Algunos toros sí se acuerdan de sus tiempos de ternero, tal era el caso de Rodrigo. Poco antes de finalizar el semestre, juntó a sus alumnos de último año y les contó sobre los inicios de su vida profesional. Los estudiantes tendrían un año de internado hospitalario antes de trabajar solos, pero esta sería, quizá, la última oportunidad de hablarle a todo el grupo. A los pocos días de haberse graduado, en épocas sin Internet, Rodrigo y su socio alquilaron una oficina en el primer piso de un edificio ubicado en el centro-norte de Quito, a pocos metros de donde cruzan las avenidas 10 de Agosto y 18 de Septiembre.
Al consultorio, equipado con material básico, llegaron unos pocos incautos que fueron atendidos con grandes dosis de profesionalismo y rigor. Sonriendo, el ahora diabetólogo detallaba el set de exámenes que enviaba a sus pacientes para —aprovechando el tiempo entre cita y cita— estudiar a profundidad los signos y síntomas de cada uno de sus enfermos. “Así se empieza guambras”. Guambras, es decir guaguas crecidos, o sea jóvenes.
Las piernas estiradas y la cabeza gacha, me acordaba de esta historia mientras esperaba al próximo paciente en mi segunda semana de medicatura rural. ¡Boom! Un fuerte golpe de sonido me devolvió a la realidad. Mi cerebro trataba de averiguar qué podría haber causado un estruendo en la pared trasera cuando, a los pocos segundos, la auxiliar del ministerio irrumpió en el consultorio. “¿Sí oyó, doc?”, preguntó con cuello y brazo extendidos; y la mano agarrando fuertemente la manija. “¿Qué fue eso?”, le respondí con un rostro de confusión tras haber asentido en silencio, un gesto que seguramente heredé de mi padre.
Caminé hacia parte exterior del consultorio y me senté en la sala de espera tratando de encontrar alguna explicación. Ahí me puse a conversar con mis otros compañeros —seguramente el odontólogo, la obstetriz, mi jefa o la enfermera tendrían alguna idea porque, a diferencia de mí, ellos ya llevaban algún tiempo trabajando en Nayón—, en esas estábamos cuando un hombre pequeño, en sus setentas, entró con pasos cortos al centro médico. Su ropa estaba humeando y se había chamuscado la mitad del cabello. El “boom” —dijo el anciano en un español que me recordó a mi infancia— provino de un tanque de gas que había explotado. El consultorio está ubicado a pocos metros de una empinada quebrada y el recién llegado había demorado un poco porque vivía justamente en el accidente geográfico que divide Nayón y Zámbiza.
Nada más verlo, empecé a sumar de nueve en nueve. Uno puede estimar rápidamente la superficie corporal afectada por las quemaduras porque la cabeza, cada brazo y pierna, la barriga, el pecho y sus contrapartes posteriores, todas representan aproximadamente un 9% de la piel expuesta. El 1% restante se atribuye a las partes que cubre el calzón moderno. El tipo de quemadura y el porcentaje de área afectada, determinan la gravedad de un paciente. El “abuelito”, así sería conocido de ahora en adelante, usaba poliéster; un tipo ropa que se adhiere a la piel tras el contacto con las llamas. La escena no pintaba bien. Esperé a que le tomen los signos vitales y, antes de examinarlo, ya andaba diciendo que vamos a tener que llevarlo “al Eugenio”, o sea al hospital de especialidades.
“Ya fuimos a hablar con los policías, doc. Ya están pidiendo permiso para ver si le pueden llevar al señor en la camioneta”, me dijo la auxiliar como si eso fuera normal. Y sí era, las ambulancias son escasas y rara vez llegan al pueblo. Hice cara de no haberme sorprendido y seguí con el examen físico. Llené una hoja explicando lo que sabía hasta el momento y le expliqué al abuelito lo que le iba a pasar. Me traté de enterar un poco de su vida porque, a diferencia de lo que pasa con los que estamos atrapados en los tiempos modernos, internar a un paciente en un sector rural puede generar inconvenientes que hacen que el paciente huya despavorido del consultorio. Muchos ancianos viven con su pareja o enviudan y viven solos. Este, según lo que entendimos, vivía con su hermana y ella había salido de casa en la mañana. No sé si se habrá enterado de la hospitalización de su hermano porque dudo que hayan tenido un teléfono. Seguramente vería la explosión en la casa y preguntaría en el centro de salud qué mismo es que pasó.
La camioneta doble cabina llegó al poco tiempo y yo agarré el puesto del copiloto mientras que el abuelito, y un segundo oficial se sentaron detrás. De cuando en cuando, el paciente se quejaba de que le quemaba la piel y tocaba controlar que no le abran mucho la ventana porque, sin la capa superficial, podía perder mucho calor corporal. Tomamos la autopista oriental y tras un corto viaje, que a mí me parecieron horas, llegamos a mi ex-hospital.
Ahí estaba yo con la autoridad investida por el “Dr.” a la izquierda de mi nombre. Los internos médicos me trataban con un respeto reverencial que solo se aprende en la Universidad Central. No era algo que me haya hecho sentir particularmente cómodo. No es difícil darse cuenta que, hace menos de un mes, era yo el que recibía las transferencias en esa misma sala. Me contemplé en esos apuros con nostalgia e hice lo posible para que los detalles de la condición del abuelito obtengan la atención necesaria. Los pacientes quemados son extremadamente delicados. Tuve que subir al piso de cirugía plástica a buscar al médico de turno para que bajara a examinar a mi paciente en emergencia; para ese entonces la patrulla ya me había abandonado y me quedé un buen rato hasta que todo estuviera terminado. Acabé el día en el mismo sitio donde me había formado como “doc”, caminé a la parada del bus donde se vende ropa con descuento. Vi a la distancia mi transalfa y esperé a que, por dios, se detuviera en la parada. Ya me había quitado el disfraz de médico y tomé un asiento en la ventana derecha. El hospital se despidió de reojo y me quedé pensando en cuán extraño puede ser un día que uno pasa ruraleando.