Legere ergo sum

Tengo un problema. Es algo inesperado porque no creí que pudiera volverme a pasar a mis treinta, pero me he vuelto a enamorar. Al principio, dudaba. Me decía a mí mismo «tal vez mi familia no lo acepte», pero siempre han sido comprensivos conmigo. La verdad… el del problema soy yo. Aceptar mi amor implica dejar muchas cosas atrás: estoy asustado. Sin embargo, escribo estas líneas porque he llegado a un punto de no retorno y si no reflexiono —y actúo en consecuencia— esto puede terminar en tragedia.

Me he enamorado de los libros. Aunque hemos convivido por años, nunca habíamos pasado de ser «mejores amigos». En el colegio, leía un libro por semana (medio libro si habían chorrocientas páginas), pero nunca pensé en ellos como algo más que una distracción. Me coqueteaban, pero siempre destiné mi tiempo a cosas más serias: la espiritualidad, el activismo, la medicina, la política, un posible doctorado. Sin embargo, algo pasó, déjenme contarles:

En los primeros días de marzo, el gobierno de Ecuador firmó un acuerdo con el fondo monetario internacional. Ese acuerdo exigía la salida de unos cuantos miles de empleados públicos. Uno de esos fui yo. Tenía un excelente rendimiento, pero no estamos en un país donde eso sea estrictamente tomado en cuenta, más bien lo contrario, afrenta al statu quo. Lo que pasó a continuación es que perdí mi rutina. Volví a casa. Empecé a buscar trabajo. Pronto me di cuenta que no era precisamente el mejor momento. Mis padres me ayudaron. Con su dinero, dejé de preocuparme. Terminé con nuevas responsabilidades ajenas a las económicas. Era un mal amo de casa y, lo que es peor, un empedernido dueño de mi tiempo. Leí. Leí como nunca antes había leído y me atreví a algo nuevo: contar historias.

Me parece que siempre lo he querido, ¿a ustedes no? Reuní valor (y cincuenta dólares) y fui a un taller para acabar un libro. Ese libro no existía, así que empecé un nuevo relato con una idea vieja. El libro está a medias, pero acabé los tres primeros capítulos. Me ocupé, o más bien la vida me ocupó y no pude seguir. Pero algo se transformó en mí. Ya no tenía el deseo vago de escribir un libro alguna vez. Había empezado uno y más bien la pregunta ahora es cuándo tendré el tiempo de acabarlo. Pero. La vida sigue. Siguió. Me interrumpe y es trágico. Leer es más fácil, no requiere acción, dilata el compromiso.

Y aquí es cuando un autor me abofeteó con su libro: Neil Gaiman, La vida desde las últimas filas. Me dio envidia. Es eso. Él supo desde niño que quería contar historias y pasó en bibliotecas en lugar de guarderías. Se enamoró de la literatura y le dedicó todo el tiempo que nunca tuve. Aprendió de ella, le da lo mejor de sí. Se gustan, se aman, y hasta logra solventarse. Maldita sea, le tuve envidia porque no creo que haya algo más enriquecedor: literaturizar la vida.

Me siento como Bruce Willis al final del Sexto sentido —reinterpretando su pasado tras una gran revelación. Recuerdo que mi biografía de redes sociales siempre pecó de sincera: «leo mucho, escribo un poco». Veo mi casa y sé que mi posesión más preciada son mis libros. Es lo único que realmente colecciono, es aquello que busco cuando salgo de compras. ¿Sabes qué hago cuando estoy inspirado? Escribo. Hasta sentir que me he vaciado en el texto. Aquí. Este soy yo. ¿Saben que me apena en la vida? Saber que no viviré lo suficiente para leer todo lo que quiero. ¿Mi proyecto pendiente? Publicar algo antes de morir. Que ciego he sido.

Estoy confundido. No sé si esto tiene que ser una tragedia. No sé qué oportunidades tengo, ni qué riesgos debo enfrentar para convertirme en alguien que, principalmente, lee y escribe. Por supuesto que tengo miedo.