Reboso

Andre y yo fuimos a una cafetería. Lo hacemos cada vez que podemos darnos el gusto. Pedimos nuestra orden –mi prensa francesa sin nada más, su bebida dulce que varía según el ánimo y un postre– y vamos a las mesas que se encuentran en el exterior. Aún es invierno. Hemos tolerado temperaturas que van de los 6°C a unos cuántos bajo cero. Jamás nos quedamos adentro. Esperamos un poco si hay mucha gente en la fila. En ocasiones, entra solo uno de los dos. Hemos sido extremadamente cautos.

Algo pasó. Ambos quisimos entrar. No había nadie sentado en las mesas internas. Todo el personal usaba su mascarilla adecuadamente. Las puertas estaban abiertas. La temperatura nos acogía. Nos vimos el uno al otro, como si hubiéramos estado esperando esto por años. Ambos quisimos, por primera vez en meses, sentarnos adentro a tomar un café. El local tiene una sola mesa de un metro y medio de ancho. Debido a las exigencias de la autoridad sanitaria, existen tablones altos que separan los asientos cada par de metros. «For here or to go?» «For here, please. Trae el coche«. Habíamos parqueado el coche de compras en las mesas de afuera.  Nos sentamos y removimos las mascarrillas. Puse el postre en la mesa, acerco la taza a mis labios.

Mientras el líquido entra en mi boca, siento que las lágrimas se acumulan entre mis pestañas. Hay música en el parlante: una guitarra acústica que me recuerda a los tiempos cuando podía disfrutar conciertos baratos en espacios pequeños. Doy un sorbo y pareciera que estuviera ya lleno de líquido. Meto agua por la boca y me desbordo por los ojos. No entiendo porque lloro, pero entiendo que lo necesito.

 

Bienportado

La entrevista no tardó, Elena quería contratarme. La reunión, más que interrogatorio, fue una explicación sobre experiencias, ideas y frustraciones. Si todo iba bien, me haría cargo de la parte de investigación: al instituto le sobraban datos pero no tenían a nadie que supiera redactar. ‘Adoro escribir, me encanta escribir’. Quedé en enviar los papeles. En poco tiempo, me dijo Elena, llamarían para indicar que está listo el contrato. Bajé los cinco pisos en ascensor y me dirigí a la calle. Al ver los estacionamientos para bici, me emocioné por revivir ese viejo hábito. Esos tres kilómetros de casa al trabajo eran la cantidad justa de ejercicio diario que necesitaba.

Caminé al Este por la Luis Cordero (una calle modesta que alberga negocios de la misma calaña), era una de mis vías favoritas; quizá por mi cumpleaños en el cafecito o porque ahí estuvo construbicis. Llegué a la Plaza Gabriela Mistral cerca del ocaso, antes de que el cielo de Quito se vistiera de algodón de azúcar. A dos cuadras exactas, trabajaba papá y aún le quedaban unos buenos noventa minutos antes de salir. Decidí matar tiempo con Escuela siberiana, de Nicolai Lilin. La novela es absolutamente placentera, tiene forma sencilla y narrativa rápida; y cuenta sobre la ética y principios de los criminales siberianos en una manera tan exquisita que seduce subrepticiamente al anarquista interior.

Me dirigí al centro del parque, donde el municipio había amontonado unas cuantas bancas de madera. El buen clima y la brisa se complementaban con el cantar de un ave que ha tomado posesión del espacio. El parque es definitivamente cómodo; en otras palabras, no había donde sentarse. Rematando mi tragedia, estaba un señor cincuentón totalmente olvidable pero fastidioso: fumaba. A su costado, un quiteño promedio y “el Chamo” Guevara conversaban sobre un tema excitante y aburrido —lo digo porque Jaime se desviaba de la conversación para examinar la portada de mi libro mientras el otro le apuntaba con la nariz a cada instante—.

Mi primer encuentro con el Chamo no había sido fortuito ni tampoco agradable. Jean, su sobrino, me llevó a la casa de su tío Jaime. No recuerdo el motivo, pero terminamos en una de las tantas casas de El Dorado conversando con el trovador icónico de Quito. A mis veinte, era bienportado; instintivamente lo trataba de usted. La primera vez me dijo que lo tutee. La segunda resopló molesto. La tercera se convirtió en espejo y empezó a prodigarme formalidades. Le puse cara incómoda porque sí le cachaba pero era involuntario: tenía que hablarle de usted. ‘¡A mí me cabrea esa nota, deja de hablar así!’.

Aunque habían pasado años, yo estaba visiblemente nervioso.

—¿Qué estás leyendo? —me dijo, quién sabe si para que su interlocutor se callase. En todo caso funcionó. Me acerqué unos pasos y le mostré la portada.
—Es sobre un criminal siberiano; sobre la ética de los criminales; es autobiográfico y él lo narra desde su perspectiva de niño y, después, de adolescente.

Empieza el interrogatorio con el quiteño promedio despidiéndose a tiempo. Jaime ha leído recientemente un libro sobre los criminales soviéticos, me dice que los exhiliaban a Siberia. Le contesto que en Siberia, a la gente la castigaban mandándola a pueblos civilizados. Queremos acordar una línea del tiempo. Nicolai Lilin, concluímos, es heredero de alguien que llegó en tren a Transnistria hace décadas. El libro del Chamo es más bien viejo. De hecho, Lilin está vivito y coleando; da conferencias sobre el significado de los tatuajes siberianos en alguna escuela italiana.

Un poco más relajado porque no me recuerda, le pregunto por mi amigo:

—¿Qué es de Jean?
—Perdón —me dice mientras mira con la oreja—.
—Jean

Me mira como a mal truco de magia.

—Jam —empieza— es como una improvisación, usualmente tiene tambores y guitarra.
—JEAN, tu sobrino, ¿cómo está?
—¡Ah, Jean!, ¿le conoces?

Le digo que sí, le recuerdo que estuve en su casa por su culpa. No parece tener claro por dónde anda su sobrino pero sí recuerda haberle dado clases de guitarra. ‘Tenía problemas con los puentes’. Pasamos entonces a la música. Al hablar de trova y criminales fue casi inevitable llegar al lugar que esporádicamente comparten: la cárcel.

Jaime estuvo encerrado doce veces, su estadía más larga fue cercana a las dos semanas. Actualmente, dice, es más difícil escabullirse porque existe la unidad de flagrancia. Anteriormente, había un largo proceso donde la celda era el último paso. Los centros de detención provisional existían para eso, pero además eran lugares donde —según el Chamo— los policías ejercían oficio de torturadores. ‘Te obligaban a hacer un trípode, así le decían. Las manos atadas a la espalda, piernas estiradas en paralelo y cabeza al suelo. Ahí te pateaban pues. Un día me patearon tan duro que perdí la consciencia’. Me salió lo médico y le herí con una pregunta bastante sensible. Jaime me miró largo rato antes de responder.

Los síntomas habían empezado cerca de un año después. Primero las sensaciones de déjà vu —de ya haber vivido el presente— y jamais vu —de jamás haber vivido algo igual—. Estas experiencias lo dejaban descolocado. Sus amigos lo empezaron a mirar de forma extraña puesto que se quedaba quieto en medio de una actividad cualquiera y tenía terror en sus ojos. ‘Como si te hubieras vuelto loco’. ‘Exactamente’. Asustado, fue a un neurólogo, a quien le bastó un breve examen para dar el primer diagnóstico: guitarra, pelo largo, pinta ochentera; ‘debió haber estado drogado’. El Chamo explicó que no consumía ni siquiera trago; a lo que el doctor respondió con un pedido de exámenes de sangre.

Efectivamente, no eran drogas. Los síntomas, le explicó el neurólogo, se corresponden a una lesión en el lóbulo temporal. Aunque inicialmente pensaron en cisticercosis, los examenes radiológicos 2D de ese entonces parecían mostrar un tumor dentro de la masa cerebral. Desde entonces toma tegretol y algunas otras pastillas, así controla la epilepsia que causa esas sensaciones horribles. ‘Después de unos años tuve la oportunidad de ir a Cuba, a operarme’. Le hicieron varios exámenes. Antes de entrar a quirófano, el cirujano lo llamó: ‘Le tengo dos noticias: una buena y una mala’.

La buena noticia es que una resonancia magnética mostraba que no existía el dichoso tumor. ‘¿Y la mala?’. La mala noticia era el verdadero diagnóstico: epilepsia postraumática. Dicho de otra manera, no había tumor que sacar y no había nada que curar. Lo que en realidad pasaba es que le pegaron tan duro que el cerebro dejó de funcionar como debía. Jaime tendría que vivir con eso toda la vida, por el simple hecho de haber cantando durante una protesta. ‘Fueron los chapas’. ‘Fueron esos hijueputas’.

Me contó que ahora se portan más amables, que le cuidan la guitarra cuando lo detienen. ‘Siga, Don Jaime’. Esas cosas. Sin embargo, no pude dejar de pensar en lo mucho que un solo golpe te cambia la vida: condenarte a la experiencia y atarte a las pastillas (no crean que el Chamo no intentó cuanta terapia alternativa se le cruzara). ¿Qué pensará el policía que hizo esto? Seguramente que ‘bien hechito (por jipi)’.

Los tonos rosáceos y violetas que antes se tomaron el cielo empiezan a desaparecer. Me da la impresión de que papá ya mismo sale. Me despido con pena, sí. Pero también con la satisfacción de haber tenido una tarde plena, un encuentro serendípico y una conversación sincera. ‘Chao, Jaime’. ‘Chao… ¿cómo te llamabas?’. ‘Andrés, me llamo Andrés’. El nombre más común del planeta, pero seguro que esta vez se acuerda.

El mendigo bilingüe

Un amigo con el que trabajé hace un tiempo, quien actualmente está realizando su postdoctorado en Illinois pero que está de visita en Ecuador, me escribió para comentarme que en el pub irlandés de Finn McCool realizan un concurso de trivia cada martes. Me pareció de lo más entretenido que un bar realice ese tipo de concursos y empecé a querer convencer al restringido grupo de angloparlantes amigos míos que se encontrase disponible esa noche. Regamos el rumor, yo le dije a David, quien a su vez le contó a una cuarta persona. Y así, estuve embarcado con tres vegetarianos a una trivia que no fue.

Captura de pantalla de 2014-12-23 18:37:35

«Lo hacemos cada martes, excepto las dos últimas semanas del año» ¡Ouch! Eso se llama tener suerte, pero había una mesa de futbolín desocupada que uno puede usar dejando cinco dólares en prenda, fui a caja a realizar el trueque y regresé sin haber pedido la bebida obligatoria, según leí horas después, uno debía consumir si quería jugar. Estuvo bastante divertido, pero decidimos cambiar de lugar para poder conversar sin que nuestras cuerdas vocales entraran en contienda con los parlantes que, por cierto, ofrecen muy buena música.

Caminamos hacia occidente, a menos de una cuadra encontramos un sitio tranquilo con sillas desocupadas, lamentablemente nuestra amiga no pudo ser atendida porque, pese a estar bordeando los cuarenta, no cargaba un documento de identidad que delatara su edad. Bueno la podemos culpar a ella o a lo ridículo de un sistema legal que no puede admitir las excepciones del sentido común y a los miedos que eso genera. Terminamos en Tarzán, bordeados por un calefactor de patio a la izquierda de la mesa y un cerco elaborado con plantas naturales (que fastidio tener que escribir esa aclaración) a la derecha.

Esos cercos bajos que permiten la interacción con la acera y que generan más seguridad por permitir avizorar cualquier irregularidad en la calle, fueron también el medio que permitió a un hombre vestido en un costal solicitarnos amablemente, «si estábamos de ánimo, cualquier moneda que no necesitemos».

La situación económica es algo que está entre el esfuerzo propio y los accidentes de la vida, cuando uno nace pobre, la posibilidad de salir de esa situación (la denominada movilidad social) varía entre países. Nuestra economía es muy buena produciendo pero pésima distribuyendo y, dado que esta persona fue de lo más amable e inteligente al pedir dinero, empecé a buscar en mis bolsillos porque yo sabía que tenía un billete de cinco dólares y un par de monedas que no llegaban a los dos dólares. Daniel, a mi derecha, hizo lo propio y Fiona, que estaba justo frente a él, se reprimió al ver que nosotros ya estábamos contestando al pedido de este señor.

El mendigo le dijo rápidamente que si también tenía voluntad, él le esperaba. A lo que ella, que sí entendía el español, respondió volviendo a sacar el monedero y realizando comentarios en inglés. «Take as much time as you need», dijo el mendigo. «Do you need something? Is anyone here giving you a hard time? No. If you need something, please tell me».

What? El mendigo hablaba un inglés perfecto y entendía absolutamente todo lo que comentaban nuestros amigos extranjeros, cuando se alejó todos quedamos con una sensación difícil de describir. ¿Qué hacía una persona perfectamente capaz de trabajar como traductora pidiendo monedas en la calle?¿Deberíamos sentirnos tristes o felices por él?. David me dijo que lo había visto durante diversas ocasiones en el sector.

Ahora que lo pienso, alguna vez le sucedió algo similar a mi hermana, donde un señor gringo le empezó a hablar en inglés para pedirle dinero por la tragedia que ese día le tocó inventar (y que otro día le pidió dinero a mi papá con una tragedia parecida), cuando mi ñaña le dijo que ella no speak english, él empezó a explicar todo el cuento en español. Le dieron dinero y enseguida vieron como uso el billete para comprar droga, al minuto. «Por lo menos era que finja», me dijo.

La diferencia abismal entre estos dos señores, y la razón de nuestra admiración creo yo, se debía a que el caballero que nos encontró el día de ayer no era nada más bilingüe, además era amable y educado. En otras palabras, era perfectamente capaz de calzar en la sociedad si así lo hubiera deseado, pero se veía muy feliz sin estarlo, tal vez hable un tercer idioma, al que muchos de nosotros le tenemos miedo, pero también admiración y reverencia. ¿Dónde se inscribe uno para aprender esa lengua?