La entrevista no tardó, Elena quería contratarme. La reunión, más que interrogatorio, fue una explicación sobre experiencias, ideas y frustraciones. Si todo iba bien, me haría cargo de la parte de investigación: al instituto le sobraban datos pero no tenían a nadie que supiera redactar. ‘Adoro escribir, me encanta escribir’. Quedé en enviar los papeles. En poco tiempo, me dijo Elena, llamarían para indicar que está listo el contrato. Bajé los cinco pisos en ascensor y me dirigí a la calle. Al ver los estacionamientos para bici, me emocioné por revivir ese viejo hábito. Esos tres kilómetros de casa al trabajo eran la cantidad justa de ejercicio diario que necesitaba.
Caminé al Este por la Luis Cordero (una calle modesta que alberga negocios de la misma calaña), era una de mis vías favoritas; quizá por mi cumpleaños en el cafecito o porque ahí estuvo construbicis. Llegué a la Plaza Gabriela Mistral cerca del ocaso, antes de que el cielo de Quito se vistiera de algodón de azúcar. A dos cuadras exactas, trabajaba papá y aún le quedaban unos buenos noventa minutos antes de salir. Decidí matar tiempo con Escuela siberiana, de Nicolai Lilin. La novela es absolutamente placentera, tiene forma sencilla y narrativa rápida; y cuenta sobre la ética y principios de los criminales siberianos en una manera tan exquisita que seduce subrepticiamente al anarquista interior.
Me dirigí al centro del parque, donde el municipio había amontonado unas cuantas bancas de madera. El buen clima y la brisa se complementaban con el cantar de un ave que ha tomado posesión del espacio. El parque es definitivamente cómodo; en otras palabras, no había donde sentarse. Rematando mi tragedia, estaba un señor cincuentón totalmente olvidable pero fastidioso: fumaba. A su costado, un quiteño promedio y “el Chamo” Guevara conversaban sobre un tema excitante y aburrido —lo digo porque Jaime se desviaba de la conversación para examinar la portada de mi libro mientras el otro le apuntaba con la nariz a cada instante—.
Mi primer encuentro con el Chamo no había sido fortuito ni tampoco agradable. Jean, su sobrino, me llevó a la casa de su tío Jaime. No recuerdo el motivo, pero terminamos en una de las tantas casas de El Dorado conversando con el trovador icónico de Quito. A mis veinte, era bienportado; instintivamente lo trataba de usted. La primera vez me dijo que lo tutee. La segunda resopló molesto. La tercera se convirtió en espejo y empezó a prodigarme formalidades. Le puse cara incómoda porque sí le cachaba pero era involuntario: tenía que hablarle de usted. ‘¡A mí me cabrea esa nota, deja de hablar así!’.
Aunque habían pasado años, yo estaba visiblemente nervioso.
—¿Qué estás leyendo? —me dijo, quién sabe si para que su interlocutor se callase. En todo caso funcionó. Me acerqué unos pasos y le mostré la portada.
—Es sobre un criminal siberiano; sobre la ética de los criminales; es autobiográfico y él lo narra desde su perspectiva de niño y, después, de adolescente.
Empieza el interrogatorio con el quiteño promedio despidiéndose a tiempo. Jaime ha leído recientemente un libro sobre los criminales soviéticos, me dice que los exhiliaban a Siberia. Le contesto que en Siberia, a la gente la castigaban mandándola a pueblos civilizados. Queremos acordar una línea del tiempo. Nicolai Lilin, concluímos, es heredero de alguien que llegó en tren a Transnistria hace décadas. El libro del Chamo es más bien viejo. De hecho, Lilin está vivito y coleando; da conferencias sobre el significado de los tatuajes siberianos en alguna escuela italiana.
Un poco más relajado porque no me recuerda, le pregunto por mi amigo:
—¿Qué es de Jean?
—Perdón —me dice mientras mira con la oreja—.
—Jean
Me mira como a mal truco de magia.
—Jam —empieza— es como una improvisación, usualmente tiene tambores y guitarra.
—JEAN, tu sobrino, ¿cómo está?
—¡Ah, Jean!, ¿le conoces?
Le digo que sí, le recuerdo que estuve en su casa por su culpa. No parece tener claro por dónde anda su sobrino pero sí recuerda haberle dado clases de guitarra. ‘Tenía problemas con los puentes’. Pasamos entonces a la música. Al hablar de trova y criminales fue casi inevitable llegar al lugar que esporádicamente comparten: la cárcel.
Jaime estuvo encerrado doce veces, su estadía más larga fue cercana a las dos semanas. Actualmente, dice, es más difícil escabullirse porque existe la unidad de flagrancia. Anteriormente, había un largo proceso donde la celda era el último paso. Los centros de detención provisional existían para eso, pero además eran lugares donde —según el Chamo— los policías ejercían oficio de torturadores. ‘Te obligaban a hacer un trípode, así le decían. Las manos atadas a la espalda, piernas estiradas en paralelo y cabeza al suelo. Ahí te pateaban pues. Un día me patearon tan duro que perdí la consciencia’. Me salió lo médico y le herí con una pregunta bastante sensible. Jaime me miró largo rato antes de responder.
Los síntomas habían empezado cerca de un año después. Primero las sensaciones de déjà vu —de ya haber vivido el presente— y jamais vu —de jamás haber vivido algo igual—. Estas experiencias lo dejaban descolocado. Sus amigos lo empezaron a mirar de forma extraña puesto que se quedaba quieto en medio de una actividad cualquiera y tenía terror en sus ojos. ‘Como si te hubieras vuelto loco’. ‘Exactamente’. Asustado, fue a un neurólogo, a quien le bastó un breve examen para dar el primer diagnóstico: guitarra, pelo largo, pinta ochentera; ‘debió haber estado drogado’. El Chamo explicó que no consumía ni siquiera trago; a lo que el doctor respondió con un pedido de exámenes de sangre.
Efectivamente, no eran drogas. Los síntomas, le explicó el neurólogo, se corresponden a una lesión en el lóbulo temporal. Aunque inicialmente pensaron en cisticercosis, los examenes radiológicos 2D de ese entonces parecían mostrar un tumor dentro de la masa cerebral. Desde entonces toma tegretol y algunas otras pastillas, así controla la epilepsia que causa esas sensaciones horribles. ‘Después de unos años tuve la oportunidad de ir a Cuba, a operarme’. Le hicieron varios exámenes. Antes de entrar a quirófano, el cirujano lo llamó: ‘Le tengo dos noticias: una buena y una mala’.
La buena noticia es que una resonancia magnética mostraba que no existía el dichoso tumor. ‘¿Y la mala?’. La mala noticia era el verdadero diagnóstico: epilepsia postraumática. Dicho de otra manera, no había tumor que sacar y no había nada que curar. Lo que en realidad pasaba es que le pegaron tan duro que el cerebro dejó de funcionar como debía. Jaime tendría que vivir con eso toda la vida, por el simple hecho de haber cantando durante una protesta. ‘Fueron los chapas’. ‘Fueron esos hijueputas’.
Me contó que ahora se portan más amables, que le cuidan la guitarra cuando lo detienen. ‘Siga, Don Jaime’. Esas cosas. Sin embargo, no pude dejar de pensar en lo mucho que un solo golpe te cambia la vida: condenarte a la experiencia y atarte a las pastillas (no crean que el Chamo no intentó cuanta terapia alternativa se le cruzara). ¿Qué pensará el policía que hizo esto? Seguramente que ‘bien hechito (por jipi)’.
Los tonos rosáceos y violetas que antes se tomaron el cielo empiezan a desaparecer. Me da la impresión de que papá ya mismo sale. Me despido con pena, sí. Pero también con la satisfacción de haber tenido una tarde plena, un encuentro serendípico y una conversación sincera. ‘Chao, Jaime’. ‘Chao… ¿cómo te llamabas?’. ‘Andrés, me llamo Andrés’. El nombre más común del planeta, pero seguro que esta vez se acuerda.