Santo pecado

Carlos estaba muy cansado. Había caminado toda la mañana por la ciudad de Quito tratando de conseguir algo de cerveza para su carne a la parrilla, pero para su mala suerte era domingo. En Ecuador no se expende alcohol el último día de la semana. Hay muchos rumores sobre el por qué de esta decisión: Eliminar la violencia en los estadios el fin de semana, permitir que el día familiar esté libre de esos tambaleantes y olorosos humanos entumecidos, permitir a los distribuidores tener un día de santo descanso.

Ninguna de estas razones aparecía en el registro de ley oficial, y nuestro amigo periodista decidió averiguar la verdad detrás de esta ridícula prohibición.

Empezó por ubicar expertos en el tema. Legisladores, psicólogos de masas, asesores de ministros, gerentes de las cerveceras fueron objeto de profundas indagaciones, de lunes a sábado. Una análisis retrospectivo reveló cierta relación entre las visitas oficiales de representantes de la santa sede y la imposición de ley seca. De manera extraña, nuestro curioso amigo también se pudo percatar de un pico en la venta de vinos después de la medida.

Rastreó las ventas del vino, llegó a armar un operativo en tres de los más grandes «blancos» de ventas. La respuesta fue simple:

Había más alcohólicos en misa.

El índice de externalidades

David Graeber, el (ir)respetado antropólogo, abrió mis ojos a una nueva realidad. Contar es malo. Sé que es lo primero que uno aprende en la escuela, y tal vez es la base de toda ciencia actual y de las herramientas que usamos para que nuestra vida sea mejor, pero Graeber no se refería a ese tipo de contabilidad matemática, sino específicamente a ponerle el precio a las cosas que intercambiamos, lo cual termina, según sus investigaciones, como un pretexto para ejercer violencia.

No siempre fue así, inicialmente las comunidades humanas eran de unas pocas personas, donde todas se conocían entre sí. No existía tal cosa como la especialización ni un mercado, sino que la gente se ayudaba entre sí, en una especie de economía del regalo. No engañamos a nadie, evidentemente cuando dabas algo a alguien, esperabas que eventualmente esa persona te devuelva ‘algo’. La falta de exactitud de ese ‘algo’ nos permitía ser flexibles, llevarnos bien con el amigo.

Sin embargo, hubo un punto en la historia donde se empezó a introducir la moneda, en diversas formas de contabilidad, casi siempre por parte del estado como una especie de impuesto/imposición. Lo que empezó a ocurrir entonces es que emergieron ciertas fricciones, no era lo mismo devolver una dádiva que contaba por 3 pescados si tú habías dado 15. Una versión moderna de esto diría: no mezcles dinero con amor. El poner un número exacto a una deuda te incita a ejercer violencia[1]. Es el pretexto que usa tu banco para arrebatarte tu casa, y en algunos casos, el sicario para ser contratado. Tal vez esto también contribuya a la relación directa que existe entre la desigualdad económica y el nivel de violencia que existe en una determinada región[2].

¿Por qué traigo esto a colación? Pues porque pienso que deberíamos aprovechar esta situación…

Imagina que entras a una gran cadena comercial, con una gran diversidad de productos y sí, tienen los precios marcados en dólares como siempre, pero además de ello muestran una segunda cifra: su precio en tiempo (Pt). Así pues, una computadora sería muy costosa si los materiales que utiliza para su producción demoraron miles, sino millones de años en formarse. Una funda de papas producidas localmente tendría un Pt muy bajo si comparamos con unas papas importadas (puesto que el petróleo que se utiliza para su transporte, que demoró muchos años en producirse, incrementaría el precio desmedidamente).

Las artesanías empiezan a mostrar el tiempo dedicado y claro, en función de la calidad habrá unos que logren maravillas en menor tiempo. Y si alguien compra una máquina, pues de alguna manera tendrá que incluir el costo de fabricación de esa maquinaria dentro del Pt.

Cuando la gente llega a Ecuador y visita Quito, el patrimonio cultural de la humanidad, ve el precio de algunas instalaciones: siglos, pero también se le indica en su tour al Yasuní que la selva está avalada en unos cuantos millones de años.

Cuando te realizan la entrevista en una empresa, no sólo te dicen cuanto vas a ganar y qué puesto vas a tener, sino que además te dicen cuál será tu tiempo buen vivido TBV, es decir aquel que podrás dedicar al ocio, la contemplación, el deporte, el amor y la amistad, etc.[3]

En base a estas simples medidas, se empieza a evidenciar el descontento de la gente, quienes pronto exigen que se haga algo al respecto, varias instituciones estatales inician con la creación de un índice de externalidades, que permite hacer una comparativa entre el precio del mercado y el Pt. Eventualmente este empieza a desplegarse con colores verde, amarrillo y rojo. La gente que se acerca a estos percheros marcados empieza a ser mal vista, las empresas dejan de percibir ganancias, se establece una superintendencia de control de externalidades. Poco a poco se empieza a migrar los procesos para producir con menor coeficiente, las medidas se tornan más severas. Es el nuevo ISO.

Referencias
[1] Graber D., En deuda: Una historia alternativa de la economía, Grupo Planeta, 2012
[2] Wilkinson R., Pickett K., Desigualdad: Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Turner Publicaciones, S.L., 2009
[3] Ramírez R., La vida (buena) como riqueza de los pueblos, Editorial IAEN, 2012

Nunca dejes de ir al baño

Estaba Ramón en su cuarto: cortinas cerradas, cabeza inclinada, ensombrando la hoja difícilmente alumbrada por la única lámpara que, a esas horas de la madrugada, brillaba. Intentaba entrar en ese trance de escritor que le permitía redactar a la velocidad del pensamiento porque las ideas, decía él, son como las ganas de ir al baño; desaparecen cuando no les haces caso.

Nada. Un vacío en el estómago que paradójicamente también quita el hambre y medio llena el pulmón de algo que dificulta la respiración. Traga saliva y suspende el bolígrafo sobre el papel sabiendo que el momento yacía ya bajo tierra y que la mejor opción era no guardarle rencor a la soledad…

Advertencia

Ahí estaba yo, sentado frente al televisor, recibiendo los destellos de cada uno de sus cuadritos tricolores, molestado por su sonido que poco combinaba con el ventilador de la laptop, el cual seguramente debía reemplazar. Los audífonos en las orejas estaban solo ahí por negligencia; y mi mirada… podía estar en cualquier lado pero realmente se posaba en mis adentros, es extraño como la gente menciona que Sutano o Mengano anda ‘con la mirada perdida’ cuando está justo detrás del nervio óptico.

Apoyado contra la pared, mi cuello sufre el desgano que me acompaña desde hace un par de semanas, poco a poco los músculos van formando alianzas, y esas contracturas no permiten que la sangre oxigene mi cerebro adecuadamente, estoy de mal genio. No he obtenido trabajo en estos días, aparentemente todo el mundo requiere contratar personal para atención al cliente. Nunca he sido bueno con la gente, me va mal; en las entrevistas no lo puedo ocultar, la competencia asiste en terno y tal vez por eso no recibo la cortesía del ‘no nos llame, nosotros le llamaremos’.

Dos meses atrás perdí mi trabajo debido a la automatización de los sistemas de distribución en bodegas, yo guardaba el inventario, era de los importantes pero ahora no era necesario, desde que la persona le decía al Siri de su iPhone lo que quería hasta que el cliente ponía su pulgar en la tablet del repartidor, todo estaba automatizado.

Ahora tenemos semáforos donde antes hubo policías, máquinas expendedoras donde antes estuvo Doña Rosita, instagram con doce empleados donde antes estuvieron los dos millones de Kodak, software de detección de voz donde hubo secretarias, por Dios yo compré mi último libro en internet, para escucharlo en una computadora. ¿Será que hay una tendencia natural a la automatización?

Siempre le eché la culpa a la codicia de los millonarios, dueños de grandes empresas que preferían esclavos electrónicos que no reclamaran su seguro social, ni buscaran salir temprano para dormir, o pasar con su familia, ni hablar de jubilarse. Pero ahora me veo a mí como en estado de hibernación, respirando casi sin darme cuenta, dejándome llevar por pensamientos aleatorios como una máquina cuando procesa uno de sus tantos algoritmos. Desmotivado, siento como yo también me estoy automatizando, si no me molestara mi familia, si ese teléfono no sonara, si el chat no emitiera ese fastidioso sonido que me obliga a atender, estoy seguro que seguiría quieto sobre mi estación, esperando una nueva orden, ahorrando toda la energía posible, quejándome solamente cuando me estoy quedando sin batería…

Esa queja (y ésta) son solo una advertencia.