Ottawa, 10 de agosto de 2024

Desperté a preparar huevos revueltos en el sartén de acero. Las mitades desiguales de cinco cascarones terminaron en el compostaje porque estaba demasiado dormido para recordar qué iba dónde cuando rompí el primer huevo. Seis claras y siete yemas—uno vino con sorpresa. Sal, pimienta, y un par de cebollines picados. Todo al tazón. Batir, batir, batir. Lanzar agua al sartén. Ver las gotas bailar. Secar el sartén. Hechar aceite, hechar los huevos. Amarcar al crío porque está triste ya que mamá se comió sus masmelos. Encontrar un par de chicles. Reemplazar los masmelos.

Alice me pide jugar a una cosa. Le doy gusto. Quiere jugar otra vez. Le digo que nos vamos al parque con la esperanza de encontrar otros niños con los que ella pueda jugar. Llevo mi mat para poder hacer mi rutina de fisioterapia. Nos terminamos divirtiendo. Mamá llama. Trae un traje de baño. Nos quedamos en el parque unas cuántas horas. Leo self-made man. Compramos papas fritas, coca cola y jerky beef para mí. Gomitas y papas fritas sabor a salsa de tomate para Alice. Jerky beef picante para Andrea. Nos olvidamos de almorzar.

Vamos al mercado por frutas en las bicis. Andre tiene una canasta así que ella va a cargar las compras. Hoy apenas y pongo atención a lo que voy a comprar porque encontré un mango en los estantes de la tienda. El mango aparentemente viene de Israel. Es el mango más hermoso que he visto en toda mi vida. Le digo a la tendedera «voy a pagar esto», ella entiendo que debí haber usado el verbo «comer» y me da una servilleta. No sé que hubiera echo sin esa servilleta.

Horas más tarde en el parque—efectivamente volvimos—una amiga política se alegra de que como mangos «en público». En parte por sus raíces caribeñas y en parte por un molesto episodio con un ex-esposo que no veía eso con muy buenos ojos. «Claro que como mangos en público». Le digo «amiga política» porque no sé que términos debemos usar los padres para referirnos a los padres de los amigos de tu hijo. Creo que amiga política es una buena idea.

Regreso a casa a las cinco porque mi cuerpo sí se acordó que no almorcé. Que bueno es tener comida hecha en casa. Después de leer otro rato, decidí ir al centro comercial a comprar una chompa para lluvia. De camino hablo con una amiga sobre lo decadente del modelo adulto canadiense (palabras suyas, no mías). Consigo una chaqueta semi impermeable de UNIQLO (¿cómo pronuncian eso ustedes?) Pago, quito la etiqueta y me la pongo. Hago una llamada desde mi teléfono nuevo tras confirmar un compromiso previo. Empiezo a caminar hacia el parque.

Soy un niño esperando a su mamá en la fila del supermercado otra vez. Estoy a punto de ser el primero en la fila y voy a tener que decir que soy cinco personas. Cuatro adultos y un niño, pero en ese instante la verdad es que era solo yo. The Tavern es un bar al aire libre que es medianamente popular casi todos los días, pero hoy hay fuegos artificiales y conseguir una mesa es complicado. Mis cálculos fueron correctos y estoy a punto de conseguir mesa a quince minutos de que empiece el espectáculo. Diez minutos antes, somos tres. Llego al comienzo de la fila. Se cae el cielo. ¿Les mencioné que este es un bar al aire libre? La gente se recoge bajo las pocas sombrillas disponibles como pétalos que se cierran al final del día. Todas las mesas están libres pero nadie sabe qué está disponible. Somos cinco, ninguno tiene paraguas. Improvisamos un plan b y nos vamos para casa.

Soy el único que va a pie y llego a casa antes que nadie, pero el resto no tarda en llegar. Les ayudo a subir las bicis, «no se preocupen, igual voy a secar el piso». Aparentemente nadie tiene hambre, pero siempre cae bien un café con chocolate. Saco los platos limpios del lavaplatos, Beatriz se ofrece de voluntaria para llenarlo de platos sucios. Conversamos de nuestra última semana. Preparo el tablero de ajedrez, evado un gambito Smith-Morra. Gano con las piezas negras. Alice quiere jugar. Está cada vez más perspicaz. El día se acaba. Nada extraordinario, pero cuando voy a darle las buenas noches, siento que realmente lo disfruté. Le pido que me recuerde este día en el futuro porque estoy viejo y voy a olvidarlo. Me dice que ella también, que tome nota. Creo que es un buen día para revivir a mi blog.

El taxista libanés que me llevó a un oasis en invierno

En febrero de 2016, tuve la oportunidad de conocer Ottawa, la capital de Canadá. Yves y Moura, los directores de mi maestría, habían negociado que la Universidad de Columbia Británica financie nuestros tickets aéreos a la ciudad así como tres días de hospedaje en el hotel Arc. Moura, arquitecta de formación, pasó una gran parte de su vida dentro de talleres (studio en inglés). Tras veinte años en la industria, eventualmente se involucró en el “diseño estratégico”. Así nació Sauder d.studio, un taller de investigación y docencia para ayudar a que organizaciones y estudiantes tengan las herramientas necesarias para resolver problemas complejos. “Si quieres tuitear al respecto, usen el hashtag #PolicyStudio y mencionen a la cuenta @PubPoli” decía un correo de Zameena, la presidenta del curso.

Las sesiones empezaban a las nueve y terminaban poco antes de las tres, debíamos salir a tiempo puesto que nuestro itinerario en Ottawa incluía reuniones con servidores públicos o representantes de la industria cuya labor era conectar con el Estado. Nuestro grupo de cinco se dividió en dos taxis y nos dirigimos a 580 Booth Street. En el piso número once, nos esperaba el director de recursos naturales del departamento de asuntos internacionales de Canadá. Vincent, como todo burócrata precavido, hizo notar que el tiempo que nos concedía estaba entre dos cosas importantes. Le dijo a la persona que manejaba el programa de reclutamiento que, por esa razón, él hablaría primero.

El sistema de gobierno canadiense se parece mucho al de Reino Unido, aquí los burócratas tienen una alta estabilidad laboral lograda a punto de un riguroso proceso de selección. Los servidores públicos construyen una carrera independientemente de quien gane en las elecciones. De momento, decía Vincent, estaban tratando de predecir el rumbo que iba a tomar su departamento en base a las declaraciones del primer ministro. Uno los puede imaginar como la tripulación de un barco ubicándose en distintas posiciones en la nave para cuando el capitán gire el timón en una nueva dirección.

Me interrumpe el mensaje de Marcelo, uno de los mentores en el taller. Estaba esperando que responda porque Ivana, mi compañera, se había olvidado su mochila en el Hub de Innovación y él fue la única persona que pudimos contactar. Debíamos averiguar qué iba a pasar con eso puesto que compartíamos los taxis y eso podía cambiar nuestros planes para la próxima reunión. Que feo y difícil es interrumpir una reunión tan escasa como esta (aún con buenas razones). Hago lo posible para pasarle el celular mi compañera sin que se note mucho. Eso me permite volver a la conversación, a analizar cuán realista es el discurso de transformación canadiense hacia la economía verde. El 20% del Producto Interno Bruto del país proviene de la explotación de recursos naturales, tienen amplios yacimientos de petróleo y gas natural aún por explotar. Sus empresas realizan megaminería en el extranjero. Me acuerdo del parque nacional Yasuní ―una de las zonas más biodiversas en el planeta― y las promesas de mi gobierno de no explotarlo, me acuerdo de la maquinaria que ya está entrando y de los senderos que se vienen construyendo. No es difícil ver cómo va a terminar esto, la pregunta es cómo lo va a manejar el recientemente creado ministerio de medio ambiente y cambio climático creado por Trudeau.

Conseguimos robarnos los quince minutos que preceden a las cuatro, parece que le caímos bien a Vincent. Casi no quedó tiempo para hablar con el chico de la oficina de reclutamiento, Ivana y yo nos quedamos al final para anotar su correo. Corremos hacia al ascensor y, cuando llegamos al lobby ya no encontramos a nuestros compañeros, nos demoramos otros tantos minutos en devolver las tarjetas de visita y recuperar nuestras identificaciones. Al salir, nos espera un taxi que nuestros compañeros habían tenido la precaución de reservar para nosotros. Ivana se bajó en 99 Bank Street y yo me quedé solo con el taxista.

Ottawa es encantadora, sus edificios son monumentales y tienen rasgos clásicos y elegantes. El vapor de los sistemas de calentamiento escapa por la parte superior mientras la nieve se sigue posando en todas las áreas no transitables. Estoy fascinado. Le pregunto al conductor si ha vivido antes en alguna otra ciudad. “No”. “Yo vengo de Ecuador ―le digo emocionado― y esta ciudad me parece hermosa, nunca había visto algo así”. La verdad, nunca antes me había emocionado una ciudad. A mis compañeros canadienses y europeos, esto no les llama la atención, para ellos esto es lo normal. Pero yo acabo de experimentar una temperatura de menos veintiséis grados centígrados por primera vez, acabo de descubrir cómo se ve un copo de nieve y de sentir cómo el hielo seca los ojos, la nariz (por dentro) y la piel.

Estatua, monumento de guerra «La Respuesta» y bloque Este del Parlamento Nacional, Ottawa

“Pero originalmente soy de Líbano”, me dice el taxi driver, y como por arte de magia empiezo a darme cuenta de su acento. “Sí, es una ciudad muy bonita. Yo he estado en Montreal y en otro lugar más pero esto es mejor para la familia”. Le cuento que el miércoles voy a viajar allá. Antes no tenía tantas expectativas pero todo el mundo me dice que Montreal es incluso más bonita que Ottawa, y es la primera vez que me enamoro de una ciudad. Bueno, lo que uno se puede enamorar en un día. “Mi restaurante favorito en Ecuador es uno de cocina libanesa”, le confieso. Sonríe. Me dice que antes de venir al extremo norte, visitó a su primo en Estados Unidos y que ahí se reunión con un libanés que fue presidente del Ecuador.

Me suenan campanas en el cerebro, no es la primera vez que escucho lo que el conductor me acaba de decir, y le quiero dar una respuesta inteligente pero cualquier información que alguna vez haya leído sobre el tema me elude. “¿En que año?”, le interrogo. Me cuenta que el susodicho expresidente ya estaba sobre los sesenta cuando él lo conoció. Trato de averiguar más pero lo que me dice no ayuda demasiado. Una búsqueda en Internet devuelve un artículo en Wikipedia sobre la inmigración libanesa en Ecuador, una página nombrada “libanesesenecuador.com” y otros cuantos resultados. Entre las fotografías destacadas aparece Abdalá Bucarám Ortiz.

Bucarám nació en febrero de 1952, osea que tenía sesenta en el 2012. ¿Será que el taxista le conoció al “loco”? Aunque es una posibilidad, el conductor me pintó al expresidente como un viejito y el “eso fue hace muchos años” que añadió me hace pensar que tal vez no sea él. Además dijo Estados Unidos y no Panamá. Juan Teodoro Salem, quien fuera presidente por tres días, también tenía ascendencia libanesa; pero murió en los albores de la revolución hippie de 1968. Quedan dos posibilidades, que la memoria del taxista confunda el cargo de vicepresidente, en cuyo caso podríamos estar hablando de Alberto Dahik o que el señor de hecho haya conocido al mismísimo Jamil.

Mahuad, de ascendencia alemana por parte de la mamá y libanesa por línea paterna, es profesor en el programa de agentes globales de cambio en la Universidad de Harvard. Los pocos alumnos que se han animado a calificarlo en “ratemyprofessors.com” tienen opiniones muy distintas. A dos personas les ha parecido un buen profesor, “un líder natural”; mientras que otros tres le han puesto la peor calificación posible. Jamil sí se ve sesentón. Su fotografía de 2007 en Wikimedia ya deja ver arrugas y canas; este año cumple los sesenta y siete. Fue uno de los 150,000 descendientes de libaneses que viven en Ecuador, entre los que también se cuentan Jaime Nebot Saadi, alcalde de Guayaquil; Ivonne Baki, destacada como una campeona de las mujeres ecuatorianas en un diario libanés, Valeska Saab y Constanza Báez, reinas de bellaza; Jorge Saade, músico y, quizá mi favorito, el escrito Jorge Enrique Adoum.

Adoum editó “Oasis”, una revista de distribución gratuita publicada por el club árabe de Quito durante los años cuarenta. Las ediciones buscaban un balance entre el orgullo del pasado libanés y su nuevo país. Henry Raad, autor guayaquileño libanés, la describe así:

Cada publicación abría los ojos de los lectores a la cultura árabe y motivaba a amarla. Se publicó sobre la gloriosa influencia árabe en España: sus contribuciones al lenguaje, arte, arquitectura, música, poesía y filosofía españoles. Se llenaban páginas con poesía árabe y dichos árabes (…) las modernas calles de Beirut, las ruinas de Baalbek y seis mil años de historia, recordaban a los lectores la tierra de origen de la mayoría de los migrantes. Les seguían (…) artículos sobre el país adoptivo, escritos por ecuatorianos y por intelectuales de ancestro árabe.

Algunas ediciones contenían obras de Juan Montalvo. “La hora árabe”, un programa de la radioemisora “voz de la democracia”, difundía cada uno de los artículos de Oasis, unos cuantos también se publicaron en El Telégrafo. El “oasis árabe en el corazón de la capital condórica” no duró mucho. Imprimió su última edición al tercer año producto de algunos reclamos de personas que decían ser de ascendencia fenicia o cruzada ―no libanesa―, y de una alta demanda que no pudo ser sostenida por los contribuyentes iniciales.

Subirse a un taxi es como entrar a una biblioteca y abrir un libro al azar, uno no sabe con que historia interesante se va encontrar. Si de esto me queda algo son preguntas ¿dónde puedo encontrar Oasis? ¿Será muy tarde para digitalizarla y subirla al archivo de Internet? ¿Cuánto han moldeado los inmigrantes libaneses la cultura ecuatoriana y la identidad que tenemos como país? A Jorge Enrique Adoum le debemos “Ecuador: Señas Particulares”, una de las más bellas reflexiones sobre la identidad ecuatoriana. A los Isaías y los Eljuri, les debemos; y no diré más. Gustavo Jalkh, Ivonne Baki, Jaime Nebot son todos actores activos de la política ecuatoriana y también tenemos representantes del líbano en la cutura popular (véase Diego Spotorno, el conductor de televisión). En cierta manera, me alegra encontrar esa diversidad. Me pregunto si tendrá algo que ver con que mis amigas musulmanas me digan que algunas ecuatorianas se ven “so middle-eastern”, o sea árabes.

El taxi se detiene en 125 Sussex Drive. Tomo mi maleta y me pongo los guantes, tengo una cita con el Director de la División de Investigación de Política Exterior. Saco mi tarjeta y le pago al conductor por la carrera, aparentemente estamos saldados pero le debo mucho más de lo que él cree.