Conferencia brindada en el Centro Safra de la Universidad Harvard en la primavera de 2011 (Aaron tenía 24 años de edad)
Desde sus primeros momentos en la Tierra, los bebés se aburren.
Los bebés se aburren tanto que, de hecho, esa es la base de la investigación moderna de bebés. Muéstrale tres puntos (…) a un bebé y los mirarán intensamente por un tiempo, antes de aburrirse y mirar a otro lado. Cambia la posición de los puntos (∴) y los mirarán por un rato, y luego se aburrirán otra vez. Pero añade otro punto (….) y volverán a observar intensamente. Los científicos están encantados: ¡los bebés pueden contar! Pero pasan por alto algo aún más importe: los bebés se aburren.
En otro estudio, se les dio a los bebés una almohada especial de tal manera que pudieran, mediante movimientos de su cabeza, controlar el movimiento de un móvil. Estos infantes no sólo aprendieron rápidamente a mover el móvil, el descubrimiento fue seguido por lo que los investigadores denominaron “sonrisas y arrullos vigorosos”. Como se observó en un estudio posterior, “Incluso observaciones casuales de infantes revelaron su deleite en hacer que los eventos ocurran”. En otras palabras, los infantes no sólo juegan porque están aburridos ―desde el nacimiento, conocen el placer de descubrir cómo funcionan las cosas.
Honestamente, tiene sentido que los bebés quieran descubrir cómo funcionan las cosas. ¡El mundo es confuso! Está lleno de extraños avistamientos, sonidos y olores, un nuevo mundo de saborear y tocar. La mejor manera de que cualquier cosa tenga sentido es trabajar en ello lo mejor que puedas, mirando a todas las cosas nuevas y tratando desesperadamente de descubrir cómo funcionan cada una de ellas.
Dale un juguete nuevo a un bebé de seis meses y “lo examinará sistemáticamente con cada sentido a su comando (incluyendo el gusto, por supuesto”, escribe un equipo de élite en investigación de bebés. “Más o menos al año, sistemáticamente variarán las acciones que realizan en un objeto: puede que golpeen gentilmente un nuevo carro de juguete contra el suelo, escuchen el sonido que hace, después traten de golpearlo más fuerte, y después traten de golpearlo contra el sofá. A los dieciocho meses, si les muestras un objeto con alguna propiedad inesperada, como una lata con sonidos de vaca, lo examinarán sistemáticamente para ver si hará otras cosas inesperadas”.
Aplican esa dedicación a todo en su mundo. Pronto, empiezan a aprender rostros ―a distinguir entre el de su madre y el de otras personas― y lo que esos rostros significan. Aprenden física ―cuando un auto rueda detrás de una pantalla, saben exactamente cuando mirar para verlo salir en el otro lado ―y se sorprenden cuando viene más rápido o más lento de lo que debería. Escuchan lo que la gente dice ―la voz infantil en la que todos caemos de forma natural cuando estamos rodeados por niños pequeños les ayuda a detectar las vocales ―y aprender a imitar esos sonidos ellos mismos. En resumen, los niños pequeños son máquinas de curiosidad.
En un experimento, los investigadores colocaron un juguete ligeramente fuera de alcance y después les dieron a los bebés un rastrillo que podían usar para conseguir el juguete. Al inicio, los bebés lo toman y después miran a sus padres en forma suplicante para que le alcancen el juguete; pero entonces rápidamente se disponen a encontrar la manera de hacerlo ellos mismos ―y eventualmente se dan cuenta de que pueden usar el rastrillo para hacerlo. Sus rostros se iluminan con esa alegría del descubrimiento. Lo extienden, batean a tientas pero eventualmente consiguen el juguete y lo halan hacia ellos.
Sin embargo, eso no es suficiente ―no se trata sólo de conseguir el juguete. “Se olvidan completamente del juguete después de un intento o dos. A menudo, colocan el juguete mucho más lejos de su alcance y experimentan con él usando el rastrillo para atraerlo hacia ellos. El juguete en sí mismo no es tan interesante como el hecho de que el rastrillo lo mueve más cerca”.
“No es que nosotros, los seres humanos, podamos hacer esto; necesitamos hacerlo”, escriben los investigadores. “Parecemos tener una especie de impulso explicativo, similar a nuestro impulso por la comida o el sexo. Cuando se nos presenta un rompecabezas, un misterio, una pista de un patrón, algo que no termina de tener sentido, trabajamos hasta encontrar una solución. De hecho, nos fijamos esos problemas intencionalmente, incluso aquellos bastante triviales que nos distraen del horror del viaje en avión, como los crucigramas, los videojuegos, o las historias de detectives. Como científicos, puede que nos quedemos despiertos toda la noche en las garras de un problema, incluso olvidándonos de comer, y parece muy poco probable que nuestros miserables salarios sean la única motivación”.
Pensemos nuevamente en los experimentos de “base segura”. Cuando se les coloca en una situación extraña, los lactantes se aterrorizan ―se aferran a sus madres en busca de apoyo. Pero pronto, su curiosidad saca lo mejor de ellos. Empiezan, primero tentativamente pero luego con entrega total, a explorar el resto de la habitación. El impulso explicativo es tan poderoso que incluso supera al miedo.
Y no desaparece conforme crecen. En un experimento, se les entregó a niños de cuatro a diez años una serie de problemas en los cuáles debían trabajar ―algunos fáciles, otros difíciles. Obviamente los niños no trabajaron en los problemas que eran demasiado difíciles para ellos, pero tampoco escogieron los que eran demasiado fáciles. Buscaron los problemas que eran justo para ellos ―proveyendo algo de dificultad, pero no tanta que los haga imposibles. A menos que se les recompensara, es decir, cuando se les dio una recompensa por resolver los problemas, inmediatamente regresaron a los problemas fáciles.
Cualquiera que haya estado rodeado de preescolares sabe que ellos no necesitan ser motivados para aprender. “Rara vez uno escucha a los padres quejarse de que sus preescolares están ‘desmotivados’, nota un psicólogo infantil. En cambio, los libros sobre paternidad están llenos con la queja opuesta: todo lo que sus preescolares hacen es preguntarles por qué, por qué, por qué. “¿Por qué nos estamos metiendo al auto?” “¿Por qué estamos yendo a la tienda de abarrotes?” “¿Por qué la gente usa dinero para comprar cosas?”.
Es casi molesto, en serio. Así que los enviamos a la escuela.
Es difícil para la mayoría recordar cómo era la escuela en realidad. Si nos fue bien, nos enfocamos en las memorias positivas y hacemos nuestro mejor esfuerzo para ignorar el resto. Si nos fue mal, tratamos de bloquear de nuestra memoria las indignidades que sufrimos. No es un lugar que usualmente queremos volver a visitar. Pero, por un momento, trata de imaginarlo: arrancado de tu familia, enviado diariamente a un lugar extraño e incómodo, arrojado a un mar de rostros desconocidos, cada uno marcado en su propia manera y, a menudo, desquitándose contigo.
Pero lo que más me impresiona cuando vuelvo a los salones de clase donde crecí es cuán pequeños parecen ahora. En mi memoria, los profesores eran gigantes y las salas estaban diseñados para gigantes como ellos. Los escritorios eran artilugios grandes y peligrosos, las pizarras parecían infinitas, las mesas y bancas figuras imponentes.
Ese era mi mundo: día tras día, esos gigantes controlaron mi vida, esos niños fueron mi única compañía. ¿Qué sucedió en esas clases? No pude explorar o experimentar como lo hacía en casa. No aprendí cosas en la misma manera en la que había aprendido el resto de mi vida ―a través de prueba y error, a través de la experiencia y el experimento. No, la escuela era un lugar para el Aprendizaje Real y, me dijeron, el Aprendizaje Real era Trabajo.
La mayoría de clases en las que estaba, la mayoría de clases en las que he estado desde entonces ―incluso en las escuelas más progresivas― eran bastante similares. El profesor se sentaba al frente de la clase y hablaba mientras los niños se sentaban frente a ellos y escuchaban. Ocasionalmente, habría una fotografía o un diagrama, o una hoja de trabajo, pero la mayoría del tiempo era simple charla. Piensa en cuántas horas estuviste sentado en esos escritorios ―6 horas al día, 180 días al año, por 12 años― escuchando a esos profesores. Eso es casi trece mil horas, probablemente más tiempo del que has pasado viendo películas o jugando deportes. ¿Cuánto de eso recuerdas? Yo puedo recordar unas pocas imágenes aquí y allá, pero sin importar cuánto me esfuerce, no puedo recordar una sola frase de tantas que me dijeron. Todos esos discursos y difícilmente puedo recordar algo de lo que me dijeron.
Y supongo que eso no es una sorpresa. Todas esas charlas eran aburridas. Estoy seguro que me distraje en la mayoría de ellas; estoy seguro que todo el resto también lo hizo. Los profesores estaban conscientes, por supuesto ―por eso nos llamaban la atención, puntuando las largas horas de aburrimiento con momentos de pánico y terror. Oirías tu nombre siendo llamado y, tras despertar exaltadamente, encontrarías los ojos de la profesora y el resto de tu clase sobre ti ―todo tu mundo, observando para ver si metías la pata.
El educador radical John Holt una vez preguntó a su clase acerca de esto:
Habíamos estado conversando acerca de una cosa u otra y todos parecían estar en un estado mental relajado, así que dije “saben, hay algo sobre lo que siento curiosidad y me pregunto si me lo dirían”. Ellos dijeron “¿qué?” y dije “¿qué piensan, qué les pasa por la cabeza cuando un profesor les hace una pregunta y ustedes no saben la respuesta?”
Fue una bomba. Al instante, un silencio paralizado cayó en la habitación. Todos me miraron fijamente con lo que yo he aprendido a reconocer como una expresión tensa. Por un largo tiempo no hubo sonido alguno. Finalmente Ben, quien es más arriesgado que la mayoría, rompió la tensión, y también respondió mi pregunta, diciendo el voz alta, “¡Gulp!”
Él hablaba a nombre de cada uno de ellos. Todos empezaron a vociferar y todos dijeron lo mismo, que cuando un profesor les preguntaba algo y no sabían la respuesta se morían del miedo. Me quedé anonadado ―hallar esto en una escuela que la gente percibe como progresista, que hace su mejor esfuerzo para no presionar a los niños pequeños, que no califica en los niveles inferiores, que trata de evitar que los niños sientan que están en una especie de carrera.
Les pregunté por qué se sentían así. Dijeron que temían fracasar, temían que no los dejen avanzar, temían ser llamados estúpidos, temían sentirse estúpidos ellos mismos (…) Incluso en las escuelas más amables y gentiles, los niños están asustados, muchos de ellos la gran mayoría del tiempo, algunos de ellos casi todo el tiempo. Este es un hecho duro de la vida con el que el difícil lidiar.
Y parece no detenerse, incluso los estudiantes de leyes viven atemorizados por la infame “cold call”, el momento en que su profesor espera que respondan una pregunta confusa en medio de toda la clase. Si tiene el poder de sacudir a estos exitosos graduados universitarios, ¡imagina cuán terrorífico debe ser para aquellos impotentes y solitarios estudiantes de primer año!
El miedo te hace tonto. Tu campo e visión literalmente se estrecha, empiezas a pensar desesperadamente en el problema a mano ―no en lo que sabes o lo que significa, sino únicamente cualquier cosa que necesites decir para escapar del momento en forma segura. Cuando un profesor te pregunta algo, no hay tiempo para tratar de realmente entender lo que dicen o cómo encaja en un contexto mayor. No es el momento para pedir aclaraciones en algún punto que te haya confundido. Y no es el momento de cometer un error honesto y aprender de ello. Se trata de obtener la respuesta correcta, rápido, cualquiera sean los medios.
Los chicos desarrollan estrategias increíbles para lidiar con estas situaciones. Balbucean, con la esperanza de que la profesora oiga lo que quiere escuchar. Evaden, cubriendo todas las bases para que sea más difícil acusarlos de estar equivocados. Estudian el rostro del docente y su lenguaje corporal en busca de pistas ―corrigiéndose rápidamente si el profesor da alguna señal de que su respuesta está equivocada. No se trata de aprendizaje, sino de supervivencia.
Sin embargo, las escuelas parecen estar perfectamente diseñadas para mantener asustados a los niños. Incluso si los chicos pueden sobrevivir la vergüenza de estar equivocados en frente de sus pares, hay otros castigos y recompensas para mantenerlos enfocados en respuestas en lugar de entendimiento. Desempéñate pobremente en una prueba o tarea y serás criticado por tu fracaso. Queda registrado en la libreta de calificaciones y es reportado a tus padres, quienes a menudo te reprocharán y castigarán. Las pruebas son presentadas como una carrera contra el reloj ―¡no hay tiempo para pensar en el panorama completo!― y cuando acaban, hay más trabajo pesado y monótono que completar.
Y ni siquiera para cuando se acaba el día escolar, sin importar qué tan desesperado estés por ese bendito momento. No, llegas a casa sólo para darte cuenta que tienes que hacer deberes, el mismo trabajo pesado otra vez. Nunca tienes un momento para detenerte y pensar por ti mismo. Toda tu vida está siendo monitorizada ―ya sea por tus padres en casa o tu profesor en la escuela.
Nunca hay tiempo para detenerse y preguntar por qué. Preguntar por qué no es tu trabajo. Si piensas que el profesor está equivocado, mala suerte. No hay corte de apelaciones. Tú estás equivocado, incluso si estás en lo correcto. ¿Cómo se supone que alguien desarrolle respeto hacía sí mismo, y no digamos autoestima, en este tipo de situación?
¿Cómo se supone que alguien desarrolle algo? Entendemos el mundo fabricando modelos, generalizando a partir de patrones que experimentamos y probando estas generalizaciones en contra del mundo real. Aprendemos porque algo nos desconcierta ―queremos entender qué es o cómo funciona, y vamos por el sendero de la aventura para descubrirlo. Pero no hay tiempo para esto en la escuela. Se supone que nos sentemos en clase, no que exploremos el mundo. De hecho, no podemos explorarlo en absoluto ―todo el mundo real se mantiene cuidadosamente a raya.
En cambio, nuestra boca la llenan con cucharadas de una corriente sin fin de hechos predigeridos: definiciones, nombres, fechas, lugares, ecuaciones ―todas desconectadas de la realidad y entre sí. En lugar de aprender acerca del mundo, aprendemos hechos y reglas al azar. Pero ni siquiera eso te puede importar. Cuando se acaban los cincuenta minutos de clase y suenan las campanas, debes dejar de estar interesado en esto y cambiar a estar interesado en aquello. Pero uno no puede andar ordenando a la curiosidad mediante un control remoto, cambiar de canal a intervalos de cincuenta minutos. La única manera de sobrevivir es renunciando a la curiosidad en conjunto, no preocuparse por las materias que se supone debes aprender, sólo dejar que todo se convierta en una mancha.
Y eso está bien porque todo es una mancha. Una clase de física no es tan diferente de una sobre biología o gramática. Toda la educación se convierte en memorización. La única diferencia entre las materias es el tipo de cosas que necesitas memorizar ―¿son nombres de animales o partes de un discurso? En lugar de tratar de entender algo, tratas desesperadamente de recordarlo― al menos lo suficiente para repetirlo al momento de la prueba.
Es un milagro que alguien aprenda algo.
Tal vez no lo hacen. Ese era el pensamiento que obsesionaba a Eric Mazur.
Ahora, todo parece indicar que Eric Mazur era un buen profesor, uno de los mejores. De hecho, enseño en Harvard, una de las escuelas más prestigiosas en Estados Unidos y en el mundo. He hablado con varios profesores de Harvard y, créanme, ese sólo hecho es suficiente para hacer que la mayoría de ellos se sienta muy bien acerca de sí mismos. Pero incluso en Harvard, él se destacaba.
Consideremos las evaluaciones que los estudiantes deben llenar al finalizar el curso, “el temido cuestionario de fin de semestre”. Mazur enseñaba introducción a la física, y física no era un curso del todo popular entre la mayoría de alumnos. “La mayoría de mis colegas, cuando enseñaban esta clase introductoria a futuros estudiantes de medicina, querían suicidarse cuando veían los resultados… porque los de pre-medicina no eran muy amables con sus instructores de física. Pero a mí no me pasaba ―obtuve 4.5, 4.7 en una escala de 5 puntos”.
¿Estaba Mazur obteniendo buenas evaluaciones por hacer las cosas demasiado fáciles? Para eso se fijaba en los exámenes. “Le podía dar a los estudiantes preguntas que consideraba bastante complicadas ―preguntas en las cuales no estaba seguro que yo pudiera resolverlas sin errores bajo la presión de un examen. Digamos, una vara está en reposo sobre una superficie sin fricciones, un disco la golpea y ambos objetos se adhieren y empiezan a rotar, ahora calcule el ángulo y la posición rotacional como función del tiempo. Nada complicado para la mayoría de estos alumnos de pre-medicina”.
Habían algunos signos de alerta. “Por ejemplo, algunos estudiantes escribían, al final de sus evaluaciones de fin de semestre, ‘La física es aburrida’. Incluso cuando me daban una alta calificación, ponían eso en el papel. O, ‘la física es un asco’. Nunca podía entender esto y, por tanto, prefería concentrarme en los signos positivos e ignorar los negativos.
“Ya sabes, mi dentista una vez me dijo ―y ni siquiera podía hablar porque tenía esas cosas en mi boca― ‘Oh, eres un físico. Obtuve una A en física en la universidad pero realmente nunca entendí nada’. Siempre me molesta cuando escucho estas cosas y nunca sé cómo reaccionar. Nunca entendí cuál era la causa”.
Entonces, en 1990, después de seis años de docencia, vio un artículo extraño en una vieja copia de American Journal of Physics. Ibrahim Halloun y David Hestenes, dos físicos en el estado de Arizona, habían tomado a sus estudiantes un examen de física, pero una muy extraña. La mayoría de exámenes de física preguntan cuestiones bastante complicadas que requieren mucha matemática para ser resultas, como esa del disco y la vara. Pero en lugar de hacer al exámen de física más complicado, Halloun y Hestenes decidieron hacerlo más fácil. No había lenguaje complicado o matemática avanzada; de hecho, ni siquiera hacía falta calcular nada. Las preguntas eran tan simples y comprensibles que podías tomar el examen a alguien que jamás haya estado en un curso de física.
Para las estudiantes de física, debió haber sido algo trivial. Apenas necesitaban entender las leyes de Newton. “La primera semana describimos el movimiento ―velocidad, aceleración, etcétera. La segunda semana hablamos de mecánica Newtoniana ―las tres leyes de Newton. Y entonces… las cosas empiezan a desarrollarse en base a eso”.
Probablemente todos hemos escuchado las leyes de Newton. La ley número tres, por ejemplo: “Para cada acción, hay una reacción igual y opuesta”. Incluso quienes estudian literatura gustan de citar esa frase. Puede que no sepamos exactamente qué significa, pero seguramente los estudiantes de física deberían ―especialmente aquellos que estudian física muy avanzada en Harvard.
Bueno, en su examen, Halloun y Hestenes plantearon a sus estudiantes una pregunta bastante sencilla acerca de la tercera ley de Newton. Era la pregunta número dos y resultó ser la pregunta más difícil del examen:
2. Imagine una colisión frontal entre un camión grande y un pequeño automóvil compacto. Durante la colisión,
(a) el camión ejerce una mayor cantidad de fuerza sobre el automóvil, que el automóvil ejerce sobre el camión
(b) el automóvil ejerce una mayor cantidad de fuerza en el camión, que el camión ejerce sobre el automóvil
(c) ninguno ejerce fuerza sobre el otro, el automóvil queda aplastado simplemente porque se atraviesa en la vía del camión
(d) el camión ejerce fuerza en el automóvil pero el automóvil no ejerce fuerza sobre el camión
(e) el camión ejerce la misma cantidad de fuerza en el automóvil como el automóvil ejerce en el camión
Según la tercera ley de Newton, la respuesta debe ser (e). La razón por la que el automóvil es aplastado y el camión no es porque una fuerza similar se traduce en mucha mayor aceleración en el pequeño automóvil estacionario. Pero, por supuesto, la mayoría de personas no entienden eso (puede que incluso no lo entiendas tras leer mi frase explicativa). Como la mayoría de personas, 70-80% de los estudiantes de física dijeron (a).
Esto no sería tan problemático, excepto que, para un estudiante de física,esta pregunta es increíblemente básica. “Todo el resto del semestre ―cerca de nueve semanas― se basa en las leyes de Newton. En otras palabras, si no entiendes las leyes de Newton, no puedes realmente comprender nada durante el semestre entero”. Y, sin embargo, cada vez que se hacía una pregunta de este tipo, quedaba claro: los estudiantes no entendían las leyes de Newton.
“Cuando leí eso, de verdad no lo comprendí”, dijo Mazur. “Después de todo, eso es algo que se aprende en la secundaria” ―¿cómo podían fallar estudiantes universitarios? Especialmente estudiantes de la Universidad de Harvard, la mayoría de los cuales había tenido calificaciones perfectas en física avanzada.
Sabiendo que la mayoría de gente no les creería, Halloun y Hestenes habían repetido el estudio en todo tipo de escuelas con todo tipo de profesores. Examinaron a un físico que enfatizaba conceptos básicos, uno que usaba varias demostraciones estimulantes (y ganado muchos premios), uno que enseñaba la resolución de problemas mediante ejemplos, y un nuevo profesor que no estaba seguro de sí mismo y solo leía directamente del libro. No pudieron detectar diferencia alguna ―ni siquiera entre el profesor galardonado y el que leía del libro. Cuando se les evaluaba mediante un examen sencillo como este, todos eran igualmente malos. No importaba lo que los profesores hicieran; aún así los estudiantes no aprendían nada.
“Bueno, sentí que tenía un reto”, recuerda Mazur. “Mi reacción, probablemente ya la predijiste: ‘¡No mis estudiantes!’ Después de todo, yo estaba en Harvard ―tal vez este era un problema que sucedía en el Sudoeste de los Estados Unidos ¿verdad? (…) Quería mostrar que mis estudiantes podrían fácilmente obtener una calificación perfecta en esta prueba (…) En ese entonces estábamos lidiando con dinámicas rotacionales, y los estudiantes tenían que calcular integrales triples de cuerpos complejos con diferentes momentos de inercia. Ya saben, estábamos mucho más allá de las mecánicas Newtonianas. No había comparación entre esta prueba y lo que realmente hacíamos en clase.
“Pero yo estaba tan desesperado por obtener estos datos, caminé hacia la clase y les dije a mis estudiantes que les iba a hacer unas preguntas. Les dije que eran preguntas porque no quería asustarlos ―ya saben cómo son los de pre-medicina (…) pero tenía que darles algún incentivo para que tomaran las preguntas en serio, así que les dije ‘Miren, si toman estas preguntas seriamente, pueden usar su nota como preparación para la próxima evaluación de mediados de semestre’. Ahora, ya les he dicho que el examen de mediados de semestre involucra elementos mucho más complejos. Apenas dije eso me di cuenta de que era una gran mentira. Y estaba preocupado de que tan pronto como yo dijera eso mis estudiantes se sentirían ofendidos al ver la simplicidad de la prueba el momento de empezar a resolverla.
“Ay, hombre, que rápido se disiparon mis dudas. Apenas el primer grupo de estudiantes tomó asiento en la clase cuando una de ellos levantó la mano y dijo ‘Profesor Mazur ¿cómo debería responder estas preguntas? De acuerdo a lo que usted me enseñó o de acuerdo a la manera en que usualmente pienso acerca de estas cosas?’” ¿Cómo se suponía que Mazur responda a eso?
Como era de esperarse, los resultados llegaron y la clase de Mazur no era muy diferente a la de otros. “Cuando vi lo mal que les fue a mis estudiantes, mi primera reacción fue ‘Bueno, tal vez no eres tan buen profesor después de todo’. Pero eso obviamente no podía ser cierto ¿verdad? Así que no pensé en ello por mucho tiempo. Entonces ¿qué otra razón había para que las calificaciones sean bajas? Estudiantes tontos. Pero es muy difícil afirmar eso en Harvard; tenemos un grupo de estudiantes muy selecto. Así que pensé sobre esto un poco más y entonces a mi mente, a mi retorcida mente, se le ocurrió la excusa perfecta: (…) ¡La prueba! ¡Algo debía estar mal con la prueba!
“Piensen en esta pregunta sobre el camión pesado y el automóvil liviano, por ejemplo. No necesitas haber estudiado física para saber que te va a ir mucho mejor en el camión pesado que en el coche liviano. Así que tal vez los estudiantes estaban confundiendo daño o aceleración con fuerza ¡tal vez sólo sea una cuestión de semántica!
“Así que decidí crear mis propias preguntas. Decidí juntar, en un examen, dos preguntas de diferente tipo sobre la misma materia. Una era una típica pregunta de libro, donde yo sabía que a los estudiantes les iría bien, y otra era una pregunta basada en palabras ―similar a la del camión pesado y el automóvil liviano. Y decidí alejarme de las mecánicas Newtonianas, porque todos tenemos alguna noción intuitiva de las mecánicas Newtonianas antes de aprender física. Decidí tomar algunas pruebas sobre circuitos de corriente continua. Creo que muy pocas personas tienen noción intuitiva alguna sobre circuitos”.
Muy bien, está es la pregunta estándar (no se preocupen si no la entienden):
5. Para el circuito expuesto a continuación, calcule (a) la corriente en la resistencia 2-ohm y (b) la diferencia de potencial entre los puntos P y Q.
Para ti, esta pregunta puede parecer impenetrable. Pero para los estudiantes de física, este era el tipo de problema estándar que estaban acostumbrados a responder. “Esto viene directo del libro de texto. No es un problema particularmente difícil, es cerca de 2/3 de una página de cálculos ―pero tampoco es una pregunta completamente trivial”.
Ahora, para contrastar, esta es la pregunta conceptual:
1. Una serie de circuitos consiste en tres bombillas idénticas conectadas a una batería, como se muestra aquí.
Cuando se cierra el interruptor S, lo siguiente ¿aumenta, disminuye o permanece igual?
(a) Las intensidades de las bombillas A y B
(b) La intensidad de la bombilla C
(c) La corriente extraída de la batería
(d) La caída de voltaje en cada bombilla
(e) La potencia disipada en el circuitos
Esta pregunta no requiere cálculo alguno. “Si entiendes los circuitos de corriente continua, te toma 30 segundos responder esta pregunta ―y 25 de los 30 se usan en la primera parte.
“Actualmente en Harvard, los cursos grandes son enseñados por dos miembros de la facultad. Así que para poner esto en el examen, tuve que convencer a mi colega de que este era una buena pregunta de examen. Así que les mostré el problema y, después de leerlo, me miró y dijo ‘Eric, perdiste la cabeza’. Dijo ‘Eric, solo tenemos cinco preguntas en este examen ¡no podemos regalar 20% del examen!’. Discutimos y discutimos… finalmente, aceptó a regañadientes, principalmente porque no teníamos ninguna otra pregunta. E hicimos que esta fuera la primera pregunta, la pregunta de calentamiento.
“Bueno, resulta ser que los estudiantes se recalentaron. ‘Profesor Mazur, este problema número uno ¡es el problema más difícil del examen!’ Otro estudiante dijo ‘no sabía cómo empezar con este problema’. ¿Qué quieres decir con cómo empezar? ¡Apenas empiezas, lo acabas! (…) Los estudiantes perdieron la cabeza. Algunos habían escrito más de seis páginas en sus libros de respuestas, escribiendo absolutamente todo lo que sabían acerca de circuitos de corriente continua, con la esperanza de cubrir en alguna parte la respuesta correcta. ¡Tuve que leer cada palabra, cazando la respuesta correcta!”
Unas cuantas palabras acerca del problema de física. La pregunta básica es bastante simple. Cuando cierras el interruptor, la corriente ahora tiene dos maneras de formar un circuito en lugar de solo una. Puede tomar su antiguo camino, dando toda la vuelta (incluyendo la bombilla C), o simplemente puede ir a través del interruptor.
Una de las cosas más básicas acerca de los circuitos es que la corriente toma el camino más corto posible (podría decirse que la corriente es perezosa). Si cierras el interruptor, la corriente viaja a través de ese camino (corto) y la bombilla C se apaga. Es por eso que las cosas se apagan cuando hay corto-circuitos. Pero no es eso lo que dedujeron los estudiantes de Harvard. A la mayoría de estudiantes se les ocurrió que cuando la corriente puede recorrer dos caminos, se divide en dos y recorre ambos. Entonces, desde su punto de vista, las bombillas A y B permanecían igual, mientras que C decrecía su brillo a la mitad.
Se puede afirmar que este es sencillamente un argumento semántico, cualquiera con acceso a un pequeño equipamiento básico de circuitos puede conectar esto y ver qué sucede (pero no lo hagan; porque crear corto-circuitos es un poco peligroso). O bombilla C se apaga o no lo hace ―y uno pensaría que un estudiante que sacó una A en circuitos en Harvard sabría qué sucede. Pero no fue así. Cuando vio los resultados, Mazur estaba sorprendido de ver que habían estudiantes que habían resuelto perfectamente la pregunta tradicional pero fallado la pregunta conceptual. Incluso más impactante, no habían estudiantes que hayan hecho lo opuesto ―no hubo nadie que haya contestado correctamente las preguntas básicas y después haya fallado la parte más difícil de la prueba. Ninguno.
Pero esta es solo la punta del iceberg, incluso en física. En un experimento, Andrea DiSessa hizo que unos niños jueguen en la computadora con una simulación básica de la física Newtoniana. La meta era patear una bola simulada en una meta. El psicólogo Howard Gardner describe un sujeto típico:
Consideren lo sucedido con una estudiante del MIT llamada Jane, quien fue estudiada intensamente por DiSessa. Jane sabía todos los formalismos enseñados en física de primer año. Ella podía sacar a relucir la ecuación F = ma bajo las circunstancias similares a las de los libros de texto, podía recitar fielmente las leyes de movimiento de Newton y podía emplear los principios de suma de vectores cuando se le pedía que lo haga en un set de problemas. Sin embargo, tan pronto como empezaba el juego, adoptaba las mismas prácticas que los ingenuos estudiantes de primaria, asumiendo que la tortuga viajaría en dirección de la patada. Durante media hora estuvo estancada en esta estrategia inapropiada. Sólo cuando estuvo convencida de que esta estrategia no funcionaría, realizó la observación crucial de que un objeto no perdería su movimiento previo al golpe sólo porque se le patea en cierta dirección. Esta comprensión eventualmente llevó a la experimentación en la cuál la velocidad (o rapidez en una dirección específica) del dynaturtle fue finalmente tomada en cuenta.
Como señaló el experimentador:
Ya hemos discutido la notable similitud entre el grupo de estrategias de Jane y aquellas exhibidas por niños de once y doce años. Pero lo que es igualmente notable es el hecho de que ella no relacionó, y de hecho durante un tiempo no pudo hacerlo, la tarea con toda la física que había aprendido en el salón de clase. No es que no podía realizar el análisis de aula; la suma de sus vectores era, en sí misma, perfecta. Más bien se trata de que su física intuitiva y su física de aula permanecieron desvinculadas y, bajo estas circunstancias, ella uso su física intuitiva.
Pero, como una serie de estudios han demostrado, los errores de Jane son bastante típicos de estudiantes universitarios de física. Cuando se les pregunta qué pasa con una bola disparada desde un tubo curvo, los estudiantes predicen que seguirá curvando en la misma dirección, como si la bola de alguna manera absorbiera la curva. Cuando se les pregunta acerca de las fuerzas que actúan en una moneda lanzada al aire, 90% de los estudiantes de ingeniería dicen que hay dos: la fuerza hacia arriba de la mano y la fuerza hacia abajo de la gravedad (en realidad, sólo existe la gravedad una vez que la moneda ha abandonado la mano). Los estudiantes que han estudiado la relatividad ignoran lo que han aprendido cuando se les pregunta acerca del comportamiento de relojes distantes.
Puedo seguir, pero avancemos a la biología. Incluso los estudiantes que han estudiado biología por años siguen pensando que las características que un animal adquiere en una generación se pueden heredar a sus hijos (como la jirafa que prolonga su cuello para alcanzar comida más distante). Asumen que todos los cambios en los animales son resultado de algún cambio en el medio ambiente y creen que la evolución tiene una dirección particular en lugar de dar tumbos al azar. Creen que el comportamiento animal es intencionado: los parásitos están tratando de destruir a sus anfitriones, los camaleones cambian de color intencionalmente para disfrazarse. Piensan que las plantas aspiran el suelo a través de sus raíces y que sus rasgos genéticos están distribuidos en proporciones precisas, exactamente tres a uno.
Quizá tengas la esperanza de que estas tendencias mejoren cuando se trata de matemáticas, donde rutinariamente hay menos ideas erróneas. Pero incluso el álgebra básica resulta ser un problema. Cuando se les dijo que escriban una ecuación representando que hay seis estudiantes por cada profesor, la mayoría de estudiantes universitarios escribió 6e = p. Pero esto está completamente al revés: dice que el número de profesores (p) es seis veces el número de estudiantes (e). Y esto no es simple descuido; incluso cuando a los estudiantes se les advierte acerca de este error, continúan cometiéndolo.
Este es solo un ejemplo de una problema mayor ―los estudiantes realmente no parecen saber el significado de los símbolos, sólo conocen algunas operaciones básicas que pueden realizarse con ellos. Cuando se les asigna un problema que no están seguros de cómo resolver, los estudiantes simplemente empiezan a sumar todos los números que tienen a mano. Cuando se les pide que sumen dos fracciones, simplemente suman los dos números de arriba y después suman los dos números de abajo. Y su comprensión sobre decimales no es mucho mejor: se niegan a creer que .6 es mayor que .5999 y sin embargo menor que .6000001.
Los estudiantes de computación tienen una confusión casi completamente opuesta: no parecen entender que la computadora solo sigue reglas de forma rigurosa y, en cambio, esperan que la máquina entienda lo que han escrito, como lo haría cualquier lector humano. Es por ello, por ejemplo, que se preguntan por qué la computadora no simplemente coloca el número más grande en la variable NUMERO_MAYOR, dado que eso es obviamente lo que intentaban.
Los estudiantes universitarios que han estudiado economía parecen abordar los asuntos económicos de una forma similar a aquellos que no lo han hecho. Ambos hacen afirmaciones como “mientras más venden, más bajo debería ser el precio, porque aún puedes mantener las mismas ganancias” ―una afirmación brutalmente contraria al rol del lucro en la teoría económica. La universidad en general parece dejar pocos rastros en este tipo de razonamiento básico. Un estudio concluyó que las personas usaban básicamente el mismo razonamiento para abordar problemas sociales y políticos antes de ir a la universidad y después graduarse.
Volviendo a cuestiones más sutiles, I. A. Richards realizó un famoso experimento en el cuál pidió se resuman poemas. Resulta que incluso los estudiantes de pregrado de literatura los incomprendieron enormemente. No sólo que no entendieron las implicaciones poéticas, parecían ser incapaces de seguir su significado básico. Como escribió Richards “fallan en hallar su sentido, su simple, plano y expuesto significado, como una serie de oraciones ordinarios comprensibles de inglés, muy lejos de cualquier significado poético”.
Peor aún, cuando se les pide evaluar poemas de los cuales se ha removido el nombre del autor, otorgaban calificaciones bajas a los poetas más famosos y, en cambio, preferían un poema inédito terrible de un poeta desconocido. ¿Por qué? En lugar de mirar el significado, simplemente le daban mayor puntaje a los poemas que eran positivos, rimaban bien y usaban un vocabulario sensible.
En cada uno de los casos, vemos el mismo fenómeno en marcha: puede que los niños memoricen suficientes fórmulas y hechos para pasar el examen, pero literalmente no tienen idea de lo que están hablando. Cuando se les pregunta en una manera ligeramente distinta o con una aplicación práctica, la aparente comprensión sencillamente colapsa.
Las escuelas hacen algo. Todos sabemos que obtener un título incrementa tu salario, incluso si no hubieran “literalmente miles de estimaciones publicadas” sobre este efecto, pero ¿qué es exactamente lo que hacen las escuelas?
La teoría estándar, por supuesto, es que las escuelas enseñan. Vamos ahí, aprendemos cosas y nos hacen mejores en nuestros trabajos, lo que hace que los empleadores nos paguen más. Pero es muy difícil de encontrar evidencia que respalda esta teoría.
El economista Joseph Altonji trató de calcular los beneficios de la educación midiendo los beneficios de las clases de secundaria de cada individuo. Comparó los salarios de la gente que tomó una clase con los de aquellos que no la tomaron para tratar de calcular cuánto más ganaba el estudiante promedio por el hecho de tomar esa clase. A partir de ahí, pudo trabajar retrospectivamente para determinar cuánto dinero habían perdido los estudiantes que no habían tomado ninguna clase. El resultado fue impactante:no tomar clases no tenía un efecto estadísticamente significativo en los salarios; de hecho, ¡incluso podría incrementarlos!
Un estudio similar realizado por otros investigadores, con datos diferentes y una metodología totalmente distinta, llegaron prácticamente al mismo resultado: los estudiantes que no tomaron clases ganarían cerca de $0.12/hora más.
Los mismos problemas persisten cuando nos fijamos en qué tan bien le va en clase a un estudiante. “Hay un gran historial de investigadores que no logran encontrar una relación económicamente significativa entre calificaciones de exámenes de evaluación y salarios”, recalca el economista Andrew Weiss. El éxito en las pruebas escolares estandarizadas de vocabulario, lectura comprensiva, destrezas matemáticas, entre otros, no tienen un efecto notorio en los salarios. El obtener buenas notas tampoco parece ser un indicador de éxito en el trabajo. “La mayoría de estudiantes obtiene pocos beneficios de estudiar duro”, se queja el economista John Bishop. “El desempeño en el colegio, estudiado a partir de las notas de los estudiantes, prácticamente no explica nada acerca del éxito en el trabajo (…) calificaciones más altas no incrementan la probabilidad de obtener un trabajo o un salario competitivo una vez que se obtiene un trabajo”.
Una última evidencia es el examen de desarrollo de educación general (GED, por sus siglas en inglés). Si el objetivo de las escuelas fuera simplemente educar a la gente, a los estudiantes con GED y a aquellos que se graduaron del colegio les iría casi igual de bien. De hecho, los estudiantes con GED son, en promedio, más educados que los bachilleres de colegio ―después de todo, la mayoría de chicos no tiene que aprobar una prueba de rendimiento secundario para aprobar el colegio. Pero toda esta educación no les compra mayor cosa en el mercado laboral ―a los estudiantes con GED les va casi igual que a otros desertores de secundaria.
Debo recalcar que los investigadores no están contentos con estos resultados. John Bishop, por ejemplo, los considera inaceptables. Pero pese a sus mejores esfuerzos, no pueden hacer que los hechos desaparezcan.
Entonces ¿qué están haciendo las escuelas realmente si no están educando a la próxima generación? Bueno, sólo fíjate en lo que sobra: las escuelas son lugares donde los chicos deben llegar todos los días a las ocho de la mañana durante años, sentarse en escritorios incómodos bajo luz fluorescente con un grupo de gente relativamente desconocida, y obedecer instrucciones arbitrarias de sus superiores acerca de la manera apropiada de realizar tareas intelectuales repetitivas. Incluso un vistazo casual a la oficina moderna te mostrará que estás son destrezas muy solicitadas.
Pregunta a los empleadores qué quieren de sus empleados y ellos no dirán excelencia académica. De hecho, en los setentas los empresarios se quejaban de que sus trabajadores eran demasiado educados, causando “expectativas laborales poco realistas”. Las “pobres actitudes labores” resultantes llevaron a “problemas de productividad y calidad y (en algunos casos) sabotaje descarado”.En cambio, los empleadores solicitaban un “carácter”: “un sentido de responsabilidad, auto-disciplina, orgullo, trabajo en equipo y entusiasmo”. En otras palabras, los empleados quieren poder confiar en gente que realice su trabajo con orgullo y entusiasmo ―y ciertamente no les interesa gente que se comporte mal o participe en operaciones de sabotaje.
Analizando a las nuevas contrataciones que “pasan el corte” y son despedidos en las primeras semanas, uno puede ver dónde realmente está el problema. A pesar de todos los discursos sobre cómo necesitamos mejores escuelas para competir en la economía global, una encuesta a empresarios halló que sólo 9% de los trabajadores fueron separados porque no podían aprender cómo realizar sus trabajos.
Y fijándonos en los trabajadores preferidos sus jefes encontramos las mismas tendencias que en los estudiantes preferidos por sus profesores: “asistente constante”, “dependiente”, “se identifica con la institución”, no quieren renunciar y “actitudes pro-sociales” ―es decir, voluntad para hacer más por su jefe.
En resumen, las escuelas realmente no le enseñan nada a los chicos porque su objetivo no es realmente ese. Su objetivo es que los chicos se queden quietos, hagan su trabajo y lleguen a tiempo.
Esto no es un accidente. Siempre fue el plan.
Es difícil siquiera imaginar cómo fue Estados Unidos antes de la revolución industrial. Su noción de libertad era mucho más fuerte de la que tenemos hoy en día. Para muchos estadounidenses, la vida no se trataba de llegar al trabajo a una hora específica, seguir órdenes todo el día y regresas a casa para un par de horas de “tiempo libre” ―eso se hubiera considerado esclavitud. Un estadounidense libre era aquel que trabajaba por su cuenta o con su familia, trabajaba desde casa, trabajaba las horas que gustaba y ganaba dinero en función de lo que lograba.
Bajo el sistema de trabajo a domicilio, por ejemplo, los mercaderes podían enviar materia prima como algodón a tu casa. Cuando tenías ganas, cardabas, hilabas y tejías las hebras de algodón transformándolas en ropa. Y entonces, la próxima semana el mercader vendría y te compraría la ropa que hubieras producido. Si querías hacer más dinero, simplemente trabajabas más o encontrabas la manera de hacerlo de forma más eficiente. Si querías tomar vacaciones, nadie podía detenerte ―simplemente no te pagarían esa semana.
No era una vida perfecta. Podía ser difícil cumplir con los plazos y no estabas protegido de las caídas de precio o las crisis de mercado, pero eras libre. Trabajabas como tu propio jefe, seguías tus propias reglas. Y eso era algo a lo que los estadounidenses no estaban dispuestos a renunciar así nada más.
Al inicio, las fábricas prometían libertad también. Para las hijas de estas familias, proveían una oportunidad de emanciparse del yugo paterno y empezar a trabajar por su cuenta ―por sus propios salarios, sus propias vidas. En lugar de trabajar bajo el control de sus padres, las chicas de Nueva Inglaterra fueron a las fábricas ―se crearon ciudades enteras junto al río para abastecer los talleres, las primeras fábricas genuinas en el país. En lugar de tener mujeres hilvanando algodón en casa, las chicas operaban grandes máquinas impulsadas por turbinas hidráulicas instaladas para realizar el trabajo pesado.
Y estas eran chicas. Harriet Robinson fue a trabajar en las fábricas de Lowell, Massachusetts, a la edad de diez años. “Trabajé por primera vez en el cuarto de la hiladora como ‘peinadora’”, recuerda ella. Las peinadoras eran las chicas más jóvenes, su trabajo era remover la fibra cardada o desechar bobinas enteras y reemplazarlas con otras vacías. Puedo verme a mí misma, corriendo por el pasillo, entre las máquinas, llevando frente a mí una caja de bobinas más grande que yo”.
No hay recuento en la ley de la mujer como compradora. Ella era una custodia, un apéndice, un relicto (…) Puedo verlas ahora, incluso después de sesenta años, tal como aparecían ―deprimidas, modestas, remilgadas, apenas osaban mirar a alguien a la cara, así de tímidas y silvestres eran sus vidas. Pero después de que llegó el primer día de paga, y sintieron el tintineo de la plata en sus bolsillos, empezaron a sentir su mercurial influencia, sus rostros caídos se levantaron, sus cuellos parecían estar asegurados con acero, te veían a los ojos, cantaban alegremente entre sus telares o bastidores, y caminaban con paso ecléctico desde y hacia el trabajo.
De una condición muy cercana al pauperismo, ascendieron inmediatamente más allá de toda necesidad; podían ganar dinero y gastarlo a gusto; y podían satisfacer sus gustos y deseos sin restricción, sin rendir cuentas a nadie. Finalmente encontraron un lugar en el universo, ya no eran obligadas a culminar sus vidas marchitas como una mera carga para sus familiares varones. Incluso el tiempo de estas mujeres era suyo, los domingos y las noches después de finalizar el trabajo. Por primera vez en este país, el trabajo femenino tenía valor monetario.
La capacidad de ganar el sustento propio era liberador. No obstante, las condiciones bajo las que esto era posible no lo eran. Mucho antes del advenimiento de la jornada laboral de ocho horas, estas chicas trabajaban catorce, desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche ―con media hora libre para el desayuno y la cena. Vivían en hacinamiento junto a otras chicas, dos en cada cama, cuatro en cada habitación, con poco espacio o privacidad.
Sus jefes, al contrario, “vivían en casas grandes, no muy cerca de los internados, rodeados por hermosos jardines que parecían un paraíso para algunas de estas chicas nostálgicas, quienes, conforme llegaban al trabajo en las ruidosas fábricas, veían con ojos anhelantes los portones (a veces) abiertos entre las altas cercas, y se acordaban nuevamente de sus placenteras casas de campo”.
El trabajo era aburrido pero daba mucho tiempo para pensar, y a pesar de su falta de educación formal, estas chicas lo hicieron mucho. Y después del trabajo leían asiduamente, pasando libros de mano en mano. Y atendían ávidamente a las charlas de conferencistas invitados. “Daba conferencias en el Liceo Lowell cada invierno”, recuerdo un profesor de Harvard. “Instrucción, y no diversión, era el objetivo de las charlas (…) Lowell Hall estaba siempre lleno, y cuatro quintos de la audiencia eras chicas de las fábricas. Cuando terminaba la conferencia, casi todas las chicas tenían un libro en su mano, y eran aplicadas. Al iniciar, las chicas dejaban el libro a un lado y tomaban, en cambio, lápiz y papel; y eran muy pocas las que no llevaban notas de todo aquello que habían escuchado. No he visto otro lugar donde se tomen notas con tanto empeño. No, ni siquiera en clases universitarias”.
Y a través de tanto pensar, aprender y discutir, empezaron a cuestionas los aspectos menos agradables de su situación. Cuando, en 1836, los dueños de las fábricas en Lowell decidieron recortar el pago de sus empleados, las chicas marcharon en protesta. “Mi colección de esta primera huelga (o ‘turn out’ como se le denominó) es muy vívido”, recuerda Harriet Robinson.
Trabajé en una de las habitaciones inferiores, donde había escuchado todo sobre la huelga, por no decir haberla discutido vehementemente; había oído fervientemente lo la corporación decía en contra de este intento de “opresión”, y naturalmente tomé el bando de las protestantes. Cuando llegó el día en las chicas iban a levantarse, aquellas en las habitaciones superiores fueron primeras, y salieron tantas que nuestra fábrica paró de golpe. Entonces, cuando las chicas en mi habitación permanecieron irresolutas, inseguras sobre qué hacer, preguntándose unas a otras “¿lo harías?” o “¿deberíamos levantarnos?” y ninguna con el coraje de liderar la salida, yo, que empecé a pensar que no saldrían, después de todos sus discursos, perdí la paciencia y me adelanté diciendo, con un bramido infantil, “no me importa lo que ustedes hagan, yo me voy a levantar, sea que alguien más lo haga o no”; y marché, las demás me siguieron.
Conformé miraba la enorme fila de gente siguiéndome, me sentía más orgullosa de lo que nunca me había sentido.
Tenía once años.
Lo que lograron estas pequeñas chicas fue realmente increíble. Organizaron su propio periódico, La voz de la industria, que escribieron, editaron, imprimieron y vendieron. Con este medio, organizaron más protestas y huelgas, así como su propia lista de candidatos en las elecciones estatales para pelear por mejores condiciones laborales y una jornada de diez horas. Sorprendentemente, su lista ganó. Los empresarios, indignados, lograron que los legisladores declaren los resultados electorales inválidos y llevaran a cabo una nueva votación. Antes de la reelección, se publicaron letreros amenazando con despido a cualquiera que votara por la lista de las diez horas. Y sin embargo, la lista volvió a ganar.
Una vez en sus puestos, los legisladores lograron pasar una ley de diez horas a través de la cámara estatal, pero como siempre sucede con las legislaciones progresistas, la mataron en la cámara del Senado.
Pero sus escritos en La voz muestran que querían mucho más que mejores condiciones laborales. Se veían así mismas como esclavos ―esclavos asalariados― y concluyeron que la solución no era solamente exigir que sus jefes sean más amables y les paguen más, sino abolir enteramente a los jefes.
El obrero no sabe aún los terribles obstáculos que enfrenta. La habilidad concentrada en forma de máquinas y la labor acumulada en forma de capital, ambos dirigidos por una inteligencia superior, están dispuestos en su contra. Estas poderosas fuerzas, que deberían estar de su parte, que deberían servirle, sus herramientas, lo están aplastando (…) En el orden verdadero de las cosas, donde sea que haya más riqueza había menos pobreza; pero ahora es al revés; mientras más brilla el esplendor del capital; mayor es la miseria, la desdicha, la degradación impuesta en sus cercanías.
La solución era clara:
En lugar de sutilezas, plazos y compromisos con los capitalistas, queremos ver que la clase trabajadora avance diariamente hacia una posición de independencia a través de un sistema de cooperación y garantías mutuas. Cuando puedan obtener los medios de vivir independientes de los capitalistas, entonces y solamente entonces, las “huelgas” y los “levantamientos” significarán algo. Deben consolidar y combinarse de tal manera que se vuelvan sus propios jefes y comercializar sin la interferencia de mediadores e intermediarios. Que se una en ellos las funciones del obrero y el capitalista. Mientras seamos dependientes de las fábricas de algodón para obtener empleo, seguiremos siendo oprimidos. Aquellos que trabajan en las fábricas deben poseerlas.
Uno casi está tentado a llamar Marxismo a esto, pero fue mucho años antes de Marx. “Aquellos que trabajan en las fábricas deben poseerlas”. Era simple sentido común.
Los dueños de las fábricas no estaban felices con toda esta agitación. Despidieron a estos trabajadores problemáticos (¿saboteadores?) y añadieron sus nombres a una lista negra que compartieron con todas las otras fábricas. Buscaron reemplazos más obedientes. Y, usando su control sobre las viviendas y las tiendas, trataron de obligar a los obreros a volver al trabajo.
Pero el más sorprendente de sus planes fue también el que tuvo mayor alcance: enviaron a las chicas a la escuela. Lowell, hogar de la revolución industrial estadounidense, hogar de las muchachas que la pelearon contra ella y concluyeron que “aquellos que trabajan en las fábricas deben poseerlas”, también fue el hogar de las primeras escuelas estadounidenses.
Las escuelas que construyeron ―las escuelas comunes― serían fácilmente reconocidas por cualquier estudiante moderno. “La puerta [de cada escuela] debía cerrarse precisamente a una hora fijada para la apertura de la escuela. En la mañana se realizarían ejercicios religiosos, para lo cuál se permitían diez minutos”. Hoy lo conocemos como juramento de lealtad. “Los profesores deberán tomar lista y deberán llevar un registro preciso de todas las ausencias”. El día estaba dividido en lecciones separadas, permitiendo “30 minutos de estudio para cada lección y 10 minutos para cada recitación”.
En lugar de castigos corporales, a los profesores se les animaba a asegurar el orden “por los medios más delicados” para instilar “un sentido de lo correcto y, por ende, un estándar de auto-control en las mentes de los jóvenes”. Los estudiantes eran evaluados respecto a cuánto habían aprendido y, tal como sucede hoy en día, el trabajo coordinado con otros estudiantes era considerado “trampa” y era castigado. Tal vez les preocupaba que si los estudiantes aprendían a coordinar, era más probable que fomentaran huelgas una vez que se encontraran en las fábricas.
En 1855, el Comité Escolar de Lowell hizo notar que habían tenido problemas con un padre confundido que creía que las escuelas “eran repúblicas, donde el sujeto puede cuestionar el poder del gobernante; cuando el gobierno escolar es y debe ser una monarquía absoluta (…) donde ningún sujeto puede o debe cuestionar una orden o ley del jefe supremo”. ¡Vaya forma de preparar a los chicos para la democracia!
La malla curricular también se asemejaba mucho a la de las escuelas modernas,
añadir gramática, geografía, historia y fisiología al programa básico de lectura, escritura y aritmética. Pero lo que sorprende acerca de la extensión de la malla curricular es lo intrínsecamente inútil del material tratado[. Estas clases] se dedicaron totalmente a la minuciosa memorización de hechos generalmente triviales. Se esperaba que los candidatos a colegio en 1850, por ejemplo, sepan los nombres de la capital de Abussinia, de dos lagos de Sudán, de los ríos que “corren a través del país de los hotentotes”, y del desierto que se ubica entre el Nilo y el Mar Rojo, así como localizar la bahía Bombetok, el golfo de Sidra y las montañas Lupata. [Otras materias tenían] un enfoque similar, siendo todas sus preguntas sobre pedazos de información extremadamente específicos y, en la mayoría de casos, insignificantes completamente ajenos a la vida presente o futura de los pupilos en formación.
De hecho, las clases no mejoraron el desempeño de los estudiantes en las fábricas. Los detallados registros de los dueños nos permiten comparar cuáles trabajadores asistieron a la escuela y cuáles no. Tal como sucede con los estudiantes modernos, no hay evidencia de impacto alguno del incremento en la educación de un obrero sobre su productividad.
Entonces ¿por qué los dueños de las fábricas invirtieron tanto dinero en construir y administrar estas escuelas? Fueron bastante explícitos sobre su intención. Las clases se justificaron no por su utilidad sino porque memorizarlas era una forma de “educación moral” que llevaba a “hábitos industriosos (…) y, consecuentemente, a la alta influencia moral que ejerce sobre la sociedad en conjunto”.
Como explicó uno de los administradores de Lowell, “nunca consideré al mero conocimiento, valioso por sí mismo para el obrero, como la única ventaja derivada de la buena educación escolar común. Siempre he visto que los más educados, como clase, poseen un más alto y mejor estado de moral, son más ordenados y respetuosos en su comportamiento, y están más prestos a cumplir con las saludables y necesarias regulaciones de un establecimiento”.
Los que iban a la escuela no sólo eran mejores siguiendo las reglas, sino que eran menos proclives a crear problemas: “En tiempos de agitación, siempre a los más inteligentes, mejor educados, y más morales en busca de apoyo y rara vez he sido decepcionado (…) pero los ignorantes sin educación usualmente han sido los más problemáticos, actuando bajo los impulsos de una pasión excitada y la envidia”.
En otras palabras, “esa clase de ayuda, que ha disfrutado de una buena educación escolar común, son más manejables, cediendo más fácilmente ante requerimientos razonables, ejerciendo una influencia saludable y conservadora en tiempos de agitación, mientras que los más ignorantes son los más refractarios”. En resumen, “los dueños de las propiedades de manufactura tienen un profundo interés pecuniario en la educación y las morales de su ayuda”.
Otro administrador de Lowell: “He observado que cuando los demagogos se han dado cuenta que les conviene persuadir a gente estimada que está empleada en las fábricas ―sobre lo exigentes, desenfrenados y opresores que son sus jefes―, las mentes y morales de los ignorantes son envenenadas más fácilmente”.
El Comité Escolar de Lowell resumió así sus hallazgos: “Los propietarios encuentran que el entrenamiento en las escuelas está admirablemente adaptado para preparar a los chicos para el trabajo en las fábricas”. ¿Por qué? “Cuando [sus trabajadores] está bien educados (…) las controversias y las huelgas jamás pueden ocurrir, las mentes de las masas tampoco pueden ser perjudicadas por demagogos ni controladas por consideraciones temporales y artificiales”.
Los estudiantes, notaban ellos, “deben recibir sus primeras lecciones de subordinación y obediencia en el aula de clase. En casa, son abandonados a su propia suerte o, lo que es igual de malo, la disciplina a la que están sometidos alterna entre tonta indulgencia y tiranía exasperada.”
De hecho, la escuela era tan importante para los dueños de las fábricas que decidieron rápidamente hacerla obligatoria. “Nada de lo que digamos puede manifestar con suficiente fuerza nuestro sentido de los peligros que nos esperan de [aquellos que] no son y nunca han sido miembros de nuestras escuelas públicas”, advirtió el Comité Escolar de Lowell. La escolarización universal es “nuestra más certera seguridad contra las conmociones internas”.
Los chicos que no atienden a la escuela “constituyen un ejército más temido que la guerra, la pestilencia y el hambre”, advertía el comité. “Los intentos fallidos durante el año pasado de quemar dos de nuestras casas-escuela (…) son un índice de las maldades que, desde esas fuentes, nos amenazan”.
Específicamente, tales incendios eran un índice de resistencia pública a dicha coerción. En 1837, trecientos profesores fueron forzados a abandonar sus aulas de clase por estudiantes amotinados y violentos. En 1844, la población irlandesa realizó una huelga en contra de las escuelas, reduciendo la asistencia en un 80%. El comité escolar intervino e intensificó sus esfuerzos para combatir el absentismo y forzar a que ellos, y otros, regresaran a la escuela.
Y así como se esparcía el modelo de fábrica desde Lowell, también lo hacía el modelo de escolarización obligatoria. Un análisis de datos censales realizado por Alexander Field concluyó que lo que llevaba a un pueblo a obtener una escuela no era su transición a ciudad, ni un incremento de los salarios, ni la introducción de costosa maquinaria, sino la introducción del sistema de manufactura en sí mismo. Conforme las fábricas marchaban a través del país, eran seguidas por escuelas públicas.
Su justificación tampoco cambiaba. Como el historiador Merle Curti señala, “rara vez una reunión anual de la Asociación Nacional de Educación (NEA) concluía sin un llamado de parte de los educadores líderes para que se ayude al profesor suprimiendo huelgas y controlando la expansión del socialismo y la anarquía. Los comisionados de educación y los editores de revistas educativas convocaron sus fuerzas con el mismo fin”. El comisionado de educación John Eaton argumentaba que los hombres de negocios deben “sopesar el costo de la muchedumbre y los vagabundos contra los costos de la educación universal y suficiente”, mientras que el presidente de la NEA James H. Smart declaró que las escuelas hicieron más “para suprimir la flama latente del comunismo que todas las otras agencias combinadas”.
“Una y otra vez”, escribe Curti, “los educadores denunciaron las doctrinas radicales y ofreciendo educación como la mejor prevención y cura”. Los titanes de la industria estaban de acuerdo ―líderes de negocios como Henry Frick, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y Pierre S. du Pont apoyaron fervientemente la expansión de programas educativos. O como explica la reformadora social Jane Addams, “el hombre de negocios, por supuesto, no se ha dicho: ‘Haré que las escuelas públicas entrenen oficinistas y escribanos para mí, de modo que me resulte barato’, sino que ha pensado, y algunas veces dicho, ‘enseña a los chicos a escribir de forma legible, a calcular de forma rápida y precisa; a adquirir hábitos de puntualidad y orden; a estar dispuesto a obedecer, sin preguntar por qué; y los prepararás para que construyan su camino en el mundo, ¡como yo lo he hecho!’”.
* * *
Esta ha sido la actitud desde entonces. A pesar de todos los discursos sobre educadores y prioridades de la educación, las personas más importantes en cualquier escuela son siempre los hombres de negocios. Ellos se quejan constantemente de que nuestras escuelas están fallando, que necesitan eliminar las novelerías modernas y “volver a lo básico”, que a menos que las escuelas sean más duras con los estudiantes, las empresas estadounidenses no serán capaces de competir.
Como ha demostrado Richard Rothstein, tales afirmaciones no son para nada nuevas. Dado que el objetivo de las escuelas nunca ha sido realmente educar, los empresarios han reunido fácilmente estudios acerca de su fracaso en esta tarea desde siempre. En 1845, solo 45% de los estudiantes más brillantes e Boston sabían que el agua se expande cuando se congela. En una escuela, 75% sabía que Estados Unidos había impuesto un embargo a los bienes británicos y franceses durante la guerra de 1812, pero solo el 5% sabía el significado de embargo. Los estudiantes, escribió la Secretaria de Educación, simplemente estaban memorizando las “palabras del libro (…) sin tener que (…) pensar acerca del significado de lo que habían aprendido”.
En 1898, una examen de escritura en Berkeley demostró que entre el 30% y 40% de los estudiantes de primer año no eran proficientes en inglés. Un reporte de Harvard concluyó que sólo el 4% de los aplicantes “podía escribir un ensayo, deletrear o puntuar apropiadamente una oración”. Sin embargo, eso no detuvo a los editorialistas cuando querían quejarse porque las cosas eran mejor en tiempos antiguos. Cuando ellos fueron a la escuela, se quejaban los editores del New York Sun en 1902, los niños “tenían que trabajar un poco (…) ortografía, escritura y aritmética no eran materias electivas, y tenías que aprender”. Ahora la escuela es un mero “show vodevil. Los chicos deben ser entretenidos y aprender lo que les parezca”.
En 1909, el Atlantic Monthly se quejaba de que las destrezas básicas habían sido reemplazadas por “todos los caprichos y fantasías”. El mismo año, el decano de la escuela de educación de Stanford advirtió que en una economía global , “nos guste o no, empezamos a ver que estamos siendo deshuesados por el mundo en una batalla gigante de cerebros y destrezas”. Debido al fracaso de sus escuelas, por supuesto, los estadounidenses se estaban quedando cortos.
En 1913, Woodrow Wilson nombró una comisión presidencial para estudiar cómo mejorar la competitividad de nuestra educación internacional. Uno de sus hallazgos fue que más de la mitad de los nuevos reclutas en el ejército durante la primera guerra mundial “no pudieron escribir una simple carta o leer un diario con facilidad”. En 1927, la Asociación Nacional de Manufacturas se quejó de que el 40% de los egresados de secundaria no podía realizar operaciones aritméticas simples o expresarse adecuadamente en inglés.
Un estudio de 1938 se quejó de que los métodos de enseñanza novedosos estaban desplazando instrucción básica en fonética: “Los profesores (…) conspiran en contra de sus pupilos y sus esfuerzos por aprender; estos profesores parecen estar determinados en nunca hacer mención de una letra por su nombre (…) o de mostrar cómo se usa la forma o el sonido de las letras al leer”. Una encuesta realizada a ejecutivos de negocios en 1940 “concluyó que en gran proporción, ellos pensaban que los graduados recientes eran inferiores a las generaciones previas en aritmética, inglés escrito, ortografía, geografía y asuntos internacionales”.
Una prueba realizada por el New York Times en 1943, determinó que sólo el 29% de los estudiantes universitarios de primer año sabía que St. Louis estaba en Mississippi, sólo el 6% conocía los trece Estados originales de la Unión, y algunos estudiantes incluso pensaban que Lincoln había sido el primer presidente. Había, declaró el Times, una “ignorancia sorprendente de incluso los aspectos más elementales de la historia de Estados Unidos”.
En 1947, el editor de educación del Times publicó un libro titulado Our Children Are Cheated (Engañan a nuestros niños). Ahí, los empresarios se lamentaban sobre el pobre estado de las escuelas estadounidenses. Uno se quejaba de que debía “organizar clases especiales para instruir [a los nuevos empleados] para (…) poder cobrar y dar el cambio (…) Sólo una pequeña proporción puede ubicar Boston, Nueva York[,] Chicago[,] Denver en la secuencia apropiada de Este a Oeste, o nombrar los Estados donde se encuentran estas ciudades”.
En 1951, un test en Los Ángeles reveló que más de la mitad de los estudiantes de octavo grado no podían calcular el impuesto de ventas del 8% en una compra de $8. Los periódicos se quejaron de que los estudiantes ni siquiera podían decir la hora. En 1952, el journal Progressive Education se quejó acerca de “los ataques hacia los libros de texto que fomentan el pensamiento inquisitivo y el razonamiento individual (…) de la presión creciente por eliminar los ‘caprichos y fantasías’ ―con lo que se referían a servicios vitales como guarderías, clases para discapacitados, pruebas y programas de orientación, programas para ayudar a los más jóvenes a entender y apreciar a sus vecinos de diferentes orígenes”, lo que hoy en día llamaríamos multi-culturalismo.
En 1958, U. S. News and World Report se lamentaba porque “hace cincuenta años un diploma de secundaria significaba algo (…) simplemente hemos engañado a nuestros estudiantes y engañado a la nación al entregar nuestros diplomas de secundaria a aquellos que, bien sabemos, no poseen ninguna de las aptitudes intelectuales que supuestamente representa el diploma de secundaria ―y que sí lo hace en otros países. Es esta dilución de estándares la que nos ha puesto en nuestra grave situación actual”.
Una encuesta Gallup de 1962 halló que “sólo el 21 por ciento ojeaba libros incluso casualmente”. En 1974, Reader’s Digest preguntó, “¿Nos estamos convirtiendo en una nación de iletrados? [Hay un] hundimiento evidente en lectura y escritura (…) en un tiempo donde la complejidad de nuestras instituciones requiere un alfabetismo incluso mayor sólo para funcionar efectivamente (…) Hay evidencia indiscutible de que millones de estadounidenses presumiblemente educados no pueden leer ni escribir a niveles satisfactorios”.
En 1983, la Comisión Nacional de Excelencia en la Educación de Reagan declaró que el fracaso de nuestras escuelas nos convertía en “una nación en riesgo”. “Si un poder extranjero poco amigable hubiera intentado imponer en Estados Unidos el desempeño educativo mediocre que existe hoy en día, bien hubiéramos podido ver eso como un acto de guerra”, declaró. En 1988, el director de Xerox advirtió que “la educación pública ha puesto a este país en una terrible desventaja competitiva (…) Si la tendencia actual continúa, los negocios estadounidenses deberán contratar millones de trabajadores nuevos que no pueden leer, escribir o contar”.
En 1993, el gobierno estaba cantando la misma melodía. “La gran mayoría de estadounidenses no sabe que no tienen las destrezas para ganarse la vida en nuestra sociedad cada vez más tecnológica y nuestro mercado internacional”, se lamentó el Secretario de Educación Richard Riley. En 1995, el presidente de IBM dijo a los gobernadores estatales que nuestras escuelas necesitaban estándares más altos para “una era que demanda mejoras en las destrezas si queremos que los estadounidenses tengan éxito en el mercado mundial”.
Estas quejas han continuado hasta el día de hoy. Siempre seguidas por llamados para “reformar la educación” y “estándares más altos”, que en la práctica se traducen en la mismas prácticas antiguas de repetir y automatizar. Y, por supuesto, ese es exactamente el punto.
Ya puedo escuchar las objeciones. “¡Esa es una teoría conspirativa!” lloran.
Un simple hecho objetivo, que está terriblemente errado. Una teoría conspirativa es la noción de que un pequeño grupo de gente ha podido, en secreto, subvertir la forma en que las cosas funcionan normalmente. Aquello de lo que yo hablo es exactamente lo contrario: es un grupo numeroso de personas, trabajando en público, asegurándose de que las cosas sigan de la forma en que han funcionado normalmente.
Entonces ¿por qué se parece tanto a una conspiración? Creo que es porque, en ambos casos, dices que las cosas funcionan en una forma distinta a la gente creía que funcionaban. Desde una edad temprana, se nos dice que la sociedad en la que vivimos tiene uno que otro problema, pero es en el fondo sensata. Las escuelas existen para darle a la gente educación, las compañías existen para hacer las cosas que la gente quiere, las elecciones existen para dar a la gente voz en cómo funciona el sistema, los periódicos existen para decirnos lo que está sucediendo. Simplemente así es como funciona el mundo.
Es razonable creer que todas estas cosas tienen fallas ―las escuelas, por ejemplo, pueden hacer un mejor trabajo enseñando a los estudiantes. Después de todo, las cosas siempre pueden ser mejoradas, a veces mucho. Pero cuando vas más allá y dices que las escuelas no sólo son malas enseñando a la gente sino que su objetivo no es ese en absoluto… bueno, ahí es cuando la gente se empieza a asustar.
Porque si la meta de las escuelas no es enseñar a la gente, eso significa que todo lo que nos han dicho es una mentira. Y si todos están mintiéndonos, entonces, bueno, eso empieza a sonar como una teoría conspirativa.
Pero miremos nuestra historia pasada ―no hay tal conspiración. Un grupo de emprendedores audaces se da cuenta de que puede hacer ropa de forma más eficiente construyendo grandes fábricas. Las chicas que trabajan allí continúan haciendo huelgas y creando problemas, así que les piden a sus empleadas que vayan a la escuela desde una edad temprana y aprendan a comportarse. Obviamente, la mayoría de la gente no estaría encantada de ir a la escuela para poder aprender a aceptar sus salarios bajos sin quejarse. Así que los jefes desarrollan una portada distinta: las escuelas tienen como objetivo enseñar a la gente las cosas que necesitan para sobrevivir en el mundo de los negocios. No es verdad, por supuesto ―no hay conexión entre los hechos memorizados en la escuela y las destrezas requeridas en el trabajo― pero la historia es lo suficientemente convincente.
Y así el esparcimiento de escuelas y fábricas destruye el modelo estadounidense de libertad. En lugar de ser agricultores o fabricantes independientes , los estadounidenses son arreados en masa a las fábricas, forzados a trabajar para alguien más porque no pueden ganarse la vida de ningún otro modo. Pero gracias a las escuelas esto parece normal, incluso natural. Después de todo, ¿no es esa la forma en que el mundo funciona y ya?
Hoy en día parece que todo el mundo está de acuerdo en que necesitamos escuelas más rigurosas. George W. Bush se alió con Ted Kennedy para aprobar la ley No Child Left Behind (Que ningún niño se quede atrás), que castigó a los distritos escolares (en esencia, retirando su financiamiento) si no obtenían calificaciones lo suficientemente altas. Cómo se suponía que las escuelas que fracasaron mejorarían al tener menos dinero es algo que nunca explicaron. Barack Obama, por supuesto, nunca apoyaría planes tan crueles. En cambio, su programa Race to the Top (Carrera hacia la cima), como Skinner, identificará a las escuelas haciendo algo bueno ―y las premiará con financiamiento extra.
Pero nunca se evalúan las “actitudes prosociales” de un estudiante o la “asistencia constante” ―sino qué tan bien memorizan hechos y números. ¿Por qué la desconexión? Quizá porque reprobar a los estudiantes por no ser lo suficientemente mansos no es algo que le gustaría a sus padres. Como señaló Peter Cappelli, director del Centro Nacional de Calidad Educativa de la Fuerza Laboral del gobierno de EE. UU., la mayoría de la gente está “perturbada” por la sugerencia de “que los valores, normas y comportamientos inculcados en los estudiantes a través de la escuela parecen estar en conflicto con los valores asociados con el crecimiento y desarrollo personal”.
La solución ha sido pelear la batalla a través de otros nombres. Se suponía que No Child Left Behind tendría el efecto de forzar a las escuelas a hacer un mejor trabajo educando a sus estudiantes. ¿Quién podía argumentar contra eso? Pero examinando sus efectos en la práctica uno se da cuenta que hizo algo bastante distinto. Los estudiantes, por supuesto, no eran evaluados en su real comprensión sobre conceptos básicos sino simplemente en qué tan bien podían responder pruebas estándar de opción múltiple. Y con tanto en juego, las escuelas se convirtieron aún más de enseñar ideas a los niños a enseñar cómo desempeñarse bien en las pruebas.
Linda Perlstein pasó un año peleando por sobrevivir en una escuela de No Child Left Behind. Todo lo que no era evaluado, debía ser eliminado ―no sólo arte y deportes, sino también los recesos, ciencia y estudios sociales (sí, no hay ciencia en las pruebas). Lo que queda es convertido en su totalidad en una preparación para la prueba ―lo único que los estudiantes escriben son secciones de respuestas cortas (“¿Qué texto característico podría haber sido añadido para ayudar a un lector a comprender mejor la información?”) y las historias en clase son únicamente analizadas en términos de qué preguntas podrían ser preguntadas en relación a ellos.
Grandes secciones de la clase no tienen nada que ver con el aprendizaje en absoluto. Os estudiantes, en cambio, son entrenados en el procedimiento de toma de pruebas: toma inspiraciones profundas, trabaja hasta que señalen el final, elimina las respuestas que estén evidentemente equivocadas. Todos los días se les enseña a los niños palabras de vocabulario especiales que les darán puntos extra y se les recuerda sobre cómo expresar apropiadamente sus respuestas para obtener la máxima calificación. En lugar de empapeladas con obras de arte de los estudiantes, las paredes están cubiertas con consejos para el momento de la prueba (“ARTE: Adquiere información de la pregunta, Responde la pregunta, usa los Textos de apoyo, Expande la fórmula”).
El objetivo inquebrantable de maximizar las calificaciones de la prueba ha sido una bendición para el mercado de libros escolares, que obliga a las escuelas a comprar libros caros de “malla curricular basada en evidencia” que ha “probado” maximizar las calificaciones en las pruebas. Los paquetes incluyen no solo libros de texto y libros de trabajo sino también guiones para que los maestros lean textualmente ―no se ha probado que desviarse de ellos aumente las calificaciones en las pruebas y, por tanto, está prohibido. El paquete también viene con supervisores entrenados que pasan por las clases asegurándose de que los profesores estén siguiendo el guión.
El efecto en los estudiantes es angustiante. Cuando se les enseña que leer es simplemente buscar en “textos característicos” en historias inventadas, aprenden a odiar la lectura. Cuando se les enseña que responder preguntas se trata simplemente de ojear a través de las opciones de respuesta múltiple para encontrar las más plausibles, empiezan a dejar de pensar y sólo empiezan a recitar combinaciones de palabras extravagantes de las pruebas cuando se les hace una pregunta. “La alegría de descubrir cómo funcionan las cosas” está desterrada del aula. La prueba entró en sesión.
Tales mecanizaciones no enseñan nada a los niños acerca del mundo, sino que les enseña “destrezas” ―destrezas como seguir órdenes sin sentido y sentarse en su escritorio por horas a una hora. Los críticos de las pruebas de gran importancia dicen que no están funcionando como se planificó: los profesores están enseñando en relación a la prueba en lugar de asegurarse de que los niños realmente aprendan. Pero tal vez ese es el plan. Después de todo, a los jefes parece gustarles mucho.
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