Hace 11 años yo asistía cada domingo al edificio de los espejos, subía al tercer piso y me encontraba con una sala vieja, un piso alfombrado vastamente y mis compañeros del taller de literatura, dirigido por Diego Velasco. Ahí matábamos darlings a semana seguida. Nunca olvidaré cuando Juanpablo tomó el texto de un recién llegado, orgulloso como Correa y empezó a desmembrar cada frase. «Esto, me quedaría con esta línea» dijo mientras volteaba la hoja casi toda tachada para devolvérsela al autor. Uno disfruta esas masacres, demora sus textos porque no vaya a ser que te boten la casa.
A finales del primer año, fuimos todos a Riobamba al encuentro nacional de escritores. Yo no lo sabía entonces pero es una cualidad de todo colectivo unido por una etiqueta el reunirse para intercambiar reconocimientos. Recuerdo poco, me mantuve distraído stalkeando a dos cuencanas. A Claudia le gustaba estar con el rock, tatuajes, supongo motos, así que los que nos dedicábamos a las letras mejor nos enfocamos en Ingrid, una chica con rasgos orientales (de la selva amazónica, no de otro continente), tez morena y ojos verdes. Evadía cualquier galantería con la frase «solo soy profeta en mi tierra».
Dejé el taller un poco hastiado, otras ramas habrían de crecer en mí y pode esa al tiempo que veía como se ofreció un trato algo displicente a personas que no calzaban en el estereotipo de escritor. Además, era joven. Extraño a ese grupo, hubiera querido ser parte de la primera edición de cuentos de «la.kbzühela», conocer a los nuevos talentos. Ser mejor que alguien que se va queriendo ser mejor.
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El jueves pasado abrí mi buzón de correo y me encuentro con un archivo de 395 páginas encabezado por Asalto al Palacio, de Gabriel García. Inclino la pantalla para que la luz que entra a mis espaldas no me estorbe, trato de apartar los hombros para distraer al dolor de espalda y empiezo a recorrer las líneas, que digo líneas, empiezo a recorrer el palacio. Esto es increíble. Es periodismo narrativo.
Escribir en un diario de forma convencional es como atravesar un río en balsa –nos dice Diego– hay que trabajar el día a día (conocer las aguas), saber cómo reaccionar, ser rápido, tener recursos a mano. Es el periodismo de «el occiso reposaba inmóvil sobre la carpeta asfáltica». El periodismo narrativo, por otro lado, es la descripción detallada de una historia. Donde uno deja la pantomima de ser objetivo y narra desde la posición que uno guste. «Un muerto en la calle». Y más que eso: su nombre, edad, sexo, vicios, dilemas, contradicciones… que reflejan las nuestras. Es el buceo de profundidad.
No es importante quien cuenta primero la historia, sino quien la cuenta mejor.
Fonseca nos distrae de las cotidianidad de lo digital, tiene súper poderes. Logró que un Nobel de economía, Stiglitz, detenga el tiempo. Algo de eso debe saber. Después de todo, entrevistó a su profesora de escuela y, a través de ella, conoció también a su Joe, el papá.
Esa cazería resultaba tan placentera como encontrar en Internet el puto libro pirateado que nadie tiene, como bajarse el estudio de Nature sin pagar el fee, pero mil veces mejor. Seguir un cabo sin saber donde está el otro extremo.
Esa vida, me pareció increíble.
Comprendí que soy un escritor mediocre. Soy quien escribe todo porque no investiga lo suficiente. Me va leer gente pero ¿narrarla? ¿darle vida y voz? Prefiero ser un asesino mojigato de sus tamaños, formas, olores y quedarme con sus ideas, lo que me sirva de entre sus neuronas. Ergo, el ensayo. No me deleité con las historias, me quedé en los textos, como mirando acordes sin escuchar la música. También hago eso. Voy al cine y me fijo en la coherencia de la historia, menos mal no sé de pintura porque, sino, estoy seguro que me perdería en sus no-detalles. Puta madre.
Estoy golpeado, destrozado. Acabo de llegar y, al sacarme los trapos, empiezo a ver moretones, petequias, ciertas partes de mí incluso destilan sangre fresca. Quiero ser Diego Fonseca.