Once

Extraer sus prendas del bulto de ropa sin planchar le alegraba el día a Joaquín. Su madre, Cleotilda, no era para nada severa. Una travesura de estas no sólo le sacaría una sonrisa sino que además la transformaría en vocera de los encantos de su hijo. Joaquín asomaría derrapando por el piso de la cocina, en medias color miel y adoptaría la posición del goleador estrella que espera el tiro penal. Corrió con los pantalones en la mano y se lanzó a la cama. Dio vuelta al primer rebote y empezó a entubarse en unos pantalones de tela que usaba para las ceremonias de la escuela.

Eran las once cuando Cleotilda puso las cebollas en la olla de la sopa. Tras secarse un poco de los aromas calientes que ahora exudaba, trató de devolver el moco-lágrima a la parte alta de la nariz. Eran cebollas paiteñas, no perlas, lo que explicaba el lagrimeo algo excesivo.  A los tres minutos, vio como su niño ensuciaba sus medias limpias en esa baldosa llena de excremento de recetas con una sonrisa que le daba a entender travesura. Verlo a Joaquín con su pantalón lleno de arrugas le pareció tan tierno. Lo reprendió como uno reprende a su cachorro favorito. Le dijo lo lindo que estaba, trató de alisar la tela pasándole la mano encima un par de veces y le dio un beso.

Ilustración por Andrea Proaño Muñoz bajo licencia CC-BY-NC-ND

Primer plano

ilustracion Andrea Proaño Muñoz

Ilustración por Andrea Proaño Muñoz bajo licencia CC-BY-NC-ND

Joaquín pregunta al abuelo por qué escribe. El niño de pelo lizo y castaño, de tez tosca y seca —pequeño y sucio como cualquier perro de la calle— interroga sin pensar demasiado. No es curiosidad real, sus palabras están cerca del tercer «por qué» a cualquier otra cosa que se cruce por su camino. Joaquín simplemente pregunta.

Braulio, por otro lado, es abuelo. Cada sílaba funciona en su vida como un atizador que hurga en un fuego que no está extinto pero requiere de ese tipo de atenciones para mantener la llama. Braulio, de quien se ha dicho ya que es abuelo, responde internamente la pregunta con imágenes evocadas que tardan un poco en ordenarse. Viejo como es él, prefiere las metáforas. En minutos, seguramente, tendremos una expresión verbal.

Joaquín, mientras tanto, ha perdido un poco de interés. A sus ocho años, pregunta por aburrimiento. No es que tenga curiosidad intelectual, pero las preguntas fastidian y hacen que la gente se levante del asiento, le proponga una conversación para eludirse y ocasionalmente producen unos cambios de ánimo que resultan casi siempre divertidos, o melancólicos. En todo caso, es para salir de la rutina.

Braulio se ha dado cuenta que, desde hace algunos segundos, ve al rostro del muchacho en tonos amarillos de atardecer, el resto de su cuerpo es absoluta sombra. El horizonte, que únicamente se observa a la izquierda de la cara, tiene un fondo rojo que se funde con la oscuridad al acabar la escena. Que eso puede ser pintado, sí, pero a un acrílico le haría falta el trino, totalmente desubicado, de un pajarillo que canta al amanecer. El niño, además, se ha transformado en imagen pictórica, conectando así con un público más amplio, y mantiene fija la mirada en Braulio, con iris que centellan. El blanco de sus ojos (el único blanco en todo el cuadro) son el centro de la escena. Escena que ahora mismo intentará explicar al niño que lo mira con una curiosidad diferente a la del por qué.

Braulio hace una pausa, se da cuenta que tal vez pudo haber hecho cine. A esta edad, su nieto le hace caer en cuenta que el ahora oficio de escritor tal vez se deba a un escaso presupuesto. Lo que al inicio fue una idea vaga, lo trastorna. Se siente un idiota por no haber caído en cuenta que su primera elección, en un entorno más burgués, hubiera sido el cine. La escena que acaba de construir en su cabeza es prueba clara de ello. El énfasis en la iluminación, el plano, los colores, la música… todo eso lo atrapa.

Joaquín encoge la nuca mientras se inclina hacia su abuelo, sin quitarle los ojos de encima. Braulio reacciona al gesto y sus miradas se encuentran. Momento incómodo. El abuelo sacude la cabeza y vuelve pronto a la realidad. Se da cuenta que una corriente de cosas han pasado por su cabeza y que ir río arriba es un lujo que no puede darse a segundos de haber descubierto una nueva vocación. Braulio dirá que es para el guión de una película y Joaquín sale alegre a patear su pelota en el patio de tierra.

MicroQuito

El MicroQuito fue alguna vez un concurso de microcuentos, una iniciativa privada con fondos públicos que no sé que pasó, pero finalmente ni dijeron que se canceló ni anunciaron ganadores. Era prohibido pues, publicar los cuentos en algún lado si uno quería ganar, y yo sí quería. Aquí mis 4 submissions sin algún orden en particular:

 

Caballeros

Yo hurgando en el baúl del sótano: Trompos, piolas, canicas, una pelota nacional, dos estampillas. Con cuidado remuevo las cartas, los candelabros (dejo los pedazos de cera), una tapa de orangine y al fondo una pieza algo vetusta que huele raro. Desempolvo el poncho del abuelo… ¡Pecado! Las motas se reordenan y su fantasma me reclama que la urbe le ha subido las faldas al Pichincha.

En mis tiempos eramos más caballeros guambrito”

Pobre abuelito, si supiera que bajo esas faldas anda ahora la perforadora del túnel para el metro…

¡Ya subo mami!

Quito

Palomas de mierda, o viceversa.

El abuelito que vino del futuro quitópico

En Cruz Loma, ahí donde está ese teleférico, tenemos la estación de trenes maglev, aprovechando la gravedad y la altura uno puede viajar lejos. Tababela se usa ahora como granja de viento para dar energía a las plantas de reciclaje en Zambiza. La comida se hace en torres enormes de hidroponía, y ahí mismo la distribuyen, lo que más sale son los cevichochos… Brilla el machángara

Eso sí, no tengo plata. Ya nadie tiene, sino cómo.

Bicentenario

Y cuando desperté, el aeropuerto todavía estaba allí.

Tacos y zapatos de suela

La fiesta

¿Les ha pasado que se encuentran observando la hermosa arquitectura interior de una casa por el simple hecho de que están realmente aburridos? Así estaba yo en la fiesta de gala ofrecida por el viceministro con ocasión de la firma de un convenio suscrito en días recientes. El techo barnizado hacía juego con las lámparas de bronce, un techo alto y en capas. Las paredes eran blancas y les tocaba cuadros en proporción 1:1. Los marcos amplios, las escenas eran personas en una amena charla, usualmente sonreían, tenían vino en la mano y una mujer en el centro. ¿Así eran? Sólo recuerdo ese cuadro, era cautivador… el vestido blanco movido por el viento, el sombrero. Delante del óleo se ubicaban figuras con una elegancia menos vívida, más ceremoniosa, trajes de terno y vestidos oscuros. Tacos y zapatos de suela.

Curioso como todos parecen perfectamente cómodos con la ocasión aunque la mayoría te dice discretamente que odia este tipo de reuniones. En una esquina, junto al vicepresidente y sus primos se encuentra el germano-ecuatoriano, con barba tipo candado, gel en el cabello, y una copa de champagne en la mano. Me molesta verlo, a Rafael también, le dice «el Greenwald malo», los abogados pueden llegar a ser terribles, lo peor es que su curriculum enamora. No me quiero hacer mala sangre, sé que debe tener buenas intenciones, cuantas veces me he equivocado vehementemente.

En casa

Repaso los hechos del día, giro un poco la llave para dejar que el agua helada caiga sobre mí. El dolor de espalda me mata, la tristeza me mata, menudo suspiro. Tomo la toalla e intento sacudirme esas preocupaciones que no parecen agarrarse a ninguna idea en concreto, enciendo un cigarro.

Las preferencias arancelarias representan una gran oportunidad para…

¿Será que se lo cree? O escribieron otro boletín  por la mera obligación casi contractual de pensar lo que todo el mundo. Sigo leyendo el correo:

El impacto que tendrá sobre el empleo la no firma de este acuerdo…

¿Y la firma? ¿Y eso de que Ecuador no puede decidir qué comprar? ¿Competir con el mercado agrícola más subvencionado? ¿Dejar entrar a las semillas diseñadas con lo que sea más monopolio? Repaso la reunión, no soy el único que alteró la geometría de su rostro.

La oficina

El chuchaqui.

Nota aclaratoria: todo es ficticio, menos lo del acuerdo comercial.

Nunca dejes de ir al baño

Estaba Ramón en su cuarto: cortinas cerradas, cabeza inclinada, ensombrando la hoja difícilmente alumbrada por la única lámpara que, a esas horas de la madrugada, brillaba. Intentaba entrar en ese trance de escritor que le permitía redactar a la velocidad del pensamiento porque las ideas, decía él, son como las ganas de ir al baño; desaparecen cuando no les haces caso.

Nada. Un vacío en el estómago que paradójicamente también quita el hambre y medio llena el pulmón de algo que dificulta la respiración. Traga saliva y suspende el bolígrafo sobre el papel sabiendo que el momento yacía ya bajo tierra y que la mejor opción era no guardarle rencor a la soledad…