerpos. Y sabiendo esto, sabiendo que el sueño persiste  mediante la guerra con el mundo conocido, me sentí triste por la conductora, me sentí triste por todas esas familias, me sentí triste por mi país, pero sobre todo, en ese momento, me sentí triste por ti.

Esa semana te habías enterado que los asesinos de Michael Brown serían liberados. Los hombres que habían dejado su cuerpo en la calle como una especie de declaración asombrosa de su poder inviolable nunca serían castigados. No esperaba que nunca nadie sea castigado. Pero tú eras joven y aún lo creías. Te quedaste despierto hasta las 11 P. M. esa noche, esperando el anuncio de una condena, y cuando en cambio se anunció que no habría ninguna dijiste «me tengo que ir», y fuiste a tu habitación, y te escuché llorar. Fui después de cinco minutos, y no te abracé, no te reconforté porque sabía que estaría mal reconfortarte. No te dije que todo estaría bien porque nunca he creído que todo estaría bien. Lo que te dije es lo que tus abuelos trataron de decirme: que este es tu país, que este es tu mundo, que este es tu cuerpo, y que debes encontrar alguna manera de vivir con todo eso. Te digo ahora que la pregunta de cómo una debe vivir dentro de un cuerpo negro, dentro de un país perdido en un Sueño, es la pregunta de mi vida, y que la búsqueda de esa pregunta, creo yo, se responde a sí misma en última instancia.

La más grande recompensa de esta interrogación constante, la confrontación con la brutalidad de mi país, es que me ha liberado del fantasma y me ha ceñido contra el terror absoluto de la incorporeidad.

La mayoría de hombres no entendemos esto, quizá algunas mujeres sí. La sensación de no ser dueño y señor del propio cuerpo, de saberse amenazado en cada momento porque el cuerpo de uno vale menos que el capricho de otro. Es entrar en un callejón oscuro y verse rodeado de gente amenazante y con malas intenciones esperando sólo salir de ahí con lo suficiente de dignidad. Ese callejón es la vida de la gente negra. Ahí se casan, ahí conciben y crían a sus hijos. Ese terror de hacer lo que te dicen, de ser convertido en oro y algodón, esa es la incorporeidad de la que Coates le habla a su hijo.

Te he criado para respetar a cada ser humano como único, y debes extender ese mismo respeto al pasado. La esclavitud no es una masa indefinible de carne. Es una mujer esclavizada específica, única , cuya mente es activa como la tuya, cuyo rango de sentimientos es tan vasto como el tuyo; que prefiere la forma en que la luz cae sobre un punto específico en la madera, que disfruta pescar donde el agua se arremolina en un arroyo cercano, que ama a su madre en su propia manera complicada, piensa que su hermana habla muy alto, tiene un primo favorito, una estación favorita, que sobresale haciendo vestidos y sabe, dentro de sí, que es tan inteligente y capaz como cualquiera. «Esclavitud» es esa misma mujer nacida en un mundo que proclama en voz alta su amor por la libertad e inscribe ese amor en textos esenciales, un mundo en que estos mismos profesores mantienen a esta mujer como esclava, a su mamá como esclava, a su padre como esclavo, su hija como esclava, y cuando esta mujer vuelva la mirada generaciones atrás lo único que ve es a los esclavizados. Puede esperar algo más. Puede imaginar un futuro para sus nietos. Pero cuando ella muere, el mundo —que es realmente el único mundo que ella puede conocer— termina. Para esta mujer, la esclavitud no es una parábola. Es una condenación. Es la noche que nunca termina.

Cada asalto al cuerpo, dice Coates, es también un asalto a la mente, y no haya manera de escapar de eso.