Cuando murió mi abuela, no fui a su velorio. No quise. Recordaba que no me agradó para nada la ceremonia cuando partió mi abuelo y se lo dije a mamá.
—No voy a ir.
—¡Pero es mi madre!
Respondí con algo parecido a “no me importa”. Creo que nunca se sintió tan traicionada. La verdad es que no podía entenderla. Jamás en la vida me había faltado mi madre. Más bien lo contrario. Una vez me fui a la escuela sin desayunar (el chofer del bus era extremadamente puntual) y cuando llegué mamá estaba ahí con una taza de leche con café. Me la tomaba mientras me decía que jamás vuelva a salir de la casa sin haber comido algo. Es un recuerdo que llevo como un tatuaje. Mamá en uniforme dándome de comer.
El velorio de mi abuela transcurrió como debía, supongo. Todos continuaron más o menos con sus vidas como pudieron, excepto Paty, mi prima. Quien alguna vez fuera una persona exclusivamente risueña. Esa Paty no volvió. La familia estaba totalmente destrozada porque todos nuestros rituales giraban en torno a la abuela: la fanesca, la colada morada y la novena de navidad. Cuando era niño, cuatro de los seis hermanos vivían con los abuelos. Las otras dos hermanas visitaban la casa con frecuencia. Yo incluso tenía la llave porque vivía a meras dos cuadras. La casa de los abuelos era nuestra Mecca. Fue duro cuando murió el abuelo, pero esto era un terremoto preguntando si el edificio va a seguir entero.
La casa se sostuvo. Se sostuvo porque migramos todas nuestras tradiciones y reuniones al portón de enfrente. En retrospectiva, era apenas lógico. Mi tía Colombia era la que dominaba las recetas familiares. Jamás se alejó de mis abuelos y era mamá en derecho propio. La ñaña Colombia se convirtió en el nuevo centro de la familia. Mi mamá siempre se refirió a la tía como la más fuerte de las hermanas. En mi memoria, “la Colombi” empezó a existir al graduarse del colegio, como alguien extremadamente responsable. Nunca conocí una versión infantil de mi tía. Jamás supe de alguna travesura de su infancia. Al contrario, era quien corregía a mi abuelo y apoyaba a la abuela. Quien le dijo a mi madre qué estudiar. Y en ese presente, quien tejía todas mis bufandas y sacos de lana. La pregunta en navidad no era tanto, ¿qué me irá a dar? Sino cuál sería el modelo del saco y el color de la lana.
La transición había empezado incluso antes de la muerte de los abuelos. Cuando papi Julio aún vivía, le dijo a Paty que prendiera las velas para empezar la novena. Ella le dijo que tenía eso prohibido y papi Julio me dijo: prende tú. Mis papás aún no me han prohibido nada. Y entonces agarré los fósforos y lijé esa cabeza. Me sentí más varón que nunca. En ese entonces, ya rezábamos la novena guiados por la abuela, pero en casa de mi tía. También allí se desgranaban los choclos, se desmenuzaba el bacalao, se repujaban las empanadas. Ahora que lo pienso, si mi abuela pudo seguir tanto tiempo al frente de las novenas, fue por la paciencia, trabajo y dedicación de todos mis tíos, pero especialmente de mi tía Colombia.
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El miércoles recibí un mensaje de mi madre. “La misa empieza a las 12 pm, voy a hacer una lectura”. El enlace me llevó a una cámara aérea de la capilla donde velaban a mi tía. Cuando empezó la ceremonia, doce personas mirábamos en línea. Había ya algunos comentarios de pésame a la familia y me di cuenta de que no era el único atascado en la ciudad equivocada. Mi tío Richard había tomado el primer avión disponible y estaba sentado en la primera fila junto al esposo e hijas de mi tía. Detrás estaban mis otros tíos y en tercera fila la familia política. En la columna derecha estaban mi mamá y mi hermana. Regresé a ver mis ropas preguntándome por qué no estaba vestido de negro. Supongo que son accidentes que no ocurren cuando tienes con quien compartir el luto.
“El señor es mi pastor, nada me hace falta”. Mamá leyó el salmo responsorial que jamás falta en un velorio. Creyente o no, el salmo 23 es una de las poesías más lindas jamás escritas. “Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo”. Mamá debe haber perdido la cuenta de las veces que ha leído ese salmo para consolar a alguien más. Hoy, mientras leía, esperaba que pudiese consolarse a sí misma.
No voy a mentir, ver la misa fue algo completamente extraño. La voz del sacerdote tenía un ritmo completamente extraño, y el servicio exequial había contratado a alguien que haga las veces de público en el micrófono. Sin esa persona, la voz del sacerdote hubiese dialogado con decenas de murmullos inaudibles y seguro buscaban corregir eso para mejorar la experiencia de quienes veíamos en línea. Tal vez todo empezó porque en la pandemia, el sacerdote era el único presente en la ceremonia. En todo caso, los únicos momentos reales de la ceremonia estaban a manos de mi familia.
A parte de Paty, la tía Colombia tiene dos hijas: Paola y Anita. Ambas se dedicaron a las letras, igual que su papá. Paty es médica, y fue con ella que me entendí mientras mi tía estuvo en el hospital. Fue ella quien me escribió en la madrugada a contarme que mi tía “se fue”. Cuando mi tía recibió su diagnóstico, toda la familia estuvo ansiosa y confundida. Nosotros, al contrario, teníamos una idea bastante clara de lo que sucedería. Las terribles desventajas de haber pasado años estudiando para momentos de impotencia como esos. Creo que nadie más en la familia puede entender lo que es eso.
Mientras se desarrollaba la ceremonia, mi cerebro trataba de procesas esas palabras. “Se fue”. Y yo decía, ¿se fue realmente? Desde hace tiempo, creo en esa doble muerte de la que habla la película Coco. Nuestras ideas y actos nos sobreviven y dejan una parte de nosotros en el mundo. Sé que es poco consuelo, pero una persona no se va del todo. Al mismo tiempo, pensaba que hay cosas que definitivamente se van. Las caricias, los abrazos, los olores… Me preguntaba si sería capaz de encontrar palabras adecuadas para hablar también de esa vida eterna que mencionaba el sacerdote. Eterna mientras recordemos.
Una desconocida tomó el micrófono y anunció que leería algo a nombre de Ana María. Si esto fuera una montaña rusa, este es el momento donde te aseguras de que te pusiste bien el cinturón. Mi prima me ha sacado lágrimas, aunque no se lo he contado. Recuerdo que estaba en un hotel en Toronto, en medio de una conferencia cuando leí un texto suyo. No voy a mentir, me perdí la conferencia magistral por leer ese texto y quedé devastado. Mi esposa solo vio que me descuajeringaba en la cocina, llorando desconsoladamente.
Es difícil transmitir todo lo que dijo mi prima, es más, sería absurdo intentar replicarlo aquí. Pero creo que su reclamo de que la vida es tan hijueputa fue justo. Así como justo fue todo lo que dijo de mi tía, de lo solidaria que era. No me malentiendan. Odio que, en los funerales, todo el mundo solo habla cosas bonitas de los muertos. Lo entiendo desde la lógica y tal, pero siempre me ha molestado. Ahora, ese resumen de vida, ese elogio, me parecía totalmente balanceado. Mi tía vivió para servir a otras personas, independientemente de cuánto tuviera en el bolsillo. Mis recuerdos de ella son tres: estaba preparando comida para alguien más, o estaba extendiendo la mano para darle algo a alguien más, o estaba tejiendo para alguien más. Si fue injusta con alguien, fue con ella misma, por haber dado a los otros demás.
La otra cuestión con el discurso de Anita es que era un poco escuchar hablar de mi madre. Estoy seguro de que, de haber estado en la misa, mi hermana y yo nos hubiéramos regresado a ver como diciendo “ve, mi mamá es igualita”. Lo cuál hubiera sido chistoso en cualquier otra circunstancia, pero no un velorio donde estas palabras nos infundían miedo. Miedo a perder a mamá, a que me deje tomar el bus sin desayuno y no esté estacionada frente a la escuela cuando llegue. Miedo a la vida, porque es inevitablemente hijueputa. Miedo a estar lejos en el momento equivocado, a quedarse lejos, a todo lo demás. Perdón mamá, debí haberte acompañado al funeral.
Hace pocas semanas, mamá me comentó que mi tía hizo un gesto de agradecimiento. Estaba contenta de que compré los pasajes de avión. Estoy seguro de que esperaba verme, a mi esposa y a mi hija. Estoy seguro de que quería darme un abrazo y, obviamente, regalarme una bufanda. Pero hay abrazos que cuestan miles de dólares y solo son asequibles en ciertas fechas. Hay abrazos para los que uno tiene que programar anticipadamente un reemplazo en la cafetería y consultar con las regulaciones regionales. Hay abrazos que son más difíciles porque te fallan las fuerzas y el cuerpo no te alcanza.
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Días atrás empecé a reorganizar la ropa. Con el fin del verano, uno tiene que reorganizar el clóset para que las cosas abrigadas estén a mano. Puse todo lo que me iba a ser útil en una bolsa y, como no sabía exactamente dónde ponerla, la dejé en el suelo. Ha estado ahí un par de semanas sin pena ni gloria. Hoy Alice se tropezó con la bolsa y se quedó fascinada con las bufandas. Se enrolló una en el cuello y casi ahorca a la mamá con la otra. Me la colgué al cuello, es prácticamente un abrazo.