Nunca había sido tocado por una ciudad de esta manera. Nunca. Llegué la noche del 21 de febrero y, como una esperma que ignora por donde transita, me refugié en la oscuridad del Bronx. No vi la luz hasta el amanecer del veintidós. Salí del barrio y recordé a Teju Cole y su narración en Every Day Is For The Thief sobre la actitud que uno debe tener en la calle. Ni una pizca de miedo. Listo para luchar a muerte. Los criminales entrevistados en las cárceles dicen que buscan a sus víctimas en base a ese sentido de inseguridad. «Este es mi barrio» dice mi cuerpo. Tropiezo. Casi pierdo la entrada al tren subterráneo. Se parece bastante al de Buenos Aires (o viceversa). Hago fila. Compro el ticket para siete días. Deslizo la tarjeta. Me fijo en ir al polo que uno debe. Espero.
El metro es la quintaesencia de la ciudad. Me asiento lo mejor que puedo para dedicarme a escuchar, oler, atrapar. Cada neurona disparada es un homenaje a William Eisner, quien supo despertar mi interés en las distintas versiones de Nueva York a través de The Big City, El Edificio, Ciudad Invisible. Inevitable también no pensar en las guías que circulan en internet sobre cómo dibujar en el metro de NY. Tanto rostro, tanta historia, tanto silencio. La mayoría se enfoca en sus celulares o en un libro. En la tercera parada un hombre blanco, alto, de bigote pide el asiento de mi derecha. «No worries». Se coloca vertical, el diario en vertical, se vuelve a verticalizar al llegar a la estación central. Cuando se abren las puertas, sale el señor en un paréntesis que también recoge la música de un artista de estación. Esa era mi parada (porque vine para conocer a Nueva York), pero me perdí en el acto y terminé bajando en la calle séptima.
Estoy en la cima del mundo, la cúspide del Centro Rockefeller. Nueva York es el Naboo que hemos construido los humanos. Es lo que Simba sintió cuando Mufasa le dijo «todo lo que toca la luz es nuestro reino». Es indescriptible. El simple hecho de pararse ahí merece el viaje desde su antípoda o cualquier otro punto más cercano. No sé que sentir. No puedo asimilar lo que veo. No me quiero bajar. El guardia nos comenta sobre el edificio en 432 Park Avenue. «Es un edificio residencial. La persona que vive en el piso más alto pagó 95 millones de dólares por todos los departamentos de ese nivel». Un millón por cada piso debajo de él. Miro al guardia y me pregunto si no tiene el mejor trabajo del mundo, observar cada día el asombro que otros experimentan al llegar a la cima del mundo mientras vive en la cima del mundo.
Me traga el metro y esta vez me escupe (que bella sensación es subir a la ciudad) cerca del museo nacional de historia natural. Colarme por la puerta lateral hacia el subsuelo me permitió ir de menos a más. El primer piso, lleno de falsos mamíferos, era bien logrado pero nada comparado a verlos en vivo. Me digo que el zoológico de Santiago es mucho mejor. Un poco aburrido sondeo el tríptico guía y me decido por el plato fuerte. Cuarto piso a la izquierda. Me petrifico en el portal del salón. Piedra contra piedra: los restos fósiles de un tiranosaurio Rex. Esa visión exprime las lágrimas del niño que, en mis adentros, ha esperado años por ver esto. ¡Un tiranosaurio Rex! «Son de verdad», me repite. Son de verdad. Triceratops, parasaurolopus, estegosaurios. Capturada en un círculo blanco está una roca con ciento cuarenta millones de años, en sus inicios esos átomos de carbón fueron un dinosaurio que hoy toqué. Por un momento me conecté al centro espacial McMillan en Vancouver, donde toqué un pedazo de la luna… y un meteoro. Los dinosaurios, destruidos por una roca gigante, fueron eternizados en el mismo material.
De más a menos, paseo por el tercer piso lleno de mamíferos africanos, hay algo familiar en todo esto. Algo… por supuesto, este es el lugar donde transcurre Una noche en el museo. Me pongo a buscar a Pocahontas sin éxito. Transito por una vaga interpretación de la historia y termino en la verdadera entrada del museo, una sala inmensa que hospeda el esqueleto de un velociraptor y un par de herbívoros de cuello largo. Abandono el lugar por la entrada principal y cambio de película.
Mi pobre angelito ocurre en Central Park, también reconozco partes donde Goliath, de Las gárgolas se petrificó durante una noche. Es imposible no entender El Fuerte sentido de identidad que tienen los estadounidenses al caminar por este parque. Más allá de Hollywood, Central Park ofrece un refugio a aves y humanos en estado salvaje. Nueva York es naturaleza atrapada en la ciudad. Vancouver, en la costa oeste, es una ciudad en medio de lo vegetal. Por alguna razón prefiero lo primero, se parece más a mí, si entendemos que lo importante va en el centro. Escucho español en todas partes, también hay mucha piel negra lo cual ayuda a mis afectos. Me siento más en casa y me digo que es verdad eso que Nueva York es la capital del mundo [occidental].
En un café, leo Touching Strangers, un ensayo de Teju Cole sobre la obra de Richard Renaldi. Quiero hacer el experimento. Pedirle a extraños que se tomen fotos conmigo. Que se pongan tan cerca como les permita su comodidad. Después de todo es Nueva York y aquí quién quiera puede hacer lo que quiera. Hay desigualdad-diversidad, me digo. Tocando a extraños… es lo que Nueva York nos hace, y me siento extrañamente cómodo y feliz.