Decirle a papá que no me quiere
¿Ustedes tuvieron crisis de adolescencia? Yo sí. Hubo una época en que me dio por provocar reuniones familiares a la hora de la cena. Nos sentábamos en la misma mesa que aparece en todas las fotos de cumpleaños, las cortinas cafés de fondo y una lámpara cubierta de tela colgada desde el techo, ubicada a casi un metro, como en una mesa de billar.
—¡Tú no me quieres!
—Claro que te quiero.
—A ver, demuéstrame, dime una sola cosa que hayas hecho para demostrar que me quieres.
Papá no es bueno con las palabras. Mejor dicho, es súper bueno, de vez en cuando la gente me pregunta de donde saco mi lenguaje rebuscado. La verdad es que papá habla así. Es bueno con las palabras, pero rara vez las usa. Mi mamá siempre trató de convencerme que sea más así. «Fíjate como tu papá siempre está callado, pero cuando habla todo el mundo se queda admirado de lo que dice». Digamos que papá economiza palabras. Entonces sacarle alguna explicación incómoda rayaba en la tortura. Ahora que soy padre, me imagino lo escabroso que fue tener esa conversación que leen arriba.
Pero papá tenía la respuesta y me la dijo. Y mamá tenía razón, me dejó callado. Me hizo reevaluar todo mi sesgo de un papá carente de afecto. Papá demostraba su afecto cuando estábamos acostoados viendo tele, estiraba el brazo y me acariciaba de forma casi imperceptible. El gesto era pequeño pero lo había repetido tantas veces que incluso hoy su recuerdo me saca una sonrisa.
Ver a papá ser abuelo
La primera vez tuve que preguntar directamente, pero los mimos de papá hacia mi hija fueron su confesión de parte. Nunca había visto tantas sonrisas, tanto cuidado, tanta anticipación. Cuando anunciamos nuestro embarazo, mamá se puso nerviosa, pero papá no. Sonreía, desde el primer momento sonreía y ahora mismo creo que nació para sencillamente ser abuelo. Ese abuelo fue mi papá. Y aunque no tengo recuerdos, tengo esta certeza de que fuimos inmensamente felices ese tiempo.
Jugar billar con papá
Desde la primera vez que fuimos a la casa del «Boli» en el Condado. Cada vez que podíamos apropiarnos de las mesas en las hosterías por vacaciones. Cuando finalmente tuvimos agujeros en la casa y podíamos subir a la terraza cada noche a aprender las reglas de algo que no fuera billar ecuatoriano. Cuando estoy triste, diera todo por poder subir las gradas y chocar una bola contra otra. Sé que papá estaría conmigo pocos minutos después.
Ir a comprar pan con papá
Crecer es la magia de experimentar algo por primera vez. Es estúpido, pero la primera vez que papá me encargó sostener las dos leches vita en el viaje de regreso fue una experiencia increíble. Sentarse finalmente en el asiento de mamá, recibir la funda caliente que tenía que estar abierta porque el pan acababa de salir del horno. «Dos injertos, dos redondos, dos biscochos» o «cuatro labrados y dos cachitos». Salir de noche en auto, aunque sea para manejar esas tres cuadras. Mover la barilla y subir la puerta lanfor. Trabar el garage pero sin usar candado, porque regresábamos en diez minutos. Tantas experiencias pendejas que son tan emocionantes las primeras veces. Papá y yo no hablábamos, hacíamos. Por eso la distancia es dolorosa. Porque hay cosas que las videollamadas nunca podrán solucionar.
Hornear pan con papá
Primero en Sangolquí y luego en Guayllabamba. Sentarnos todos a la mesa, esperar que leude la mezcla. Encender la leña y esperar que amaine el fuego. Papá cubierto con mitones ennegrecidos por años de hacer lo mismo cada 365 días. Latas negras. Piedras negras. Hollín que ha calado en las grietas de los techos de paja y madera. Papá sudando con una pala de madera larga como un limpiador de piscinas. La familia paseando por los sembríos. Años atrás, divirtiéndonos entre maizales. Arrancando la caña y chupando algo de azúcar de choclo en el mejor de los años. Papá pidiendo que le guarden llorones porque son sus panes favoritos.
Ver nuevamente a papá
Otra vez y siempre, apenas acabe la pandemia.