El regalo más memorable de toda mi vida fue el Nintendo que recibí a los seis años, cinco meses y veintidós días de haber nacido. Ningún regalo ha logrado sorprenderme y emocionarme tanto al mismo tiempo. Mis juegos favoritos eran Super Mario, Circus, Mario Bros, Galaga y el “juego de las motos” que claramente necesita un mejor departamento de marketing. No tenía los “casetes” que todo el mundo soplaba porque todos los juegos estaban integrados en la memoria del sistema. Y aunque no diría que fue mi primer vicio, si era una de esas cosas que costaba dejar a un lado.
A los trece años, recibí algo bastante parecido, un emulador de Sega Génesis en formato CD. Amaba tanto Gunstar Heroes, Sonic 2 y 3, Earthworm Jim, entre tantos otros. Pero si caí presa de un juego en específico, fue “Dr. Robotnik’s Mean Bean Machine”, el hijo no reconocido de Tetris y Candy Crush. La idea del juego era hacer desaparecer unas bolas de colores con ojos que venían de a dos. Podías reposicionarlos para que apunten hacia cualquier punto cardinal y tenías que ser consciente de que, a diferencia de tetris, las piezas se separaban por efecto de la gravedad. Las bolas desaparecían si al menos cuatro de ellas estaban en contacto. Tiene otros elementos más, pero esa es la esencia del juego. Minbin fue mi primer vicio real. Llegar al último nivel fue un reto verdadero al que le acompañaron muchas tardes de intentos de mi ñaña y míos, de dar y darse ánimo, mientras intercambias unos cuantos «¡Ya, me toca!»
Y cuando digo vicio, lo digo en el sentido literal. Podía decirme a mí mismo: «Mí mismo, ya no vas a jugar este juego». Me echaba unos tantos manojos de agua fría, borraba los accesos directos y ponía el CD lejos de mi alcance. Pero obviamente eso no duraba demasiado. Creo que incluso lo rescaté del basurero del estudio un par de veces.
Nuestra computadora se encontraba en el estudio, que era más bien un anexo improvisado con ventanas bastante desubicadas. En otras palabras, era frío. Mis manos tampoco son muy buenas manejando la circulación. En mi familia circulan los genes de la enfermedad de Raynaud y es común que el frío nos atorre los dedos. Sea cual sea la causa, un día estaba jugando minbin y me sentí tenso. Me obligué a cerrar el juego porque temblaba como si hubiera tomado siete tazas de café. Como si se tratara de una película, puse el CD entre mis dedos y empecé a juntarlos hasta que la tensión hizo que esa cosa se partiera por la mitad. En retrospectiva, agradezco que hubiera tenido un vicio tan tangible, no tener idea de dónde conseguir una copia o saber de la existencia del juego en línea en una época en la que todavía se secuestraba la línea telefónica de la casa para acceder al internet.
Mi vicio más reciente es mi celular. He tenido semanas donde el promedio de tiempo en pantalla rebasa las siete horas. Honestamente no sé cómo puedo pasar tanto tiempo allí. No voy tanto al baño y tengo una jornada laboral de tiempo completo. Pero uso el celular para arrullarme, para ver qué ropa ponerme, para escoger la música que suena o reconocerla. Con o sin notificaciones, me da curiosidad si tengo nuevas tareas en el trabajo o si me han llegado revisiones de los artículos científicos que he sometido hace meses o años. Quiero estar al día en los estados, me emociona que alguien me escriba, y si llego a dar click en un corto de YouTube o un Reel de Instagram, podemos despedirnos de que se hagan las tareas domésticas.
Borras las aplicaciones no me funciona. Los temporizadores tienen el sí flojo y el no negociable. No me gusta darle mi teléfono a otra persona y tengo todas las excusas para conservarlo a mi lado. Muchas aplicaciones me piden autenticar a través de un mensaje, una llamada, o una aplicación específica—incluyendo la universidad donde trabajo. Extraño a mis amigos y familia todos los días, aunque jamás nos escribamos, y esa es la única pseudo-relación que tengo con ellos. Si es que salgo, siempre puedo atender cualquier requerimiento desde el teléfono. Así pago las facturas, así me entero que tengo que pagarlas. Hago compras, agendo reuniones, escucho podcasts. Estoy tan metido en el ecosistema de Apple que de ley se daña algo si decido dejar de usarlo. Paso tanto tiempo en el teléfono que mi cuello se está desviando paulatinamente a uno de los lados. Mi escápula izquierda está a punto de salir volando. Tengo tanta expectativa que me estoy olvidando que hacer que las cosas pasen es una opción a cuando ya nada pasa, o que pasen tantas cosas y uno sienta nada.
Hace una semana me compré el hijo no reconocido de un smartphone y un dumb-phone, el CAT S22 Flip. Revisé cada una de mis aplicaciones instaladas para asegurarme de no perder nada, respaldé mis fotos, desactivé iMessage y borré mi cuenta. Mi nuevo flip phone tiene un teclado físico y una pantalla táctil demasiado grande para mis dedos. Aguanta Whatsapp pero se traba si uso una dirección nueva en Google Maps, tiene Uber pero me esconde el código que tengo que darle al chofer. Tiene un slot para memoria micro SD pero cuando la conecto no puedo transferir los archivos y aplicaciones. De seguro es mi culpa porque borré muchos archivos del sistema operativo porque usaban mucha batería. También instalé un teclado T9 para poder escribir letras a la antigua: a, espacio, jkl, a, espacio, a, mn, t, ghi, abajo, g, tu, a. La época en la que compraba paquetes de dos mil mensajes al mes fue una de las mejores etapas de mi vida.
El primer día sin mi iPhone mini 12 fue interesante porque mi cerebro se olvidaba de lo que hice y buscaba el celular cada cuarenta minutos. Viendo tele, acostado en la cama, incluso en medio de una conversación trivial. ¿Quién me puede culpar? La vida no fue diseñada para satisfacerme y los momentos de entretenimiento están distribuidos mediocremente. El segundo día fue más interesante. Dejé de percibir la falta de estimulación como soledad y desinterés ajeno. Recuperé un poco de autonomía, leo y escribo un poco más y dibujo más sesudamente, reemplazando escenas con guiones gráficos. También estoy insoportable y malgenio. Los vicios están ahí para ayudarnos a lidiar con dolores y desesperanzas. Así que también hay más de eso.
En fin, quería compartirles un poco de mi experiencia. Sé que mi tiempo en pantalla está muy por arriba del promedio así que no creo que esto le sirva particularmente a nadie, pero los vicios son todos parecidos. Si quieren aprender más del tema (y entienden inglés), les recomiendo unos cuantos episodios para darles perspectiva y herramientas:
Hablando de eso, creo que lo peor viene después de la segunda semana y hay que aguantarse al menos un mes, pero idealmente un año ¡Deséenme suerte!
One thought on “Mamá, soy adicto”
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