Estaba Ramón en su cuarto: cortinas cerradas, cabeza inclinada, ensombrando la hoja difícilmente alumbrada por la única lámpara que, a esas horas de la madrugada, brillaba. Intentaba entrar en ese trance de escritor que le permitía redactar a la velocidad del pensamiento porque las ideas, decía él, son como las ganas de ir al baño; desaparecen cuando no les haces caso.
Nada. Un vacío en el estómago que paradójicamente también quita el hambre y medio llena el pulmón de algo que dificulta la respiración. Traga saliva y suspende el bolígrafo sobre el papel sabiendo que el momento yacía ya bajo tierra y que la mejor opción era no guardarle rencor a la soledad…
Ahí estaba yo, sentado frente al televisor, recibiendo los destellos de cada uno de sus cuadritos tricolores, molestado por su sonido que poco combinaba con el ventilador de la laptop, el cual seguramente debía reemplazar. Los audífonos en las orejas estaban solo ahí por negligencia; y mi mirada… podía estar en cualquier lado pero realmente se posaba en mis adentros, es extraño como la gente menciona que Sutano o Mengano anda ‘con la mirada perdida’ cuando está justo detrás del nervio óptico.
Apoyado contra la pared, mi cuello sufre el desgano que me acompaña desde hace un par de semanas, poco a poco los músculos van formando alianzas, y esas contracturas no permiten que la sangre oxigene mi cerebro adecuadamente, estoy de mal genio. No he obtenido trabajo en estos días, aparentemente todo el mundo requiere contratar personal para atención al cliente. Nunca he sido bueno con la gente, me va mal; en las entrevistas no lo puedo ocultar, la competencia asiste en terno y tal vez por eso no recibo la cortesía del ‘no nos llame, nosotros le llamaremos’.
Dos meses atrás perdí mi trabajo debido a la automatización de los sistemas de distribución en bodegas, yo guardaba el inventario, era de los importantes pero ahora no era necesario, desde que la persona le decía al Siri de su iPhone lo que quería hasta que el cliente ponía su pulgar en la tablet del repartidor, todo estaba automatizado.
Ahora tenemos semáforos donde antes hubo policías, máquinas expendedoras donde antes estuvo Doña Rosita, instagram con doce empleados donde antes estuvieron los dos millones de Kodak, software de detección de voz donde hubo secretarias, por Dios yo compré mi último libro en internet, para escucharlo en una computadora. ¿Será que hay una tendencia natural a la automatización?
Siempre le eché la culpa a la codicia de los millonarios, dueños de grandes empresas que preferían esclavos electrónicos que no reclamaran su seguro social, ni buscaran salir temprano para dormir, o pasar con su familia, ni hablar de jubilarse. Pero ahora me veo a mí como en estado de hibernación, respirando casi sin darme cuenta, dejándome llevar por pensamientos aleatorios como una máquina cuando procesa uno de sus tantos algoritmos. Desmotivado, siento como yo también me estoy automatizando, si no me molestara mi familia, si ese teléfono no sonara, si el chat no emitiera ese fastidioso sonido que me obliga a atender, estoy seguro que seguiría quieto sobre mi estación, esperando una nueva orden, ahorrando toda la energía posible, quejándome solamente cuando me estoy quedando sin batería…
Juan no es pescador y ahora con sus antebrazos y pecho pegados al madero de la barca tiene miedo, estira los muslos para impulsar el navío, frente a él se encuentra ese enorme vació de agua y sal… ese vacío resbala por sus mejillas y frente a él, el océano resulta pequeño.
Esta es la historia del hombre que nació hace varios siglos ya. A él le contaron que la Tierra era plana y, en su afán de sentirse bajo el abrigo del sol, caminó, nadó, escaló sin encontrar el borde.
Cuatro generaciones después estábamos construyendo cohetes.
Con una mezcla de miedo y asco, Daniel levantó el cartón mojado del piso. Ya saben, uno encuentra toda clase de insectos bajo la humedad, cualquier cosa que encontrase debía por lo menos tener seis pares de patas. No alcanzó a alzarlo completamente cuando el cartón cedió en uno de sus pliegues y se rompió, golpeando a Johnny, quien la noche anterior no había encontrado mejor refugio que este, a las afueras de un almacén de electrodomésticos. Johnny tenía solo cuatro extremidades, pero se sentía un insecto… Daniel corrió.