Acabo de iniciar mi internado rotativo médico. «¡Memeado!», me dijo uno de los jefes de servicio porque había llegado tarde. Según yo entrábamos a las ocho (antes de empezar a trabajar te hacen ir un par de días para que los internos salientes puedan ir a su fiesta y donde a mí me tocó se entraba a las ocho), pero resulta que estaba atrasado con treinta minutos y no al revés.
Una de las posgradistas me pedía que evolucione las historias mientras yo asentía, huía y me sentía la persona más perdida del mundo. Alguien me sacó de ahí. No recuerdo en que momento me explicaron que cada universidad tiene un tutor diferente y que debía presentarme con el mío. Apenas hablé con él, mi primera rotación en Traumatología del Eugenio Espejo la pasé con el Dr. Villegas visitando a los periféricos. «Periféricos» es como designan a aquellos pacientes de tu especialidad médica pero que no se encuentran en tu piso.
Traumatología se encontraba en la décima planta, recuerdo haber subido y bajado gradas como loco. Me da nostalgia recordar las bastas totalmente destrozadas de los pantalones azules que tras unos pocos meses perdían la compostura con tantas cosas que tocaba llevar en los bolsillos, cuando el elástico de la cintura decidía que finalmente alguien tiene que ceder. Creo que fue mi rotación favorita. Ahí perdí mi primera paciente y ahí aprendí a entender el calor humano que uno puede sentir en el hospital y cuánta falta puede hacer.
Anteayer cuando entré a mi cuarto, vi un llavero con el rostro de un Tsáchila, me lo regaló otra de mis pacientes, a la que visitaba frecuentemente en medicina interna, tenía diabetes y muy probablemente se debía amputar su pierna. Al inicio, le costó tomar la decisión pero logré que se sienta cómoda con la perspectiva de volver a caminar normalmente con una prótesis, luego hubo que acortar más el miembro, y con ello su sonrisa. No hubo cosa más dolorosa que verla ahí, sin querer decir, sin querer hacer. Te hace pensar sobre el sentido de «salvar la vida», de lo inadecuados que somos evaluando situaciones inesperadas, de como partes del cuerpo son más que identidad, son vida. Recuerdo escuchar su nombre como paciente del piso meses después. Eso es poco, uno está ahí un año entero y hay gente que estuvo desde el primero hasta el último de tus días.
Recuerdo a la señora guardia, que consiguió trabajo como auxiliar de limpieza, porque en los hospitales (y en general en todos lados) el personas de seguridad es prescindible. Las historias de la niña del ascensor, las guardias con la Carlita y su hija. Las guardias con la negra y su hija. Mi pequeña niña con cáncer… No hay nada más humano.
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