Rara vez tuve problemas de conducta durante mis primeros años de escuela. Me portaba tan bien que los profesores castigaban a toda la clase, excepto a mí. Objetivamente, era el estudiante mejor comportado y el que tenía las mejores notas. Siempre ponía atención, apuntaba todo, sabía todas las respuestas. Todo era perfecto hasta que un día decidí no poner atención. Era una clase de inglés de quinto grado y desvié mi atención de la profesora a uno de mis compañeros. No tengo idea de qué me entretuvo, pero aún recuerdo lo que sucedió después. La profesora me preguntó algo porque no estaba poniendo atención. No supe la respuesta. Y ella me preguntó con profunda admiración «¿qué te pasó?» Y ese fue el evento más desagradable durante mis años de escuela. Sí, fui el estudiante modelo.
Les cuento esto para que sepan por qué esperaron hasta el sexto grado para llamarme al psicólogo. Sencillamente nunca di motivo. No fui sino hasta la evaluación colectiva previa a la graduación. La psicóloga fue muy amable. Mis padres estaban allí. Tengo vagos recuerdos de lo que sucedió en la reunión, recuerdo que conversamos sobre el contraste entre mi comportamiento en la escuela y lo inquieto que era en la casa. Al final de la sesión, la psicóloga me dijo que debía dejar de separar ambos mundos y tratar de divertirme más en el colegio (ahora que iba a la secundaria). Yo era bastante bueno obedeciendo, así que le hice caso.
Después del primer mes de clase en el colegio, llegaron las libretas de calificaciones. Hasta ahora recuerdo el shock emocional de mi mamá cuando vio mi nuevo promedio: 17.33 de 20 puntos. Estaba desecha. Siempre fui un alumno de sobresalientes (19 o 20). En cambio, David Acosta, nunca había estado tan feliz. «El Acosta» fue uno de mis compañeros de grado y apenas se enteró de mi nota se fue saltando de alegría (ahora me rebasaba por un par de puntos). Por supuesto, me hubiera encantado tener un promedio alto, pero la verdad es que no me importaba. Ahora el colegio también era un lugar para divertirme y no únicamente un templo del saber. Evidentemente no todo iba mal, hubo clases en las que despuntaba (primero matemáticas y luego física), pero esas eran materias en las que era extremadamente difícil equivocarse. Vamos. Si te ponen una ecuación al frente, solo hay una forma de solucionarla.
Me gradué sin honores (igual que en la escuela) y después procedí a la importante carrera de no hacer nada. En serio. No hice nada. Me habían hablado tanto de la importancia de escoger la carrera adecuada que cuando llegó el momento preferí la parálisis. Tuve la suerte de salir «no favorecido» para el servicio militar obligatorio y así pude eludir la terrible responsabilidad de elegir una carrera. Y no es que mis padres no trataran. Me llevaron a un psicólogo vocacional que me dijo que podía «seguir lo que quiera», aunque recomedaba algo que no sean física o matemáticas. También hice una prueba costosísima después de visitar una feria de carreras. Lo bueno es que no pagué. Es una historia corta así que la contaré de paso.
Fui al centro de exposiciones Quito y uno de los stands ofrecía pruebas gratuitas para saber qué carrera seguir. Te daban un papel con el nombre y el número de teléfono. La feria estaba a reventar así que yo llamé después de pocos días e hice cita. Era un edificio nada llamativo, una oficina pequeña, pero la prueba era claramente más compleja que cualquier otra prueba de afinidad. Me demoré noventa minutos. Cuando acabé de llenar todos los cuadros (era una prueba semiautomática), las hojas iban a una máquina que imprimía los resultados (el operador balbuceó algo de una patente extranjera y de una impresora que cuenta el número de impresiones). El representante de la empresa vino con un sobre que no estaba sellado y me pidió que pague unos 150 dólares americanos. Entonces me reí —incluso hoy esta historia me da risa— y le expliqué que no tenía dinero. Le recordé que su empresa distribuía papeles promocionando una prueba gratuita y que vine por eso. El señor trató de convencerme, pero era como querer agarrar arar en medio de un tsunami. En serio, no tenía dinero. No sé qué tan «accidental» fue esto o si ese era su modus operandi. Al final, el señor dijo que podía hacer un trato conmigo. «Después de todo, tus resultados ya están impresos». Su idea era que le pague con información. Que le de los nombres y números de teléfono de todos mis compañeros de colegio. Fácil. Meses antes de graduarme, me dieron un directorio telefónico con nombre, foto y teléfono de cada uno de los alumnos del colegio (sí, en serio). Le expliqué esto al señor que tenía al frente y seguro quiso matarme cuando concluí con «pero no sería ético». Al final, claudicó. Mi personalidad y cerebro estaban entrenados para ser… redoble de tambores… traductor e interprete.
Si hubiese tenido un poco más de visión de mundo, hubiera tomado su consejo. Me encanta traducir textos. No solo aprendes cosas nuevas durante el trabajo, sino que te expones a varias temáticas, conoces gente nueva (aunque sea de forma impresa) y te expones a culturas distintas. Encuentras patrones comunes entre tu lengua y otras y, en general, amplías tu visión como generalista. Además, las pocas veces que he hecho de interprete simultáneo me han felicitado, y eso que traducir a gente como Julian Assange no es nada fácil. En fin. Yo también traté de encontrar la senda adecuada, aunque nunca hallé nada concreto.
Elegí medicina (esa sí es una historia larga). Todavía vivía en casa de mis padres y creo que mi hermana estudiaba teatro. Nuestra situación económica no era de las mejores, pero esa era una preocupación de mis padres. Yo apenas lo notaba. Si algo de bueno tuvo mi vida es que me hizo estoico. Siempre tenía lo que necesitaba porque ir en bus, leer libros y contemplar la vida son lujos harto baratos. Ahora, estudiar medicina en una universidad privada no resultó barato. Mi única opción era obtener una beca lo que implicó estudiar bastante. Recuerdo que me dormía leyendo y me despertaba con una alarma a las 04:30 de la madrugada. Llevaba libros a las salidas familiares o sino simplemente me ausentaba. Volví a ser el niño de escuela que se esforzaba poco en hacer amigos, pero que se esforzaba en aprender lo que más pueda.
Me dieron un cuarto de beca. Medicina era la carrera más difícil de la universidad y aunque estoy seguro que tuve uno de los promedios más altos (o el más alto para entonces) en la historia de la facultad, no hicieron excepciones: 25% durante el primer año. El segundo año sí hicieron excepciones: 50%. Quizá haya sido esta obligación de tener buenas notas lo que me transformó nuevamente en el niño de conducta perfecta. Recuerdo claramente cuando el Juan Esteban (el segundo mejor estudiante) se quejó de esto. Seguramente querían cancelar una clase y necesitaban que todos estemos de acuerdo. Y casi que era así, pero estaba yo. Lo que «el Juanes» dijo fue «qué este man no tienes vida social». Y estoy seguro que lo dijo como insulto o, al menos, con algo de tono despectivo, pero era la verdad. No tenía vida social. Eso era lo que me permitía estar en la cima de la pirámide. Aún más importante, no tenía preocupaciones en casa. Mis problemas más grandes al final del semestre no eran mis notas sino las de mis amigos, y luego las de mi novia. Pero esas preocupaciones rara vez impactaron mis notas porque eran cosas que sucedían después que acabaramos clases.
Mis notas empezaron a deteriorarse al final de la carrera, cuando encontré cosas que hacer. Cuando conseguí una novia estable y me involucré como voluntario en un activismo deteriorante. Me gradué con honores porque las notas evalúan promedios y no desempeño presente. Cuando trastabillaba en los últimos semestres, recordaba las palabras del Juan Esteban. Efectivamente, no era mejor que mis compañeros, sencillamente tenía una vida más sencilla, un hogar estable y pocas distracciones (el Juan Esteban no es mala persona, también me comparó con «un ninja» después de nuestra prueba de genética).
Les cuento todo esto porque no puedo estudiar. Me puse a escribir de la pura frustración. Ya no vivo con mis padres y tengo responsabilidades nuevas. No tengo quien haga mi cama y arregle toda la casa. Ya no soy un señorito que tiene la vida arreglada y puede darse el lujo de tener notas perfectas porque «no tiene vida social», incluso en medio de una pandemia. Extraño los días sencillos, la mente poco distraída y mi capacidad absoluta de leer lo que quiero o lo que necesito cuando me venga en gana. Si tienen ese tesoro, aún no lo pierdan.
Vancouver, a los doce días del mes de noviembre del año de la Pandemia.
Desde la computadora de escritorio adquirida para la esposa y sustraída en aras de terminar un doctorado que apenas empieza.
P.S.: Casi me olvido. Este blog es una de mis preocupaciones (cuesta unos 15 dólares al mes). Consideren comprarme un café.