¿Está mal citar a Keanu Reeves en un momento triste? Porque pienso hacerlo. Pienso compartir un diálogo de una entrevista que se suponía iba a ser estúpida. Una entrevista para promocionar John Wick. Stephen Colbert quiere tomarle el pelo a su protagonista, dado que hay tanta masacre.
—¿Que crees que sucede cuando mueres, Keanu Reeves?
Pausa. El público ríe, por el simple hecho de que están acostumbrados a reír, tal vez se encendió un letrero aconsejándoles hacerlo. No es un momento solemne, al menos no se supone que deba serlo. Pero Keanu se toma las cosas en serio. Lanza un bufido antes de lanzar una bomba. Sabe que es una pregunta que se debe tomar con pinzas, porque todos mantenemos una misma esperanza sobre lo que sucede después de la muerte, pero con creencias distintas. Keanu encuentra, dentro de todas las posibles respuestas, una de las más grandes verdades universales:
—Sé que quienes nos aman, nos extrañarán.
Isaac fue mi último abuelo, el más cercano, el que dejó una clara impresión en mi niñez, el que me enseñó en el diccionario la definición de éxito. Me enseñó a tomar el trole, a no tenerle miedo a los perros (aunque con poco éxito), pero sobre todo me enseñó a actuar según tus convicciones con cero palabras, con puro ejemplo. Te voy a extrañar.
El día de su despedida, mi padre escribió un mensaje que editamos juntos antes de leerla en voz alta. La comparto aquí para que se pueda leer siempre.
Quito, 29 de julio de 2019
Elogio a mi padre
Es difícil imaginar a Isaac como un niño. Después de todo, lo hemos llamado “Papi Isaac” durante los últimos cincuenta (o más) años. Pero en algún momento, Isaac fue una ilusión y un bebé. Correteaba por los caminos de tierra que hoy se han transformado en las Avenidas 10 de agosto y Colón. Sí, Isaac fue un niño y su madre, de vez en cuando, lo reprendía.
Su padre era periodista. Los tres vivían en una casa hermosa. Nuestros familiares más antiguos hablan de patos en el lago, espejos de plata y profesores de piano. Lamentablemente, todo eso quedó en el pasado cuando fueron violentamente expulsados de su hogar. Los textos de su padre en contra del gobierno de Isidro Ayora tuvieron un desenlace fatal. Isaac padre se vio obligado a abandonar el país, dejando a Isaac hijo y a Carmen, su madre, en una situación de indigencia.
Desde entonces, no hubo maneras fáciles de “salir adelante”. Tener ropa limpia implicó bajar al río para fregarla en las piedras. Estudiar implicó leer textos escolares a la luz de una vela; literalmente, quemarse las pestañas. No se rindieron. Con el tiempo, Isaac dejó de ser niño y consiguió empleo en una fábrica de alfombras. Fue ahí donde conoció a quien llenaría su vida, mi madre: Fanny. Juntos iniciaron más de una nueva aventura. Una nueva familia y su propia fábrica de alfombras. Fue el amor de Isaac por Fanny lo que lo impulsó a salir adelante, pero ese mismo amor lo consumió cuando, años más tarde, tuvo que sobrellevar su muerte a una edad demasiado temprana.
El negocio de alfombras —que en cierto momento producía muchísimo dinero y productos que terminaron en otros países— se vino a pique. Isaac decidió resignificar su vida reconfortando a la gente que más necesitaba de atención: los discapacitados y los enfermos incurables. A menudo, nos contaba las historias de la gente que él visitaba en la Roldós, el Comité del Pueblo, Chillogallo o La Bota. Y lo hizo hasta una edad muy avanzada, incluso empezamos a temer por su seguridad. Casi en sus ochenta, fue atropellado y, en el hospital, le descubrieron un cáncer de próstata, le daban un mes de vida.
Se mudó a la ciudad del Tena, con menos autos y un clima amigable. Ahí vivían sus hijas Mónica y Mercedes. Quizá, pensamos con un trágico optimismo, ese fuera un buen lugar para morir. Pero lo que pudo ser una crisis, se transformó en oportunidad. Isaac no paró. Empezó a recorrer la ciudad y los alrededores, a conversar con nuevos enfermos, a nunca rendirse. Por sorprendente que esto suene, el cáncer remitió, como si hubiera sido un plan de Dios para acercar a Isaac otras personas que necesitaban escuchar de él.
No me malinterpreten, mi padre no era un santo. Estaba lleno de defectos porque era extremadamente humano. Sin embargo, siempre trató de ser la mejor versión de sí mismo. Y es algo que se esforzó por transmitir a sus hijos, nietos y vecinos desde una edad muy temprana, cuando confundían su nombre y lo llamaban “abuelito ZigZag”. El abuelito entraba a las habitaciones de los niños y se paraba justo frente al televisor encendido. Los animaba a salir y explorar la vida. En más de una ocasión los condujo hacia las faldas de la montaña porque amaba el campo, los bosques, el aire fresco.
Isaac se nos adelantó. Es justo decir que ahora, en brazos de mi madre, se ha ganado su merecido descanso. Me gusta pensar que haremos algo de justicia al llevar sus cenizas a la montaña. Saber que sus restos se transformarán en césped, en piedra y en arroyo. Me da gusto saber que mi padre se transformará en el espacio al que siempre nos invitó para que disfrutemos y nos redescubramos, para que nos conectemos con la esencia divina y eterna de la que hoy forma parte.
Gracias a todos y cada uno de ustedes por acompañarnos en estos momentos. Por su cariño y solidaridad. De parte de nuestra familia, que Dios les bendiga. De parte de mi padre, no olviden reencontrarlo en el prado, en la naturaleza, en los bosques de las faldas del Pichincha.
Jorge.