Tras una noche asquerosa ―cabezear, ver la hora, scroll, scroll, scroll, bloquear pantalla, soñar con el feed de noticias, instagram, videos de youtube― abrí los ojos, en ciclos. Once, una, cinco. Las cinco es buena hora. Estiro el cuello, amaso la almohada con la nuca, trueno la espalda… todo duele y los ojos arden; me detesto.
Desbloqueo el celular y empiezo la masacre. Chao Instagram, chao YouTube, chao Reddit, cerrar sesión en Twitter, iniciar sesión en Facebook, Settings, Información personal, Desactivar cuenta, Razón: no volver jamás. Renuncio. Nunca he estado más convencido que la prisa es el mal paso. Quiero que mis únicos apuros sean correr hacia la leche hirviendo, antes que se derrame en la hornilla; a la ropa que se moja con lluvia súbita de Quito; a orinar después del cine.
Me convenzo de que cambiaré las lecturas rápidas por libros. Soy comprador compulsivo y he terminado quizá uno por cada tres en el librero. Nueva regla: leo un libro, compro un libro. Tras acabar con Maus (Spiegelman), La vida es buena si no te rindes (Seth) y Virgina Woolf (Gazier & Ciccolini); por ejemplo, me doy el lujo de comprar los dos tomos de la comunidad (Tanquerelle & Benoît). En fin, leeré libros. Renuncio también a las noticias y su vástaga ansiedad infame.
Tras una noche asquerosa: la mañana. Las almohadas a manera de alfombra, mala puntería en el tacho de basura, escoger prendas entre la ropa sucia. Me detesto (y como la depresión es el pretexto para no lavar ni un plato, ya no soy el único). ‘Limpiemos la casa’. ‘No quiero limpiar la casa’. ‘Entonces ¿qué quieres hacer?’. ‘Nada’. No estoy seguro, tal vez una máquina de escribir. Es una manera de tentarme a escribir, sin conectarme, pero me visualizo odiando mis borradores y multiplicando mi talento de crear desperdicio.
Y sí, la mañana estuvo horrible, pero amaneció soleado. Lancé unos globos por la ventana y al rato rapté a lunbebé para recibir sol en el jardín. Los abuelos chochean, los vecinos chochean, la mamá (a regañadientes) chochea. Al final, acordamos salir en auto. Bordeamos los atavíos del metro y, vía La Vicentina, llegamos al Parque de Guápulo.
Lo abordamos por el borde sur, donde las enredaderas del muro corren paralelas a un pequeño riachuelo, lateral al camino de piedra. En el otro borde, varios árboles gordos y altos forman una sombra bastante agradable. ‘Aquí es donde me caí’, donde dice NO PISAR. Nos turnamos para cargar a lunbebé porque el terreno irregular inutiliza al coche. ‘Este es mi nuevo lugar favorito’, dice mi esposa, tras ultimarme que ahí festejaremos el primer cumpleaños de Alice. ‘Ahí puedes jugar con tu tío Washo’, mientras señala una familia pateando la pelota, ‘ahí con tu amigo Gilberto’. ‘Primo’, le digo. ‘Es primo de mi mami. La mamá de mi mamá se llama Carlota, ella tenía una hermana: Angélica, la mamá de Gilberto’.
El primo nos cae bien, su pequeño terreno fue el lugar que escogimos para la boda. Además de ser un lugar feliz, está en San Antonio, la ciudad de mis abuelos maternos y del padre de Andre. El primo fue periodista y, al día de hoy, aún mantiene un agudo sentido del humor. Fundó una asociación ficticia en la familia y nos hizo elegirlo presidente. Cada vez que nos reunimos bromea sobre las próximas votaciones. Alguna vez, incluso tuvo el descaro de publicar las ofertas de campaña en la vitrina de su tienda. La gente preguntaba, todos reímos. Un personaje. El día que invitó a la familia a conocer el terreno, sus viñedos aún no estaban listos; para salvar el honor, les amarró unos cuantos racimos de uvas para presumir lo bonitas que estaban.
El parque estuvo bien. Nos cambió las aires (ya no me detestaba). Al suroriente, hay un cerro inmenso lleno de bosque que inspira quedarse echado en el verde césped para dormirse un día y medio. Hay poca gente, comida rica aunque no perfecta. Ladrones mirlos, los mejores ladrones. Pero a todo le llega el tiempo y un poco hartos de las arenillas, dejamos el parque para ir al Centro de Arte Contemporáneo.
Lunbebé se quedó dormido así que nos tocó aguantar su malgenio por querer ponerla en el coche. Vimos dos exposiciones, la tecnología somos nosotrxs (que se confesó posmoderna en esa equis) y algo del archivo del Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera. La primera expo empezaba al fondo (pero a la izquierda). Sala uno: guía sobre cómo hacer chicha, ocho tipos de grano, olor a fermento. Después, las semilluchas (normal) y, al virar la esquina, unas gafas de realidad virtual que colgaban de su mal olor. ‘Disculpe, ¿cómo funciona?’. ‘Está dañado, aquí dice, ¿sí ve?’. Más allacito, una composición de varios artistas ambateños (saludos José Luis Jácome), fusionaba arte preincaico con cyberpunk, fue mi parte favorita.
Andre, en cambio, quedó encantada con las pinturas de Segundo Ortiz que, en blanco y negro, había retratado cuatro barrios de Quito. Lunbebé hizo un amigo que le doblaba en edad. El niño ya extendía la manito como diciendo hola y se enamoró de mija. Era el único de la familia con cabello corto. El encuentro fue efímero precisamente por las pinturas de Don Ortiz: ‘Andy, ven a ver’. Tuve que mentir el ‘ya vuelvo’.
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