¿Sería cuarto curso? No recuerdo exactamente cuando, pero en uno de mis últimos años de colegio participé en la final de voleibol internacional en contra del San Andrés. Ese colegio tenía a casi todos sus jugadores como seleccionados de la provincia y entre los nuestros había, si la memoria no me falla, tres —Santiago, Roberto y David— o cuatro. No recuerdo si ellos empezaron a entrenar en la Concentración Deportiva de Pichincha antes o después de esta final, lo que sí recuerdo es cómo yo la viví: en la banca. No jugar era la menor de dos incomodidades, tenía mucho miedo a estar en un partido. No me malentiendan, me encantaba jugar, lo hacía todos los descansos. Me encantaba entrenar y tener juegos de práctica pero temía decepcionar al equipo y con razón.
Era débil, pequeño y miedoso. Tengo esas tres certezas porque cada una tiene su anécdota propia. Cuando era un «chúcaro» de primer curso, jugamos un partido con gente de quinto o sexto curso. Uno de ellos, amigo de mi hermana, le dijo que yo jugaba bien pero me faltaba fuerza en brazos. O sea, era gualingo —acuérdense esta palabra porque no la van a encontrar en ninguna otra parte de Internet. Pues esa es la primera anécdota, la pequeñez es un poco más obvia. En el colegio, nosotros hacíamos fila en orden de estatura. Yo era el segundo de la fila, ¡era enano! Y así fue hasta que terminé la secundaria. Un año después de mi graduación yo regresé para los juegos pirotécnicos de mi colegio y en ese día el tercero de la fila, tuvo que levantar bastante el mentón para decirme «has crecido». Finalmente está lo de cobarde. Después de entrenar cuatro días a la semana y estar en el equipo por dos años, Pablo –el entrenador— me dijo que estaba considerando hacerme «líbero», este es un jugador que ocupa únicamente los puestos defensivos. En voleibol internacional, los jugadores rotan tras cada punto y ser líbero era perfecto para gente pequeña como yo. Me acobardé, le dije que mejor no. Pablo debió haber pensado «¿qué hace este chico en la selección, entrenando casi todos los días, si no quiere jugar en el equipo?».
Claro que hubiera querido jugar en el equipo, si hubiera tenido la seguridad, estatura y fuerza para hacerlo. Por eso, a mis treinta, jugar voleibol resultó ser algo totalmente distinto. Para empezar, ¡ya puedo hacer clavados! por ser alto; lanzarme a buscar las bolas, por valiente (y porque el piso es de arena cuando juegas en la playa); y, bueno, ya era lo suficientemente fuerte cuando salí del colegio. He disfrutado tanto estos pocos días que, le tenía que contar al mundo. Aunque quisiera levantar una queja porque (a) no me dejan devolver el saque en el primer golpe y (b) debo jugar el saque a pesar de que este toque la red. Pero bueno, toca adaptarse al futuro y a las amistades.
¡Larga vida al voleibol!