Estaba Ramón en su cuarto: cortinas cerradas, cabeza inclinada, ensombrando la hoja difícilmente alumbrada por la única lámpara que, a esas horas de la madrugada, brillaba. Intentaba entrar en ese trance de escritor que le permitía redactar a la velocidad del pensamiento porque las ideas, decía él, son como las ganas de ir al baño; desaparecen cuando no les haces caso.
Nada. Un vacío en el estómago que paradójicamente también quita el hambre y medio llena el pulmón de algo que dificulta la respiración. Traga saliva y suspende el bolígrafo sobre el papel sabiendo que el momento yacía ya bajo tierra y que la mejor opción era no guardarle rencor a la soledad…