Justo fue, en sus tiempo, un pecador vigoroso. Midió fuerzas, calculó distancias, se quitó lo pesado de sus ropas y alcanzó lo que en un inicio parecía una isla y que más tarde terminó siendo archipiélago. Geografía no sabía, de eso no hubo mucho en la escuela donde a duras penas alcanzaban las bancas, donde no hubo ni paredes ni ventanas, no sabía donde estaba. Con la paciencia del que no tiene prisa se sentó a beber lentamente un trago de agua lluvia, no por salud sino por obligación.
El amanecer llegó como una cálida toalla en la tarde de carnaval, pero sin los regaños de la madre y las risas cómplices del pobre. En ocasiones como estas, pensó, sería mejor tener a los padres muertos, pues así se tendría la certeza de que a uno lo están acompañando. Y entre estas y otras reflexiones buscó al taita Vicente, a la abuela Charito y uno que otro tío postizo a quien caerle bien, y entre familia decidieron.
El ecuatoreño varado en la isla era un alma de bien, con deseos de paz, pero sin ganas de lucro, con desidia de su antigua vida, pero sin tendencias suicidas. Y si lo analizaban más a fondo, el muchacho podía resultar hasta naturalista y estoico.
Claro está esta conclusión fue compartida por la gente del otro lado “porque al pobre ahijado jamás se le hubieran ocurrido estas palabras”. Y es así como poco a poco sintió curiosidad por saber… Empezó sacándose las ropas y ya seco, buscó comida, más agua, alguna posible mascota.
Al otro lado de la isla, la ansiedad hecha carne llegó jadeando a la orilla, procedente del mismo barco y con mucha más ropa, Alberto había esperado lo peor desde un comienzo, es más, él sabía que esto iba a pasar, se lo había dicho a su madre cuando le metió los billetes bajo el saco que celosamente cargaba.
Torpemente sacó el primer billete y lo tendió en la arena sin pensar que la brisa también estaba de visita en el lugar y que de ser más precavido no tendría que haber perseguido a los billetes, tropezar un par de veces antes de alcanzar un papel igual a tantos otros en este mundo.
No importa cuanto discutiesen los ancestros del ecuatoriano, igual no los iban a escuchar, así que optaron por ayudar algún moribundo, cualquier médium en prácticas, otro ateo que en sus interdiálogos intentara convencerse de que no existe Dios, ahí si los escucharían.
En la isla no hay muchos lugares hacia donde ir y es normal que el ecuatoriano y el ecuatoreño terminen encontrándose, y bueno, si había alguna otra cosa que le resultara graciosa a la brisa era el hecho de ver al uno observando las bolas del otro con la boca abierta, es deber callar lo que la brisa pensó en esos momentos, pero ningún silencio resulta suficiente, pues al parecer Justo algo de eso escucho y hecho a reír, no se sabe si por burla o vergüenza. Finalmente terminó llevándose las manos a sus partes para después acercarse lentamente.
Alberto era un hombre de modales y algo asqueado se acercó para dar la mano y bueno, no supo que hacer cuando el nuevo extraño se la extendió. Optó por levantar la suya y dejar las cosas en un «Hola ¿Cómo está?».
Justo, presuroso dio media vuelta para ir hacia donde se encontraban su ropas, mientras explicaba a su nuevo compañero a donde iba. Uso en un principio su mano libre para cubrir lo que le quedaba de espalda pero al cabo de cierto tiempo, dado lo inconveniente del camino, optó por desusarla.
Ambos vestidos las cosas cambian, Justo se lava las manos y se presenta como un caballero, preguntando al desconocido de donde viene, tras escuchar exclama. “Oh, el mismo barco. Es una lástima que le pasara esto pero que bueno que llegó aquí”. Y aunque solo haya sido cuestión de horas, él se sentía el dueño de la isla dando la bienvenida al nuevo huésped.
Alberto se encontraba algo fastidiado de la situación, de la compañía, del diálogo, de cómo la vida se burlaba de él, tan frustrado estaba que en lugar de hambre tenía gastritis, cansancio, estupor. Prefería no pensar en dónde estaba, no perder tiempo haciendo la pregunta… ¿Cómo vamos a salir de aquí?- pensó. Justo no respondió.