Podcast original en inglés por Ishmael Beah
traducido por Andrés Delgado-Ron
Vine a la ciudad de Nueva York en 1998; tenía 17 años. Ingresé a Estados Unidos con solo un pasaporte en mi mano. De alguna manera, el equipaje que tenía cuando abordé el vuelo en Costa de Marfil no llegó. Me quedé frente al portaequipajes, vi pasar una enorme cantidad de maletas, pero la mía no llegó. Y esa maleta tenía todas mis posesiones: dos pantalones y dos camisas (una manga corta y otra manga larga). Así que empecé a reírme, ni siquiera me molesté en ir a la sección de equipaje perdido para hacer un reclamo. Fui directamente a la salida.
Salí para conocer a mi nueva madre: estaba ahí parada con una sonrisa radiante, esperándome. Nos marchamos y entramos en Manhattan. Merendamos comida china en K-Mart y mi galleta de la fortuna decía «estás a punto de conseguir ropa nueva». «Que buen presagio ─me dije─ esto es genial, un nuevo inicio para todo».
Mira, lo que sucede es que vengo de un país llamado Sierra Leona. Yo tenía once años cuando empezó la guerra; a los doce años, me había convertido en huérfano porque mi padre, mi madre y mis dos hermanos fueron asesinados en esa guerra; a los trece, estaba peleando como soldado en esa misma guerra; a los dieciséis ─después de tres años de guerra─ finalmente fui separado de eso. Me llevaron a un centro de rehabilitación donde empecé a aprender sobre cómo lidiar con las memorias de la guerra.
Así que antes de poner un pie en el aeropuerto JFK, en junio de 1998 —antes de tener nuevamente un nuevo hogar, de tener una madre que estaba dispuesta a acogerme en su vida (cuando la mayoría de gente en ese tiempo me temía por las experiencias que tuve), de empezar a vivir de nuevo: porque lo único que conocí después de cumplir once años fue cómo sobrevivir— lo único que realmente conocía hasta este punto en mi vida era luchar. Esto definía como yo esperaba las cosas de la vida, no confiaba en la felicidad o en cualquier otro tipo de normalidad.
Estaba ahí en Nueva York, con mi madre, y necesitábamos dar el primer paso hacia esa normalidad. Pero teníamos muchas presiones con las que lidiar, y una de las más importantes era que yo necesitaba entrar a la escuela. Antes de venir aquí, la visa que me dieron —tras varias llamadas de mi madre a la embajada americana (y de hablarle al embajador, probablemente en formas que nadie antes había osado usar)—, fue una visa de estudiante prospectivo. Esto significaba que, una vez llegado a los Estados Unidos, tenía tres meses para inscribirme en una escuela. Si no lo hacía, volvería a mi país devastado por la guerra, a Sierra Leona.
Cuando llegué, estábamos en pleno verano, así que las escuelas estaban cerradas, pero mi madre agarró el teléfono y llamó a todos los directores en Manhattan que se te puedan ocurrir, tratando de conseguirme una entrevista. Cuando fui a algunas de estas entrevistas, se me negó el cupo inmediatamente debido a la siguiente conversación:
─¿Tienes un reporte que demuestre que has estado en la escuela?
─No, pero sé que he estado en la escuela.
En este punto mi madre intervenía para explicar el contexto. Entonces me quedaba sentado pensando: «¿qué creen estos directores de escuela? ¿De verdad creen que cuando hay una guerra en tu aldea o tu ciudad está siendo atacada, y la gente está cayendo frente a ti y corres por tu vida, te dices a ti mismo ‘debo coger mi libreta de calificaciones que está en el bolsillo de atrás de mi mochila’?». Decidí escribir un ensayo acerca de esto, el título del ensayo era simplemente Por qué no tengo una libreta de calificaciones. Con este ensayo, y algunos exámenes que tomé, fui aceptado en la Escuela Internacional de Naciones Unidas, ubicado en undécimo nivel. Fue ahí donde empezaron mis dos años de secundaria y de confundir a otros adolescentes sobre el asunto de quién era yo.
Como entenderás, no calzaba en ninguna caja. No tenía las mismas preocupaciones acerca de qué zapatos o ropa usar, así que mis contrapartes adolescentes siempre querían averiguar por qué era así. Por supuesto, no podía decirles. Sentía que no estaban listos. ¿Qué se suponía que haga? ¿Decirles durante el receso: «oigan, fui un niño-soldado a los trece años, volvamos a la clase ahora?». Lo hubieran interpretado mal. Así que casi siempre permanecía callado, no decía mucho, y esto despertó su curiosidad aún más. Querían averiguar «por qué este chico ni siquiera se hace el rudo». Cuando mis amigos hombres hacían todo tipo de cosas para parecer rudos, yo solo sonreía y me reía.
Debido a esto, pensaban que yo era muy raro y siempre soltaban algún comentario. Me decían «eres un chico tan raro». Así que les respondía «no, no, no; no soy raro, ‘raro’ tiene una connotación negativa, prefiero la palabra ‘inusual’, tiene cierta sofisticación y gravitas que va bien con mi personalidad». Por supuesto, cuando acababa de decir estas cosas, ellos me miraban y decían «¿por qué no hablas como una persona normal?». La verdad es que la razón por la que hablaba así era porque el inglés británico-africano formal que yo había aprendido era el único inglés que conocía. Cuando abría la boca, la gente se sentía incómoda, particularmente mis contrapartes adolescentes. Pensaban «¿qué le pasa a este tipo?». Algunos de ellos no se extrañaron tanto. Pensaron que tal vez provenía de alguna familia real africana, tal vez por eso mi inglés era así. Así que durante mis años de secundaria traté de hacer que mi inglés fuera menos formal, para que mis amigos no se sintieran perturbados. Sin embargo, no disputé el hecho de que fuera príncipe de alguna familia real africana, porque entenderán que ciertos estereotipos tienen sus beneficios.
Pero necesitaba este silencio acerca de mi pasado porque también me sentía observado. Me di cuenta que la manera en que me comportara determinaría más que mi futuro; por ejemplo, si permitirían a alguien como yo —un niño que ha pasado por la guerra— ingresar otra vez a una escuela de ese tipo. Con estas actitudes, este silencio, empecé a hacer amigos; para ellos era suficiente que yo fuera un chico viviendo en East Village que venía de algún país en África.
Estos chicos eran «rudos ─me decían─ porque vivimos en una ciudad ruda: Nueva York». Por ende, eran rudos. Habían estado en el Bronx y Bed-Stuy, habían tomado el tren hacia allá, visitado su escuela, se habían metido en algunas peleas allí y ganado, ¡eran rudos! Así que me decían cosas como:
─Bueno, si quieres sobrevivir en las calles de Nueva York, debemos enseñarte un par de cosa.
─Sí, seguro ─respondí─ estoy abierto a aprender cualquier cosa que puedan mostrarme.
Me explicaban cómo ser rudo… Yo les agradecía:
─Muchas gracias chicos, de verdad aprecio estos consejos que me están dando.
─No, no te preocupes hermano africano, cuando quieras.
Después me reía.
La verdad es que he estado en algunos de estos lugares de los que hablaban, estos barrios. Yo sabía que la gente que vivía ahí no glorificaba la violencia como lo hacían mis amigos. No tenían tiempo de pretender porque vivían inmersos en ella, tal como yo. Noté que estos chicos tenían una idea de violencia que realmente nunca habían vivido, la glorificaban porque nunca la habían experimentando. Por ejemplo, me di cuenta que cuando caminábamos juntos yo ponía más atención a la gente que pasaba juntos a nosotros: cómo caminaban, de dónde venían. Tampoco tomaba la misma ruta dos veces porque no quería desarrollar un hábito predecible. Estas cosas eran producto de mis experiencias. Ellos no hacían nada de esto, así que sabía que ellos hablaban de estas cosas solo para parecer rudos ante mí.
Sin embargo, disfrutaba escuchar a mis nuevos amigos, realmente lo disfrutaba, porque al escucharlos deseaba que la única violencia conocida para mí fuera aquella que imaginaba. Escucharlos me permitía experimentar la niñez en una forma que yo no sabía que era posible, una que era normal, en cierta forma. Volví a ser niño con ellos, donde nuestras únicas preocupaciones eran ir a patinar sin protección (quitabamos los frenos) y caernos en un basurero para evitar chocar con una ancianita. Estas cosas significaban mucho para mí.
Casi un año después de ser amigo de algunos de estos chicos, uno de ellos decidió invitar a diez de nosotros al norte de Nueva York, donde su familia tenía una propiedad. Nos dijo que iríamos el fin de semana para jugar paintball.
─¿Qué es eso? ─pregunté─.
─¿Nunca has jugado paintball?, ¡te va a encantar! Es un juego genial, los chicos y yo siempre lo jugamos y no te preocupes, nosotros te protegemos.
Fui con ellos un fin de semana a una propiedad enorme, con árboles, cobertizos aquí y allá, ríos que confluían en un río más grande; un hermoso lugar abierto. El momento en que llegamos, empecé a memorizar el terreno (era un hábito). Sabía cuántos pasos tomaba llegar desde la casa al primer árbol, al primer arbusto, al cobertizo; conocía los espacios entre los árboles. Así que durante la noche, mientras los demás dormían, traté de recrear estas cosas en mi mente, de memorizar el terreno. Todo esto era un simple hábito porque de donde yo venía, en mi vida previa, esto era vida o muerte; este tipo de habilidades determinaban si vivías o morías.
En la mañana, durante el desayuno, todos estaban emocionados. Decían «el juego de hoy va a estar genial». Así que después de desayunar, me presentaron al juego de paintball. Me mostraron las armas, cómo puedes dispararlas. Les permití enseñarme a disparar (estaban todos a tope); no dije nada, solo les permití enseñarme: «Así es como disparas, apuntas así». Afirmé con la cabeza, fallé a propósito y ese tipo de cosas. Después me mostraron el camuflaje, los trajes de combate y todo lo demás.
Al poco tiempo estábamos listos, los otros también estaban listos y todos estaban súper emocionados, machos, diciendo vamos a hacer esto y lo otro. Fuimos a los arbustos y uno de ellos gritó «¡Que empiece la guerra! Vamos a causarles dolor a todos ustedes, les voy a mostrar cómo se hace». Pensé que la primera regla de la guerra es nunca hacerle caso a tu oponente, pero no dije nada. Fui a los arbustos, debido a que había memorizado el terreno previamente, sabía exactamente el lugar a donde debía dirigirme. Me escondería, treparía un árbol, me escondería bajo cierta rama y ellos vendrían rodando, saltando, haciendo todo tipo de cosas que probablemente ven hacer a la gente en las películas de guerra. Mi plan era simplemente esperar por ellos y, después de que acabaran de hacer todas esas cosas y se hayan agotado, vendría por su espalda y les dispararía.
Así fue durante todo el fin de semana. En el almuerzo o durante la cena empezaron a hablar acerca de esto:
─¿Cómo es que eres tan bueno? ¿Seguro que nunca has jugado paintball?
─No, jamás he jugado paintball. Solo que aprendo rápido y además ustedes me explicaron el juego tan bien, así que ustedes son súper buenos profesores. Es por eso que juego tan bien.
Pero eso no era todo, porque los padres también estaban ahí, así que también tenía que explicarles.
─¡Es que eso no es todo! Este man aparece cuando ni siquiera puedes oírle.
─Lo que pasa es que crecí en una aldea y de niño solía ser un cazador ─les decía mientras me miraban extrañados─, entonces sé cómo mezclarme en el bosque, como un camaleón. Sé adaptarme a mi ambiente.
─Eres un tipo muy raro…, ¡pero eres un duro del paintball!
─Muchas, muchas gracias.
Empezaron a hacer equipo entre ellos para abatirme, podía verlos. En ocasiones, caminaba de espaldas y me quedaba donde empezaban mis huellas; ellos empezaban a seguirme y yo estaba detrás. Hice todo tipo de cosas graciosas que me parecían muy divertidas. En fin, en cierto punto decidí que me iba a sentar fuera del juego para que pudieran disfrutarlo y vi una sensación de alivio en sus rostros.
Cuando regresé, le conté a mamá acerca de este juego. Ella, siendo madre, se preocupó inmediatamente, me preguntó si el juego trajo algo de vuelta y le dije que no, porque sé la diferencia entre la guerra de mentira y la real; pero fue interesante para mí observar cómo mis amigos percibían lo que era la guerra.
Al día siguiente, en la escuela, mis amigos hablaron del juego y de lo estupendo que fue el fin de semana de paintball pero nunca dijeron que yo gané todos los juegos. Tampoco dije nada. Nunca más me invitaron a jugar paintball, ni se los pedí. Sabes, quería hablar con ellos… acerca de la guerra, pero sentí que si se enteraban de mi pasado, ya no me permitirían convertirme en un niño con ellos: me temerían, me verían como un adulto.
Mi silencio me permitía participar en su niñez, me permitía experimentar ciertas cosas con ellos como niño, algo que no pensaba posible debido al lugar de donde provenía. Ellos se enteraron tiempo después por qué gané todos los juegos, pero hubiera querido poder decirles antes… porque quería que entendieran lo afortunados eran al tener una madre, un padre, abuelos, hermanos, gente que los cuidaba al punto de molestarlos y que llamaba para asegurarse que estaban bien. También quería que entiendan la tremenda suerte que tenían de pretender que estaban en la guerra, en lugar de caer en ella; esa inocencia e ingenuidad que tenían era algo que yo nunca podría tener, ya no tengo esa capacidad.
Acerca del autor
Ishmael Beah, nacido en Sierra Leona, figura en la lista de autores exitosos del New York Times por sus libros «Un largo camino: Memorias de un niño soldado» y «Radiance of Tomorrow: a Novel».
Es embajador de buena voluntad de Unicef y defensor de los niños afectados por la guerra, también figura como miembro del Comité Asesor de Niños de Human Rights Watch.
Vive en Nouakchott, Mauritania, con su esposa e hijos.