Esparcimiento

Volví a escribir. Tengo que. Soy de esas personas que necesita escribir para entenderse y encerrar a su locura en algunos cuantos caracteres. Escribo desde mi pequeño estudio en Vancouver, realmente es un dent, un armario desde donde se oyen los altoparlantes que se prenden todos los días a las cinco de la tarde. Enrique Iglesias, Juanes, Don Omar, sospecho que quien organiza esto es algún latino. Los vecinos salen al patio de su casa y ven a los demás desde la distancia. Bailan in situ, es una fiesta extraña con unos cuantos desobedientes a los que ya me he acostumbrado. Esto, y las clases, son las pocas cosas que me quedan de rutina.

También estoy encerrado. Salimos una vez por semana a hacer las compras y se siente extraño. La presencia de otras personas nos pone alertas y evitamos cualquier lugar aglomerado. La tienda donde nos abastecemos es pequeña, así que no es posible mantener una distancia de dos metros, pero todos tratan. Llevamos mascarilla y ropa pesada (porque afuera hace frío). Al llegar, dejamos todo en la bodega para que cualquier posible virus se pudra por cinco días. Es un ciclo de desinfección barato, pero que no sirve para todo.

Alcohol para las manos, alcohol para las fundas, alcohol para los cartones, agua caliente y espuma para las frutas y los vegetales, quedarle viendo chueco a los zapatos. Dejar la ropa en una bolsa, cinco días. No voy a usar esa ropa en cinco días. Nos vamos a reencontrar como viejos amigos que se dan un abrazo porque son los amigos que nos quedan, a los que podemos ver de frente, oler y tocar. El resto se ha transformado en una llamada, un video. Como reemplazar el amor con algo parecido al porno. Igual de insatisfactorio.

Escribo, como les decía, para volver a poner en orden mi cabeza. Porque tengo obligaciones, deberes, examenes, un jefe; pero parece que todo eso es una vida fingida y me gustaría poder dedicarme a cazar virus o algo. Hacer paquetes para los soldados de guerra en una fábrica super moderna, dirigir el centro de operaciones para el rastreo de nuevos casos con mis google glasses. Debe ser el efecto de ver tanta película.

En todo caso, disculpen que repita tanto, escribo para decirles que mi vida está trastornada. Se siente falsa. Y bueno, toda la vida he sabido que era una farsa, pero era fácil seguir la corriente cuando todos los demás fingían conmigo y nos felicitábamos por logros estúpidos y nos enrolábamos en aventuras nuevas que suponían alejarse de unas personas y acercarse a otras, porque era eso (y no cualquier otra cosa que inventábamos) lo que hacía la vida interesante. Ahora que no tengo que fingir, me cuesta mentirme a mí mismo. Soy pésimo con eso. Lo he sido siempre, pero ya no hay quien me ayude.

Posiblemente estoy deprimido, no es para menos. Hay noticias de muerte, escenas de muerte, temor de muerte. Una gran cantidad de personas que no saben que las quiero están en los hospitales, a veces con trajes, a veces expuestos. Me cuentan que le intubaron al tutor, que se murió «la licen», que tenía treinta años. Suben hashtags desesperados de #QuédateEnCasa y se toman fotos con gafas y mascarilla, ¿por qué seremos tan sensibles al miedo detrás de las pupilas?

Es un escenario de guerra sin bombas. De rumores. Con sensación de ya vienen. Ana Frank. Lo único en lo que puedo pensar es en Ana Frank y el diario vivir de una niña encerrada en una caja de pocos metros. Ana Frank debe pasar el semestre, seguir en clases, algún día graduarse. Todos sabemos como termina eso.

 

El despido

Era miércoles cuando recibí una llamada del departamento de recursos humanos. Me querían ver de forma urgente y no pensaban soltar un ápice sobre el tema de la reunión. Ocupado con tres clases de dos horas en un mismo día, les dije que no.

—Hoy no puede ser.
—Entonces mañana… a primera hora

Aunque estuve al día siguiente, la directora no me pudo atender. Le llamó el rector. Pasé más de una hora esperando y me fui. Me fui en un gesto opuesto al «no nos llame, nosotros le llamaremos». Me fui con ingenuidad, pensando que, tal vez, se trataba de algo en lo que les podía ser útil.

En ese entonces rondaba por la universidad una carta escrita por empleados descontentos donde se hablaba de promesas rotas, despidos injustificados y decisiones arbitrarias. «Todo puede ser fácilmente refutado», me había dicho el rector días antes, en una de esas charlas casi informales que manteníamos por Whatsapp. Podría tratarse de eso y tal vez algún pedido se había canalizado a través del departamento de talento humano.

En la tarde volvieron a llamar; me solicitaron cordialmente que baje y les respondí con una diplomacia prístina. El casual «ya vuelvo» me acompañó al cerrar la puerta de la oficina. Bajé las gradas, tanteé las llaves, encendí el auto rojo de mi padre y bajé las quince cuadras que separan el campus occidental del edificio patrimonial. Mostré el carnet de docente no titular y me asignaron un puesto… Fue entonces cuando me di cuenta que, inconscientemente, lo había procesado: «No vas a pelear con la persona que te despida», me dije. Inhalé (pero no profundamente sino más a modo de tartamudeo) y bajé del auto. Caminé hasta encontrar asiento.

Hay escenas icónicas que se bastan en silencio: Una hoja siendo arrastrada en un escritorio que se detiene para alinearse entre dos sillas opuestas. La firma al pie. En escenas como estas, el intercambio de palabras adorna la sentencia.

—Creo que usted sabe por qué está aquí.
—La verdad no tengo idea porque estoy aquí.
—¿Usted no tuvo una pelea con su decano?

No realmente, tuvimos un intercambio (también por Whatsapp) hace cosa de seis meses. La última vez que lo vi firmó un documento donde apoyaba un proyecto de investigación multicéntrico llamado Global Surg. Como investigador principal, requería de apoyo institucional ante un comité de ética y el ministerio de salud. Esa fue la última vez que lo vi. Ese no pudo ser el incidente. De hecho, una «pelea» sólo podía referirse al día en que le dije por mensaje que no soy su asistente. Carta a García: le falté el respeto porque «jefe es jefe». Mi versión: me faltó el respeto al condicionar mi asistencia a un evento porque quería que le diera haciendo su presentación para un evento. Una pelea con el decano, la única.

La directora de talento humano, me dio un abrazo; me dijo que no sabía que era una persona tan joven (con claro pesar) y que estaba segura que encontraría otro camino. Le agradecí de corazón, a pesar de la tensión entre las costillas. Me aproximé a la puerta y fue entonces cuando Naimin me hizo una pregunta muy personal. Durante nuestra corta reunión ella estuvo atando cabos sobre mi identidad hasta que finalmente descubrió quién era. «Soy la mamá de Gabriela», me dijo. Gabriela, la mejor amiga de Fer, mi antigua novia. Conozco su casa, conversé con sus hijas y ellas le hablaron de mí. «Ya sé quien eres. Eras un excelente estudiante». Me marché con un saco de bendiciones.

Camino a la oficina (tenía que recoger las cosas), gente de la universidad me empezó a preguntar sobre «mi renuncia». Sincero como soy les envié una foto de mi despido y les compartí todas las explicaciones que supieron darme: cero. Recogí mi teclado, los dibujos de mis estudiantes y me largué.

Coaching: ¡Aprenda a ser tímido!

Boca enorme, labios demacrados y un bigote sin afeitar. No soy yo, es mi interlocutor. Hablando alegremente, el facilitador tres sitúa su nariz a la altura de mi frente. Está tan cerca que puedo distinguir claramente el sarro entre los dientes y su encía, oler el vaho que emana y se adhiere, similar al hollín de una cocina de carbón. No sé de qué habla, las glándulas salivales disparan chorros de baba cada cierto tiempo y temo no poder cerrar los ojos a tiempo. Instintivamente subo mi mano para cubrirme el rostro pero el facilitador dos me detiene con un gesto firme. Está sentado a mi derecha escrutando cada uno de mis gestos. Sabe que mi sonrisa es aparente, se distingue claramente la ausencia de pliegues en la comisura de mis ojos. Trato de tranquilizarme y asumir una actitud relajada en esta posición forzosamente incómoda. Me obligo a escuchar.

«…era necesario descuartizar a los cachorros antes de incinerarlos, claro para entonces ya los habíamos sedado pero…»

¿Qué mierda hacía sonriendo? Debo ser el hazmerreír de toda esta gente. Me sorprendo a mí mismo reflexionando en lugar de enfocarme en el ejercicio. Ser extrovertido, ser normal, ser yo. Decido contarle que también hago coaching. «Sabes de todas las experiencias se puede aprender algo». Parece que va bien, el tipo se ha callado. «Yo mismo tuve que sacrificar a una de mis mascotas y fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer». El tipo frunce el ceño, baja la quijada y me mira fijamente mientras gira su cabeza para colocar a su ojo derecho exactamente en el centro de la escena. Se ve enojado. «El sufrimiento, el enojo —improviso— son todos caminos de crecimiento». De repente tres me toma la mano. Casi la alejo pero decido confirmar mis acciones en la mirada de dos. Éste alza las cejas con una mueca de picardía. «Es por eso que tome este curso, porque…» tres empieza a lamerse el dedo pulgar. Busco, por primera vez, a uno, que me mira inmóvil detrás de la puerta de vidrio, el único espacio que interrumpe las paredes de la habitación. Veo el pulgar lubricado acercarse lentamente y grito ¡PECHÁN!

«Pechán» era mi apodo en la secundaria, al inicio del curso nos piden identificar una palabra que nos resulte especialmente molesta. Y claro, así me decían en la escuela, por gordo y enano. Antes de entrar al taller me informan que esta va a ser mi «safeword», la palabra de seguridad. Si ya no soporto el ejercicio, debo decir mi safeword y todo se acabará.

El lugar en donde estamos se especializa en enseñar empatía hacia la gente tímida y, para ello, generan situaciones que a uno le hacen entender lo que es fastidiarse por mucha presión social. Las personas tímidas requieren más espacio personal, así que reducen el nuestro. Es como estar en el bar de la prisión donde todos están embriagados menos tú. Todos los facilitadores son grandes, feos y fuertes. Los temas de conversación son incómodos, algo que sólo un sociópata podría disfrutar. En cierto modo, es una especie de casting perverso para jugar el rol de víctima en una película de Kubrick. ¡PECHÁN!

Uno me mira con disgusto. Abre la puerta de vidrio. Mira a los facilitadores: «yeye kuishia mwaka», se da media vuelta y se va. La puerta empieza a cerrarse y yo corro a atraparla. Dos y a tres se ríen a carcajadas y un ruido estridente me hace detenerme. Es la banca que volqué por apurado, en esos tres segundos la puerta se vuelve a cerrar. Ellos vuelven a reír ya más pausadamente. «Na kuja», me dice tres mientras se limpia el dedo con una servilleta. Dos extiende su mano con la palma abierta relajadamente «Kukaa». Me quedo inmóvil. «Kukaa!» repite y empuja la silla hacía mí. Me sirven cerveza y empiezan a hablar entre ellos en un idioma que no puedo entender.

Hay un martillo a lado derecho de la puerta, bajo un letrero que dice «rompa en caso de emergencia». Lo haría, pero el tono de los facilitadores es totalmente distinto ahora. Mantienen una distancia apropiada y tienen gestos agradables. Me brindan más trago y asumo que debo esperar. «¿Por qué no hablan español?» «kazi» «¿casi?» «Ja ja ja ja ja» «¿qué? no entiendo» «mtu maskini». Siguen hablando en ese idioma raro, intento conversar en español, pero es inútil. Pareciera que me hacen preguntas y ambos esperan en silencio por mi respuesta. «Qué», «no entiendo», «bueno», «ya», «ya», «¡YA!».  Sólo hay una respuesta aceptable en estas circunstancias. Que vergüenza, que cansancio, que fastidio. «Pechán».

«Lo siento amigo», me dice tres mientras dos me da una palmada en el hombro. Me quedo inmóvil en la silla, mirando al suelo. Entra cero por la puerta y me recuerda, en una sesión corta, que todo es parte de un ejercicio, que el primer día terminó, que apenas son las doce. Los talleres se extienden por toda la semana y quiere confirmar mi asistencia en los días posteriores. Para él es sólo un trámite, esto se paga por adelantado. Su rostro, el único pequeño e inofensivo como el mío, busca mi mirada hasta que alcanzo a despertar. Asiente en un gesto de aprobación, y respondo como un espejo. Así somos los humanos. Ya dije que sí, ahora me tengo que ir.

Recojo mis cacharros. Tengo seis mensajes sin contestar en mi buzón de voz. Veinte notificaciones de whatsapp. Salgo despacio a un lugar mucho más bullicioso y brillante. Me espera el almuerzo con un colega. Tengo que entretenerlo por una hora, quizás cerrar un trato. La mesa es, desafortunadamente, similar a la del taller. Al menos pidió vino y no chelas. Sus ganas de estar en la conversación son inversamente proporcionales a las mías. También puedo ver su sarro. Antes sencillamente lo hubiera ignorado pero, ahora mismo, me es imposible. Doy respuestas evasivas, sonrisas sin arrugas en los ojos, solo quiero ver el tiempo pasar. Le dejo para tomar un taxi a mi clase de coaching.

Tres de la tarde, todos están sentados en un círculo. Es la primera sesión. Veo gente intrépida con mucho dinero y la típica persona que vino por invitación. Le debo decir lo maravilloso que es compartir sus sueños y metas, hacer un collage con fotos de revistas de papel couché. Que se abra, que no tenga miedo, que aquí puede confiar en nosotros, en «todos y todas». Pero lo único que atino a decir, tras estar en silencio por pocos minutos —doscientes segundos que parecieron eternos— es… pechán (en mi cabeza, y dejo al silencio continuar).

El jardín de Drestin

En Drestin, todos nacían con una marca. Sobre las cejas, había siempre un número que señalaba la cifra de muertes que uno iba a causar.

Quienes nacían con un «1» —la inmensa mayoría— estaban tranquilos porque creían que sólo cargarían con su propia muerte. Había la posibilidad de que ellos maten a alguien más y viceversa, pero incluso de ser el caso eso era, digamos, justo.

Lo que sí era feo era nacer con un «0». Cuando nacías con el cero —que por cierto era un círculo perfecto de un centímetro de radio—, los doctores guardaban silencio. En la sala de partos, paraban las conversaciones dejando únicamente espacio al llanto del bebé. Las madres lo sabían bien y a menudo expulsaban la placenta entre lágrimas de un dolor más profundo que el del parto. Nacer marcado con un círculo presagiaba, obviamente, que alguien más te arrebataría la vida. A menudo, estas personas eran tratadas como mártires, con cierta indulgencia y desarrollaban una personalidad más amable que el resto, lo que sólo acentuaba la tragedia.

Los científicos trataban de predecir la ocurrencia de desastres naturales analizando poblaciones con prevalencia de ceros. Las escuelas asumían tiroteos. Ustedes pensarían que esto causaría una especie de prevención pero en Drestin la gente bien sabe que no es posible escapar del destino. Esa lucha simplemente no vale la pena. El sistema es infalible.

Muchos nacían con números que llegaban a varias docenas. Los médicos eran indulgentes con estas personas porque ellos casi siempre tenían cifras similares. Claro, podía tratarse de un asesino pero (estadísticamente) siempre habían más doctores que psicópatas. Hubo incluso quien nació con un número de cinco cifras altas. Era de la realeza. Le presagiaban mucho poder, lo admiraban y, para ser sinceros, sentían curiosidad.

El cuadrigésimo día del tercer mes, nacieron dos nenas. Gemelas idénticas. La primera cargaba un dos y la segunda… la segunda no tenía número alguno. Ni siquiera la marca circular o un lunar que brindara algún tipo de certeza. NADA. El personal de la sala de partos palideció y frunció la frente hasta que sus propias marcas se tornaron borrosas. La madre estaba asustada porque esta reacción era demasiado extraña. ¿Por qué los médicos sólo le habían dado una de sus bebés? Tras discutirlo mucho, se decidió informar al progenitor que estaba en la sala de espera. ¿Qué había pasado? No pudo ser una cuestión genética, la otra niña era perfectamente normal.

En un mundo donde todo estaba dicho, esta bebé representaba un concepto totalmente nuevo que sólo había sido abordado en las mentes de aquellos que vivían en el delirio. El padre de la niña pagó exorbitantes cantidades para esconderla. Los galenos elaboraron un parte quirúrgico falso y describieron deformidades, producto de una tetralogía que afectaba también al corazón. La enfermera, que tenía un dos en la frente, se negó a todo pago. Fue ella, sin embargo, quien inyectó potasio en la vena de la recién nacida. Su llanto cesó en ese momento y, pese a que ninguno de los presentes lo notó, el de su hermana también.

Se vivieron seis horas, de angustia existencial, de terror, de esquizofrenia. Los padres querían la menor cantidad posible de cabos sueltos. El papá de la niña contó a la gente en la sala de partos: enfermera, anestesiólogo, ginecólogo y médico residente. En los lentes del doctor vio reflejado el «4» de su frente. «¿Mato a todos o dejo a uno vivo con la esperanza de que no me maten a mí?» Agachó la mirada inmediatamente para que ese pensamiento no se le escapara. Si tan sólo uno fuera dueño de su cerebro.

La madre les dijo a los vecinos que sólo habían tenido una niña, después de todo eran pocos los que sabían del embarazo de Zoe, nadie realmente estaba enterado de los detalles. En el patio trasero, ordenó la construcción de jardín que fungió como tumba. Las rosas permanecían durante las tres estaciones y eran iluminadas artificialmente durante la noche. No estoy seguro de cuántos cuerpos reposen bajo esos arcos cruzados pero lo cierto es que en la mente del padre de la niña desapareció algo que tienen todos aquellos que nacen en Drestin: la sensación de certeza. Eso cambiaría todo para siempre.

La sala

Tengo algunas prisas. Frente a mí está la televisión, desubicada, apuntando 30 grados a mi derecha, en stand-by. Ni ahorra ni se deja gastar, quién habría de inventar semejante desfachatez. Junto a mi falda está el celular, lo tengo boca abajo, bastante desesperante. No ha vibrado pero si al menos la pantalla… Esta computadora en la que escribo, por otro lado, es bastante vieja —una computadora debería reciclarse a eso de los dos años, al menos la batería— el litio está al 27.8% de su capacidad original, tiene una carga de 42% lo que es poco menos de 30 minutos. Me he pasado frente a esta condenada pantalla todo el día, que traduce en mi cuerpo queriendo escapar del sedentarismo impuesto por la obsesión de esperar frente al procesador de texto.

Entre frases, mis dedos reposan sobre las teclas, los pulgares levantados, la cabeza en un vaivén longitudinal, también es hambre, pero quiero seguir escribiendo y levantarme… “¡Mamá! ¿me pelas una naranja?” Ya está. Todo mejor así, el meñique derecho se flexiona cuando vuelvo a la acción.

Nos acabamos de mudar al segundo piso hace un par de meses, los muebles son todos nuevos y los hemos forrado para que la gata no los deje llenos de pelo. Yo estoy sentado en una pieza para cuatro nalgas que mira al televisor y, frente a mí, abajo del stand-by TV, hay una enorme pieza en “L” que permite sentarse a 6 personas.

En la esquina de la sala, entre los dos sillones que conforman la “L” se encuentran todas las botellas de la casa. Aquí casi nadie toma, salvo en fiestas donde mi madre y yo nos replegamos en la meditación y el Internet, respectivamente, mientras Verónica, mi hermana, y Jorge, mi padre, descomponen el mueble para tomar una o dos botellas. Ahí está también un regalo que compré cuando era jóven, en las épocas que no había sueldo. Se trata de una cerámica de barril de cerveza de aproximadamente 15 centímetros de altura y 9 de diámetro en su parte más ancha, con cuatro jarros pintados de la misma textura colgados a su alrededor. “No era de que compres”. Clásica respuesta a todo esfuerzo de complacer a la familia. Bueno, no está mal. “De gana se gasta la plata en eso, mas ni hemos de usar”. Respirar profundo, qué más quedaba. Hasta ahora queda ese mal sabor de boca. Amargura, en fin, acompaña bien a las botellas.

El mueble se levanta unos treinta centímetros del piso e inaugura con un área cuadrada de borde negro, un par de espejos dan la sensación de continuidad al espacio de los tragos, ayudados por una iluminación que sale del rincón más alejado. Sobre las esquinas que dan a los muebles se erigen un par de columnas de estilo griego que sostienen una pieza triangular de madera bastante similar a la caoba. En ella se asientan tres piezas artesanales que juegan con líneas oblicuas concéntricas blancas en un fondo café: un florero, un huevo y un plato cuadrado. A la derecha, un portaretratos digital desconectado con una memoria usb, de momento, desperdiciándose.

Me desentiendo por un momento del texto porque al 10% de batería, el ícono que la representa se ha vaciado. Me avisa la configuración que me quedan 6,4 minutos (sí, con decimales, 24 segundos según mis cálculos). Me han forzado a parar la redacción para ir a enchufar el aparato, de paso termino la naranja que no sé precisamente en qué momento empecé a comer. A mi derecha, la maceta con el bonsai reclama algo de agua, tal vez está hidratado pero ya tiene mi atención, es que soy el dueño.

Existe un cojín para cada asiento, los colores crema y café oscuro acompañan bien al forro tomate chillón que eligieron mis padres. Les gusta posar a los cojines sobre el vértice. Además de los sillones están cuatro sillas, dos de las que teníamos en la vieja casa y dos nuevas (incómodas pero elegantes) que se elaboraron junto con las seis del comedor. Las han ubicado sin criterio alrededor de los sillones, mejor no les cuento. En el centro de la sala, esta una mesita de dos niveles. En el inferior, cuadrado, reposa el mismo camello que teníamos en la antigua sala sobre un vidrio adornado con huellas de la gata. La parte superior, rodea dos laterales de la de vidrio, se compone de madera de dos colores que al converger sostienen un florero con ramajes secos en su interior. Tres, para ser exacto.

Las paredes a mi alrededor son todas blancas, a excepción de aquella que da a la cocina, la cual fue adornada con piedra negra para cascada. Se veía horrible hasta que la lacaron y, desde entonces, se ha convertido en la envidia de todo aquel que nos visita. A mi izquierda, hay un largo ventanal y, pasando la columna, un vidrio esquinero. Por ser la ncohe, los hemos cubierto con largas persianas que logran un cambio de ambiente y combinan bastante bien con la puerta de entrada en el lado opuesto. Por lo pronto hay un cuadro viejo, un papiro enmarcado que nos regaló nuestra prima Gina cuando vino de Egipto, y la estructura metálica que diseñó mi padre, destinada a sostener el casco de mi bicicleta y mi mochila de diario, donde están la bomba, los parches y la bolsa de agua.

Agua… Va siendo hora de regar el bonsai.