Si tuviera que dividir mi vida en capítulos

Empezaría con mi infancia, con esas épocas donde vivía con mi abuelo dentro de casa. Cuando mis dos tías eran vecinas y madres, mis primos y primas nuestros hermanos. Comenzaría por dibujar, quizá, el mapa de mi Quito. Con mi casa en el centro, el condominio donde vivía la tía Fanty como límite superior y la casa del Robert en el margen de la base. Hay detalles que no podría olvidar: el potrero desde donde nos manchábamos los pantalones de verde, por usarlos como resbaladera. La cancha de ecuavóley donde jugaban mis tíos, donde el Christian y yo jugamos fútbol, el potrero de atrás donde los grandes jugaban a las canicas. La cancha de frontón donde corríamos con (¿de?) los perros del Gilberto. Ahí aprendí a pegarle a la pelota de tenis con una raqueta de la que estaba muy orgulloso. Era negra y se veía mejor que la raqueta de mi hermana, que ella había coloreado con pintura de cerámica. Ese capítulo incluiría el dinosaurio que yo pinté, primero de negro, y después con verde y dorado usando los dedos de las manos. Atreviéndome a usar el pincel sólo con los ojos, sólo con blanco y negro. Porque la que era buena para eso era mi hermana. Esa infancia donde nuestros papás nos llevaban a un nuevo bosque cada fin de semana, o sino a tomar un «zanzibar» cada mes (y yo pedía helado de chicle).

En esas épocas, todavía vivían mis tres abuelos, un día la abuelita Carlotita me regaló una manzana y yo la mordí porque se veía bien, pero por dentro era arenosa. Esperé que se fuera y la boté en el jardín donde estaba plantado el árbol de capulí. Me metí en el cuarto del ñaño Washo a ver televisión. El retrato de mi primo sobre los parlantes, el equipo de sonido, la televisión. Siempre en ese orden. Y mientras me perdía en algo parecido al chavo del ocho, mi abuela recogía la manzana que yo había tirado, la limpiaba y la tenía entre sus manos. Es que los niños, y no importa cuánto se diga lo contrario, somos desalmados. Qué no diera ahora por sentarme a lado de mi abuela a tragarme arena, si eso me diera.

Dentro de algún momento, mencionaría las navidades y los días festivos cuando mi hermana nos organizaba para hacer un programa mejor que cualquiera que haya visto después en sociedad. Recitábamos, cantábamos y actuábamos en obras de teatro que nosotros mismo nos inventábamos. Bueno yo no, alguien se las habrá inventado. Hacíamos concursos y dábamos premios a los ganadores, nos peleábamos por las sorpresas, que no eran otra cosa que bolsas con juguetes y caramelos. Las navidades, sin embargo, eran las fiestas más especiales y ritualistas. Nueve días de rezar el rosario. Para los pequeños, nueve días de repetir el siseo que producía el latín de la abuela y reírnos cada vez que nos mandaban a callar. «Miserenobissss, ji ji ji». Creo que nunca habrá algo que construya tanta expectativa en una fiesta familiar. Quizás el tamborilero y la duda de saber si alguien añadirá más poms al final del coro. En una de esas novenas, papi Julito le dijo a la Paty que prendiera la vela antes de empezar a rezar. «No me dan permiso, papito». Mi abuelo frunció el ceño soltando un quésf; y así, con el ceño fruncido, rescató la caja de fósforos y me dijo «prende vos». Esa fue la primera vez que prendí un fósforo. Me salió al segundo intento, no tenía idea de lo que estaba haciendo pero en ese momento me salió un orgullo como ningún otro. Esa, y no otra, fue la única vez que me lucí frente a mi abuelo. No recuerdo haber tenido otras oportunidades, no recuerdo haber tenido mucha interacción con él. A diferencia de los hijos de Miguel y Colombia, mi ñaña y yo éramos familiares lejanos. Ella menos, la Ely sí había pasado su infancia en la casa de mami Coti. A mi hermana, los días de su primera infancia la cuidó la abuela. Yo tuve otra suerte.

A mí me cuidó la Vicky, por el día. En la noche y los fines de semana le tocaba a mi mami (o a veces a alguna de las tías). De vez en vez nos visitaba el Javier, el hijo menor de la Vicky, con quien yo también jugaba. Yo le quería como a un hermano menor. Tenía una forma de hablar particular que, supongo, aún me dará ternura. Es poco lo que recuerdo de ellos, me cuesta admitirlo…

El Carlos Andrés Huertas Oleas, y su hermana Karen, la mamá que no nos quería mucho y el papá que nos caía mejor. Vivían todos en un cuarto pequeño al que nunca entré. Tampoco iba mucho a la casa de mis primos. Jugábamos todos en el patio, en el césped, en la construcción a medias. En el club, que era una casa de madera que construyó el Angelito —a los quiteños nos encantan los diminutivos— el papá del Vini y el Santy. Ahí metimos una vez a un conejo, ahí vivió el Rocky hasta que mi papi lo desterró. El primer y único perro que hubo en casa en esas épocas. En esos terrenos teníamos las fiestas de cumpleaños donde una vez el Vini y yo peleamos «de chiste» usando guantes de box. Yo, hasta ahora, no sé pelear. Fingí que no me dolió mucho pero creo que luego subí a mi casa a llorar. Ahí sacábamos los juguetes, yo el camión de bomberos con la escalera plegable y el otro que, ahora que lo pienso, servía para arreglar postes. El Vinicio sacaba ese dinosaurio gigante, un T-Rex que siempre envidié, y que todavía existe en la casa del Robert en el Tena.

Estará mi dieta de pies de barbie, mi hermana siguiéndome por toda la casa. Sus accesorios, su carro playero, su tienda de acampar. A mí me dolió cuando mi ñaña regaló todas esas cosas, jamás confesé eso. Después de todo, yo disfrutaba verla jugar con eso. Uno se quiere deshacer demasiado pronto de la infancia, del coche de madera, de los transformers, de los dinosaurios de goma, de la bmx, de la pelota marca molten. Lo que queda, está fragmentado. Agarrándose de donde puede en una memoria que, por naturaleza, no vuelve atrás.

 

Hombre en bici

¿Están equivocadas la mayoría de publicaciones científicas? – Crisis de Replicabilidad

Hacer ciencia no es encontrar la verdad, eso es posible en muy pocos casos. Lo que se hace, en cambio, es tratar de aproximarse a la certeza. No podemos afirmar que no existe una civilización extraterrestre en el lado oscuro de la luna, pero podemos decir que las probabilidades son muy pequeñas. ¿Cuánto? ¿0.0001%? ¿0.0002%? Realmente no importa, ¿verdad? El punto es que es casi imposible que existe vida inteligente en la cara oculta de la luna.

Pero no a todos les satisface esa respuesta. Si un científico va con estos datos a una entrevista de televisión, el entrevistador le pedirá que responda de forma consistente:  o no.

— Estamos aquí con el experto en astrofísica Juan Pérez PhD. para hablar de su investigación sobre el lado oscuro de la luna. Digamos Dr. Pérez ¿existen los extraterrestres?
— Buenos días. Bueno, eso es difícil de responder. Cuando se trata de ciencia, uno no puede hacer afirmaciones tan tajantes.
— Pero ¿qué indican sus experimentos?
— Oh, pues que las probabilidades son muy pequeñas.
— Bueno amigos, ya escucharon al experto, es posible que haya vida inteligente de otros planetas y más cerca de lo que pensamos.
— Pero yo no dije…

Y no son sólo los reporteros de televisión, otros científicos que quieren basarse en investigaciones de sus colegas, también quieren respuestas concretas. Nosotros también queremos respuestas exactas para tomar decisiones importantes. Especialmente en momentos donde nos sentimos amenazados y frágiles

— Bueno doctora ¿este medicamento funciona o no?
— Señora, este tratamiento es efectivo en el 98% de los casos.
— ¡Uy doctora! O sea que puede que no funcione conmigo, yo siempre tengo mala suerte. Vamos nomás donde tu primo el de la ayahuasca, Pedro.

Decir la verdad, en detalle, puede generar desastres porque los humanos no somos buenos procesando hechos en un nivel que va más allá de nuestra comodidad. Entonces los científicos se cansaron de dar explicaciones largas y se inventaron una respuesta corta, la significancia estadística. Esto quiere decir que si algo funciona en la mayoría de casos, pues ya está, lo tomamos como verdad. Asumimos que el resultado es producto de nuestro experimento y no fruto del azar. Un cinco por ciento de errores es admisible en la mayoría de los casos. ¿En ciencias sociales? Quizás mucho más.

Captura de pantalla de 2016-08-24 11:17:00Cuando consideramos estos números y los aplicamos al sistema de publicaciones científicas nos encontramos con un hecho bastante feo: Debido a esa decisión de aceptar cosas aún cuando no cuadran del todo, 31% de las publicaciones científicas podrían presentar resultados errados. Esto fue descrito en un artículo publicado por John Ioannidis en 2005, y desde entonces los científicos se dedicaron a investigar qué tan certera era esta afirmación. El proyecto de replicabilidad, por ejemplo, repitió cien estudios sobre psicología para darse cuenta que sólo 36% de los estudios eran estadísticamente significativos válidos. Y que en esos casos, los resultados no eran tan impresionantes como se describieron la primera vez. Lo mismo sucedió con 53 estudios de referencia sobre cáncer, sólo 6 obtuvieron resultados similares la segunda ocasión que se realizaron los experimentos, incluso trabajando de cerca con los investigadores originales.

A esto se le suman otros problemas de los estudios científicos, como que nadie quiere publicar resultados de investigaciones ya hechas anteriormente aunque se demuestre que los resultados fueron distintos. Que los estudio sin resultados son menospreciados —es decir que a nadie le interesa publicar que algo no funciona, aunque sería interesante para no volverlo a intentar. Esto ha llevado a los científicos a ajustar sus experimentos para revelar «verdades» que no aparecían en los experimentos originales, a cambiar el número de muestras en su experimento, escoger unos datos y otros no, y otras cosas más.

Sin embargo, toma mucho más que unas simples líneas entender el problema, y muchas más hablar de lo que se puede hacer para solucionarlo, pero es algo sobre lo que definitivamente tenemos que hablar. Y creo que el video de Derek Muller explica muy bien por dónde empezar. Por eso, traduje los subtítulos del video y ahora se encuentran disponibles en español. Les recomiendo verlo hasta el final.

Presiona «CC» en la parte inferior del video para habilitar los subtítulos en español


PS: Es mejor ver el video desde una computadora pues los subtítulos en dispositivos móviles se cortan. Hubiera querido darme cuenta de esto antes para acortar el número de caracteres en cada línea pero no es posible hacerlo una vez que los subtítulos han sido aprobados por la comunidad de Youtube. En otras noticias, ¡ya se puede subtitular directamente en YouTube, yay! ¿Lo bueno? No hay que depender de herramientas externas y cualquier puede contribuir y Youtube muestra los nombres de quienes realizaron los subtítulos en los créditos ¿Lo malo? Se necesiten por lo menos tres personas tratando de subtitular un video para que finalmente aparezcan publicados (uno subtitula, dos revisan) aunque con una baste para hacer el trabajo. Tampoco parece muy fácil corregir los errores de los subtítulos una vez que estos han sido publicados.

La tercera guerra mundial (cómic)

ww3_es

Samuel Cueva

La verdad se llama Sam Cave, pero este es un blog en español 😛

Lo encontré mientras esperaba al bus en Wesbrook Village, un barrio pequeño ubicado dentro del campus de mi universidad.