Son las diez de la noche en Vancouver (media noche en Ecuador) y eso significa que estamos a minutos de que se cumpla el primer mes del despegue del avión que me trajo aquí, tiempo más que suficiente para sentir algo de nostalgia. Tras el shock inicial —como buen hijo de mi patria, a mis veintinueve seguía viviendo con mis padres—, hoy puedo decir con orgullo que uno de mis compañeros nuevos en la residencia pensó que yo era de la camada antigua porque parezco conocer muy bien dónde está todo. Ciertamente manejar los espacios es importante, pero también es lo menos complejo. Es la otra dimensión de nuestro universo la que realmente me preocupa ahora que estoy viviendo en Green College: el tiempo.
Usualmente las personas andan con un máximo de cuatro materias porque son muy demandantes, muchos eligen dejar una o dos para hacer más llevadera su situación; pero dado que estoy aquí no con mi plata, sino con la de ustedes queridos mandantes, yo debo acabar mi carrera en el menor tiempo posible. Para empeorar la situación, en este trimestre se me ocurrió inscribirme en una quinta materia porque el profesor en un par de clases iba a ser Joseph Stiglitz. Todo esto sería manejable de no ser porque (como dice el cantante): «en el mar, la vida es más sabrosa».
Green College es una residencia donde viven exclusivamente posgradistas, profesores y posdoctorantes. Además de tener una vista al mar que a uno le hacen querer poner pausa a la vida, es un espacio de esparcimiento intelectual. Cada lunes, uno de nuestros residentes brinda una charla sobre su trabajo, o algo de interés y cada martes alguien de fuera de la residencia, pero con un perfil similar, hace lo mismo. La cosa no acaba ahí: clases de salsa, dibujo, excursiones, observación de aves, break dance o cualquier otra cosa que una de las cien personas que vive aquí te puede enseñar son parte del menú.
Hace menos de treinta minutos, acabo de regresar de mi primera Coffee House, un programa de dos horas donde cualquiera de los greenies —léase «grinis» en castellano— se inscribe para demostrar su talento. Seis minutos de gloria. Una media docena de personas cantaron con su instrumento favorito, y en muchos casos me sentí en una cafetería escuchando música en vivo, hubo también un sketch de comedia, una lectura sobre acordeones (aquí es cuando extraño ser proeficiente en el manejo del idioma) y otra de poesía, Arthur tradujo al inglés «Embriagaos» de Baudelaire:
Hay que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso: es el único problema. Para no sentir el horrible paso del Tiempo que quiebra vuestros Hombros y os curva hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las escalinatas de un palacio, en la hierba verde de una cuneta, en la soledad sombría de vuestra habitación, os despertáis, con la embriaguez disminuida ya o desaparecida, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os responderán: ¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como gustéis.
Danza, improvisación, dibujos en vivo y al final un sing along, todos cantando la misma melodía compuesta para la ocasión. Debo sentir que me sentí chiquito entre tanto cerebro y a la vez feliz, es un deleite estar entre gente que ha sabido cultivarse. Supe que va a ser realmente triste tener que partir. Un poco embriagado de placer, y sin pensar mucho en los detalles, les confieso que —a pesar de haberlo olvidado ya— siempre quise un hogar así.