Era miércoles cuando recibí una llamada del departamento de recursos humanos. Me querían ver de forma urgente y no pensaban soltar un ápice sobre el tema de la reunión. Ocupado con tres clases de dos horas en un mismo día, les dije que no.
—Hoy no puede ser.
—Entonces mañana… a primera hora
Aunque estuve al día siguiente, la directora no me pudo atender. Le llamó el rector. Pasé más de una hora esperando y me fui. Me fui en un gesto opuesto al «no nos llame, nosotros le llamaremos». Me fui con ingenuidad, pensando que, tal vez, se trataba de algo en lo que les podía ser útil.
En ese entonces rondaba por la universidad una carta escrita por empleados descontentos donde se hablaba de promesas rotas, despidos injustificados y decisiones arbitrarias. «Todo puede ser fácilmente refutado», me había dicho el rector días antes, en una de esas charlas casi informales que manteníamos por Whatsapp. Podría tratarse de eso y tal vez algún pedido se había canalizado a través del departamento de talento humano.
En la tarde volvieron a llamar; me solicitaron cordialmente que baje y les respondí con una diplomacia prístina. El casual «ya vuelvo» me acompañó al cerrar la puerta de la oficina. Bajé las gradas, tanteé las llaves, encendí el auto rojo de mi padre y bajé las quince cuadras que separan el campus occidental del edificio patrimonial. Mostré el carnet de docente no titular y me asignaron un puesto… Fue entonces cuando me di cuenta que, inconscientemente, lo había procesado: «No vas a pelear con la persona que te despida», me dije. Inhalé (pero no profundamente sino más a modo de tartamudeo) y bajé del auto. Caminé hasta encontrar asiento.
Hay escenas icónicas que se bastan en silencio: Una hoja siendo arrastrada en un escritorio que se detiene para alinearse entre dos sillas opuestas. La firma al pie. En escenas como estas, el intercambio de palabras adorna la sentencia.
—Creo que usted sabe por qué está aquí.
—La verdad no tengo idea porque estoy aquí.
—¿Usted no tuvo una pelea con su decano?
No realmente, tuvimos un intercambio (también por Whatsapp) hace cosa de seis meses. La última vez que lo vi firmó un documento donde apoyaba un proyecto de investigación multicéntrico llamado Global Surg. Como investigador principal, requería de apoyo institucional ante un comité de ética y el ministerio de salud. Esa fue la última vez que lo vi. Ese no pudo ser el incidente. De hecho, una «pelea» sólo podía referirse al día en que le dije por mensaje que no soy su asistente. Carta a García: le falté el respeto porque «jefe es jefe». Mi versión: me faltó el respeto al condicionar mi asistencia a un evento porque quería que le diera haciendo su presentación para un evento. Una pelea con el decano, la única.
La directora de talento humano, me dio un abrazo; me dijo que no sabía que era una persona tan joven (con claro pesar) y que estaba segura que encontraría otro camino. Le agradecí de corazón, a pesar de la tensión entre las costillas. Me aproximé a la puerta y fue entonces cuando Naimin me hizo una pregunta muy personal. Durante nuestra corta reunión ella estuvo atando cabos sobre mi identidad hasta que finalmente descubrió quién era. «Soy la mamá de Gabriela», me dijo. Gabriela, la mejor amiga de Fer, mi antigua novia. Conozco su casa, conversé con sus hijas y ellas le hablaron de mí. «Ya sé quien eres. Eras un excelente estudiante». Me marché con un saco de bendiciones.
Camino a la oficina (tenía que recoger las cosas), gente de la universidad me empezó a preguntar sobre «mi renuncia». Sincero como soy les envié una foto de mi despido y les compartí todas las explicaciones que supieron darme: cero. Recogí mi teclado, los dibujos de mis estudiantes y me largué.