Braulio cabalgaba en la ciudad, no es que haya nacido en el campo y nunca llegó a calar tras la migración que es común en la gente de su clase. Era más bien un citadino que decidió crear una disrupción en la cultura, por diversión. Un fin de semana al mes, tomaba vestimentas sencillas, no siempre limpias y alquilaba un caballo en el parque La Carolina, le pagaba al dueño mucho más de lo acordado para el paseo rutinario y empezaba a andar por la Av. Amazonas hacia el norte.
Iba en contravía, ver un animal de frente era algo que asustaba mucho a los quiteños, los progenitores directos de la mayoría los habían protegido de la naturaleza, su impredictibilidad y la inevitable necesidad de relacionarse con lo desconocido que resultaba de ello. El quiteño y la naturaleza tenían su más íntima relación en el paraguas.
Tomaba la izquierda en la Av. Eloy Alfaro, aquí prefería ir por la vereda y después de andar unos pocos minutos llegaba al lugar donde siempre se sentía tentado a ingresar a la pista de bicicletas, se imaginaba a sí mismo en YouTube, se preguntaba cómo reaccionarían los cascos del animal con el concreto de la pista, se reía con su idea de ponerles llantas.
Braulio se detuvo a comprar unos cevichochos, mientras el caballo olfateaba el costal de maíz, luego de un rato lo olvidó y se puso a pastar, la casera le pasó la tarrina de espumaflex, sólo tenía un chocho, él reclamó pero la casera parecía estar apresurada y le decía que se apure comiendo el chocho “¿será una muestra gratis?”, se preguntó. Supo horrible, le pasaron un vaso de agua, alguien gritó porque siempre masticaba en lugar de tragar. La enfermera lo llevó a descansar.