Mercedes

Eran las seis, el sol saldría dentro de poco. Las uñas afiladas y destartaladas se presionaron entre sí mientras Mercedes tiraba del alambre que encendió la luz. Recogió el brazo estirado y con la otra mano lo cubrió de edredón. El viento silbaba fuera de su casa y se insinuaba por la rendija que quedaba entre un vidrio que apenas se sostenía en el marco de madera. El frío hería y tendría que dejar pasar unos pocos minutos antes de aventurar la piel fuera de la cama.

Durmió mal aunque suficiente. Su mente estaba un poco ansiosa, atenta pero de mirada lejana. Inhala, exhala, inhala, exhala. No dirigía su respiración, nada más la contemplaba. Así era la vida de Mercedes, un dejarse llevar que no era bueno ni malo. La amargura de no poder volver a dormir la golpeó por un momento. Esos segundos en que la miseria de uno no se deben a nada sino al hedor que tiene la vida durante instantes totalmente azarosos. Sintió los músculos de su espalda interrumpidos por dolores. Le molestó un dolor en el oído izquierdo. Trató pero no tuvo, entonces recogió lo que quedaba de saliva con su lengua y, finalmente, tragó. Sintió que estaba congestionada y empezó a repasar las pastillas que debía tomar. El montelukast de las siete y media, el ibuprofeno con las tres comidas y la cetirizina antes de dormir. Vació el último blíster de pastillas hace dos semanas, pero si algo dura más que la plata son los buenos hábitos.

Dirigió la mirada hacia la lámpara. Su rostro libero algo de tensión acumulada en la noche con un pequeño tic en la orilla lateral del ojo derecho, el que tenía pegado a la almohada. Contra todo pronóstico, volvió a dormir tras cerrar los ojos. Su cuerpo hizo espacio para más cansancio, sus pestañas acumularon otras tantas legañas. Mercedes no iría al trabajo ese día. No vestiría de negro, su diadema no peinaría su delgado cabello, las mangas largas se quedarían en el cajón.

¡Mercedes! ¡MERCEDES!