Siempre he tenido la suerte de estudiar y trabajar cerca de casa. La escuela, el colegio y la universidad estaban a diez o quince minutos de distancia. El Borja 3, a tres kilómetros de distancia, era mi extremo norte. En mi infancia mis papás contrataron a una buseta escolar, de tal manera que yo no tenía de qué preocuparme. Cogía —en Ecuador se usa ese verbo, no jodan— el recorrido con mis compañeros de nivel, el Aguas y el Pareja. Claro (en educación básica uno se trata por el apellido) todos los días a las 06:37. El chofer —en Ecuador se pronuncia sin tilde en la «o»— era increíblemente puntual y es por eso que un día… me escapé.
Me escapé porque mi mami se demoró en darme el desayuno y, según yo, me iba a atrasar del bus, yo era una persona bien portada y no iba a suceder que llegue atrasado por el carbohidrato de la mañana. Bien vestido y peinado me salí de la casa y estuve en la parada menos de un minuto. En realidad, sí me habría atrasado. Yo estaba pensando en esta decisión durante todo el recorrido. Uno empieza a filosofar en viendo ventanas desde chiquito. Esta quizá haya sido una de las más grandes proezas de mi niñez (supongo que algo así estaría pensando). Al llegar a la escuela, mi mamá estaba esperando en la puerta. Me dijo que cómo se me ocurría irme sin desayuno y, usando una técnica que hasta el día de hoy no ha sido descrita, me llevó una taza de café caliente en el Fiat. Me metió al auto y me hizo comer. Yo estaba súper sorprendido. Primero, no sabía cómo había sido tan rápida. Segundo, no entendía cómo pudo llevar la taza sin derramar el café. Finalmente, porque tomó el tiempo que tanto importa en la empresa privada para venir a darme el desayuno que, según yo, no era gran cosa. Esta es una de las memorias más bonitas de mi infancia y quería que esté aquí porque, al día de hoy, mi mamá tiene la misma preocupación que cuando yo tenía diez años. Porque sé que cuando escribo cualquier cosa en este blog, ella va a leer. Y mami, tú que estás leyendo, gracias por estar ahí siempre. Te quiero mucho.