Primer plano

ilustracion Andrea Proaño Muñoz

Ilustración por Andrea Proaño Muñoz bajo licencia CC-BY-NC-ND

Joaquín pregunta al abuelo por qué escribe. El niño de pelo lizo y castaño, de tez tosca y seca —pequeño y sucio como cualquier perro de la calle— interroga sin pensar demasiado. No es curiosidad real, sus palabras están cerca del tercer «por qué» a cualquier otra cosa que se cruce por su camino. Joaquín simplemente pregunta.

Braulio, por otro lado, es abuelo. Cada sílaba funciona en su vida como un atizador que hurga en un fuego que no está extinto pero requiere de ese tipo de atenciones para mantener la llama. Braulio, de quien se ha dicho ya que es abuelo, responde internamente la pregunta con imágenes evocadas que tardan un poco en ordenarse. Viejo como es él, prefiere las metáforas. En minutos, seguramente, tendremos una expresión verbal.

Joaquín, mientras tanto, ha perdido un poco de interés. A sus ocho años, pregunta por aburrimiento. No es que tenga curiosidad intelectual, pero las preguntas fastidian y hacen que la gente se levante del asiento, le proponga una conversación para eludirse y ocasionalmente producen unos cambios de ánimo que resultan casi siempre divertidos, o melancólicos. En todo caso, es para salir de la rutina.

Braulio se ha dado cuenta que, desde hace algunos segundos, ve al rostro del muchacho en tonos amarillos de atardecer, el resto de su cuerpo es absoluta sombra. El horizonte, que únicamente se observa a la izquierda de la cara, tiene un fondo rojo que se funde con la oscuridad al acabar la escena. Que eso puede ser pintado, sí, pero a un acrílico le haría falta el trino, totalmente desubicado, de un pajarillo que canta al amanecer. El niño, además, se ha transformado en imagen pictórica, conectando así con un público más amplio, y mantiene fija la mirada en Braulio, con iris que centellan. El blanco de sus ojos (el único blanco en todo el cuadro) son el centro de la escena. Escena que ahora mismo intentará explicar al niño que lo mira con una curiosidad diferente a la del por qué.

Braulio hace una pausa, se da cuenta que tal vez pudo haber hecho cine. A esta edad, su nieto le hace caer en cuenta que el ahora oficio de escritor tal vez se deba a un escaso presupuesto. Lo que al inicio fue una idea vaga, lo trastorna. Se siente un idiota por no haber caído en cuenta que su primera elección, en un entorno más burgués, hubiera sido el cine. La escena que acaba de construir en su cabeza es prueba clara de ello. El énfasis en la iluminación, el plano, los colores, la música… todo eso lo atrapa.

Joaquín encoge la nuca mientras se inclina hacia su abuelo, sin quitarle los ojos de encima. Braulio reacciona al gesto y sus miradas se encuentran. Momento incómodo. El abuelo sacude la cabeza y vuelve pronto a la realidad. Se da cuenta que una corriente de cosas han pasado por su cabeza y que ir río arriba es un lujo que no puede darse a segundos de haber descubierto una nueva vocación. Braulio dirá que es para el guión de una película y Joaquín sale alegre a patear su pelota en el patio de tierra.

Crecer en la Vicentina

No sé porque mi papá y yo empezamos a hablar de profesiones, que haciendo uno descubre si hay o no vocación. Me dijo que así se dio cuenta que no quería ser electricista. Eso me extraño bastante porque eso tiene mucho de lógica y ese tipo de cosas siempre nos ha gustado a ambos. A mí me encanta lo que hacen los electricistas. Siempre termino cambiando focos y poniendo enchufes. Entonces le pregunté… ¿por qué no te gustó?

«Debo haber tenido unos trece años, me fui de ayudante de don César, del barrio mismo era. Como no sabía hacer nada, me tocaba picar piedra. No me gustaba. Se me hacía pedazos la cara porque me saltaba todo el ladrillo». Trece años. A pesar de que estaba fea la cosa, le entro la curiosidad y se metió a estudiar a un instituto… «que amperios, los ohms, no sé qué nomás»

La clase empezaba 18:30. «Al comienzo yo anotaba todito pero no medí pues el cansancio». Se quedaba dormido en plena clase. Entre risas se acuerda de la expresión que le devolvía a la luz del salón de clases nocturnas:  «¡Despierten al querubín!» Duró 3 meses.

«Me metí a trabajar», «decidí inscribirme», «me retiré». A los trece años, mi papá ya tenía vida de adulto. Sé que empezó a fumar poco antes. También  me contó de su último año de bachillerato. Para ese entonces mi papá tenía años de experiencia laboral y trabajaba en La Química. Con más experiencia que el profesor, corregirlo empezó a hacerse un hábito. Levanta la mano mientras me repite las letanías de esos trimestres: «Profesor no es así», «profesor está mal».

Y siempre hay un sapo: «No pues profe, vamos apostando la jaba» Las clases eran los sábados tarde y el profesor pagaba las cervezas que alimentaban el chuchaqui del domingo. Pasaron varias de esas y todo bien pero, de repente, los estudiantes (sus compañeros) ya no le preguntaban al profesor sino a mi papá. Eso ya no le gustó. Atrapado en una situación que entre la pereza y el fastidio, fue a hablar con el profesor.

«Verá, esto no está bien. Usted es el profesor y yo soy el alumno. A usted le tienen que preguntar, así que vamos a arreglar. Mire, la próxima clase usted va a decir algo y yo le voy a contradecir frente a la clase. Vamos a apostar y esta vez el que se va a equivocar soy yo… pero usted paga las cervezas».

Lecciones prácticas de ética en Alianza PAIS, memoria de un becario

Hubo un día terrible en mi vida. Les conté sobre eso meses atrás. Fue el día que decidí escribir sobre una contratación realizada por la Secretaría de Inteligencia. Ese día hackearon Facebook, Twitter y Google de la revista para la que escribí. El editor estuvo en contacto continuo conmigo durante este tiempo y me supo transmitir su miedo y desesperación. Un poco más tarde, hubo gente contactando a mi hermana para pedirle mi correo. Le dijeron que era «para lo de la beca» que meses más tarde me permitió salir del país. Me escribió luego un amigo mostrando capturas de pantalla falsas. Los autores querían involucrarme como trabajador de la SENAIN y aducían que las capturas venían de Wikileaks.

Ese día el ex-secretario René Ramírez me contactó via Telegram para preguntarme si estaba bien. Le mentí y le dije que sí y ambos fingimos que no pasaba nada. Luego recibí mensajes amenazantes en mi whatsapp, un correo con rastreador de IP y finalmente mi internet fue desconectado. Cuando me di cuenta que no tenía internet, quise salir de casa. Me subí al auto de mi padre y le dije que iba a ir a la SENESCYT (a mi oficina) donde tenía que recoger unos pocos papeles. Mientras la puerta del garage terminaba de cerrarse llegaba un auto negro con vidrios ahumados y dos personas en el interior con corte de cabello militar a parquearse frente a mi casa. Por lejos, el peor día de mi vida, no por lo que me pasó —que a la postre fue nada— sino por el tiempo que me costó deshacerme de ese miedo, de esa paranoia.

Al llegar la noche, y tras haber cancelado una entrevista en radio con Andrés Carrión, del puro miedo, le escribí a René nuevamente. Le dije que estaba muy asustado y que no sabía que hacer. Literalmente le dije que me diga qué hacer. «Ven a mi oficina mañana». En esos días, René casi no pasaba en su despacho en la Av. Alpallana sino que operaba desde el edificio del Consejo de Educación Superior. Para mi mala suerte, las dos instalaciones estaban a pocos metros de los cuarteles de la SENAIN y a mí me daba pánico que algo llegara a pasarme. Al día siguiente, bajé en la bicicleta hasta la República y Orellana para encontrarme con un amigo en común, mi testigo de todo lo que fuera a pasar: Rafael Bonifaz. Ambos nos dirigimos al CES, que queda a pocas cuadras de ahí, y fuimos recibidos en el último piso.

René nos comentó un poco de cosas que ya conocíamos, la política interna de Alianza PAIS respecto al espionaje político. En teoría, no se hacía. Y se decidió así después de que se descubriera el seguimiento a los propios miembros del partido. Nos pidió que le explicáramos de qué se trataba la última filtración. Recuerdo haber repetido algo de lo que escribí para Gkillcity en ese entonces:

Hacking Team permitía a sus clientes acceder, por ejemplo, a los contactos de Skype, Facebook y Google Hangouts de un celular Android, a las grabaciones de llamadas realizadas mediante telefonía móvil, Skype o Viber, a los chats de aplicaciones como Skype, Whatsapp, Viber, Line, Facebook, Hangouts y Telegram, a los correos de Gmail, las contraseñas de wifi. Los agentes podían grabar el micrófono y acceder a la localización del celular. Si una persona utiliza Windows —como la mayoría en el país— el atacante puede obtener los chats y ubicaciones de Facebook, las charlas de voz y texto de Skype, los correos de Gmail y Outlook, archivos, transacciones, puede prender la webcam, grabar con el micrófono ambiental, acceder a la ubicación del dispositivo y, todo esto sin que uno lo note.

Le mencioné también sobre la posibilidad de que tengan control remoto de cualquier computadora para implantar evidencia (pegar una carpeta con pornografía infantil, por ejemplo). Y todo lo que en ese entonces se podía inferir de documentación que para entonces ya era pública. René se mostró preocupado, la conversación circundó los temas del espionaje político y las divisiones internas de Alianza PAIS, un movimiento que ha mantenido la mayoría de sus conflictos puertas adentro, al mejor estilo del gobierno chino. Claro, ahí cada actor político tiene su versión del bien y el mal, o los menos ideológicos, de lo que es práctico o no. La conversación llegó a un punto crítico. Algo que he discutido únicamente con un puñado de gente.

René confesó (y aquí parafraseo):

«Ayer me llamaron [de la SENAIN]. Me dijeron que todo es mentira, que todo lo que hacen es legal». La que, desde entonces, y pese a las evidencias, ha sido su postura oficial.

«Me preguntaron por ti, les dije que trabajas aquí, que eres un buen chico. Y me pidieron que te quite la beca… Tuve que pararme fuerte». Esta última frase la repitió un par de veces. «Les dije que yo no puedo hacer eso, tuve que pararme fuerte».

Ahora entendía por qué René preguntó el día anterior que cómo estaba. Pues nada, esto no es evidencia de que todo lo otro que me sucedió este relacionado con esta gente, pero así es como uno lo siente. El contexto no da para muchas otras posibilidades. Las historias de otros son bastante similares y uno evita tener un desenlace similar: las flores que llegan a tu casa, la caja con el gato muerto, las amenazas veladas a la familia. Y tengo la impresión de que René también lo sabe. Minutos más tarde me pregunta sobre mi beca, sobre la fecha de mis viajes y una pregunta que más pareció sentencia: «¿no puedes adelantar tu viaje?»

Y no podía pues. Apenas me alcanzaba para el pasaje. En esas épocas yo tenía muy presente el drama de lo vivido por mi amiga Bethany Horne, tras la publicación de un artículo de prensa sobre los Taromenani, Bethany terminó saliendo del país. ¿Qué remedio me quedaba sino seguir el instinto de animal amedrentado que se esconde para no sufrir? No estuve tranquilo ni siquiera cuando volví a pasar vacaciones al país un año después. No tienen idea de la miseria que sentí cuando vi al mismo partido ganar otra vez.

¿Por qué romper el silencio? Por nada. Estoy harto de que gente de Alianza PAIS quiera dar lecciones de moral, pero me pongo especialmente sensible cuando me las quieren dar a mí. Cuando mienten al decir que no hay persecución política y se actúa dentro de la ley mientras hacen llamadas para, precisamente, torcerla. Escudados en el velo de la disciplina partidista, del sigilo que exige la lealtad y de la ley escueta que acomodaron dentro de un discurso que habla de escuelas del milenio y carreteras.

René, siempre le estuve agradecido por lo que hizo ese día, pero para ser sincero tampoco lo terminé de entender. Somos culpables de lo que decimos y callamos, respectivamente. Lo siento por la infidencia.

Panamá: Su cuerpo, su gente y Taboga

¿Por qué fui a Panamá? Porque cuando uno comparaba los precios de los pasajes de avión, era el lugar más barato a donde se puede ir desde Quito y Vancouver, $308 y $380 respectivamente. Panamá no era mi destino, sino uno compartido con mi novia. Nuestra segunda opción era Costa Rica pero a los ecuatorianos los ticos nos piden visa.

Fui con un poco de prejuicios. La ciudada la había visto desde el avión algunas veces y emanaba un aire similar al de Guayaquil. Ya saben, donde el mar no es playa sino una calle para barcos. El contraste al llegar es evidente. Uno mira los lujosos rascacielos al aterrizar pero apenas sale del avión se da cuenta de los problemas que existen en el propio aeropuerto. Las pantallas con los estados de vuelo no son digitales sino que transmiten video con información desactualizada. Los enchufes no sirven. No hay información clara y hace un calor…

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El camino al hotel (que fue uno de los más baratos que encontré) mostraba una ciudad poco amigable. No había gente en las calles porque no hay uso mixto de suelo, y a veces porque ni siquiera hay veredas. Hay grandes porciones de tierra abandonadas y se percibe claramente la diferencia entre barrios ricos y pobres. El casco viejo está rodeado por invasiones por las que tuvimos que pasar y la gente no vive en la mejor de las condiciones. Uno de cada cuatro panameños es pobre, no tiene servicios sanitarios y el 11% de la población sufre de desnutrición.

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Fuera de eso, se sintió tan bien estar de nuevo en América Latina. Tener a nuestros referentes culturales adornando las paredes y estanterías. En el primer día nos escapamos a dar una vuelta por los alrededores del Hotel Casa Panamá (un edificio antiguo restaurado que estaba con 60% de descuento) y terminamos en «Picasso», un bar restaurante donde nos sirvieron una mezcla de mariscos, ceviche y asado. La comida en Panamá es buena —cualquier cosa es mejor que la comida desabrida de Vancouver— pero los precios no son nada relajados. Un plato costó, en promedio, trece dólares. Obviamente la gente sabía que éramos turistas así que estoy seguro de que se puede conseguir algo más barato pero es un lujo que no nos pudimos dar.

Donde sí ahorramos fue en el transporte. Inicialmente solicitábamos al hotel que nos lleve a cualquier parte pero un día los choferes estaban ocupados y decidimos tomar nuestro propio taxi. Oh sorpresa, la diferencia entre el taxi del hotel y el que uno toma en la calle era abismal. Al menos tres veces más barato. Esto lo descubrimos yendo al centro comercial y no fue sino hasta el regreso que entendimos la razón. Después de que la mera existencia del mall me haga sentir mal, quisimos regresar antes de lo planificado. En la salida, como sucede en todas partes, nos preguntaron que a dónde vamos pero después de darles la dirección, nos hicieron esa segunda interrogante que nunca había escuchado antes «¿y cuántos son?» «Somos dos», «son diez dólares», «no gracias» (y es que venir me había costado tres dólares). Luego saltó el segundo a bordo. «Yo les cobre siete —y aquí viene la explicación del sobreprecio—, no le puedo cobrar menos. El taxi amarrillo que usted para en la calle le cobra eso porque son taxis comunitarios. Si el taxista ve a otra persona que se quiere subir le va a decir ‘muévase para la izquierda’ y hace carrera para los dos».

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Los taxis en Panamá funcionan como el bus en Ecuador. Se sube el que pueda. No hay rutas preestablecidas pero nada le obliga al taxista a no parar y preguntar al que le hace señas que a dónde va. «Yo estoy afiliado al centro comercial» (tenían uniforme) «y si a ustedes les pasa algo el centro comercial tiene que responder». Entonces nuestro chofer nos dio una explicación de que los últimos tres meses del mes también trabajan los amigos de lo ajeno y que es mejor tener alguien de confianza. Después nos contó del turista ecuatoriano al que llevó a la playa. Nos dijo cuánto costaba y comparó sus precios con los de las agencias turísticas y nos dejó su tarjeta para que le podamos llamar. Esa, pienso yo, es una buena representación del panameño que encontramos los turistas. Ellos dependen mucho de la divisa extranjera e improvisarán de lo que sea necesario para ganarse el sustento. Además es gente alegre y conversona.

Lo importante de todo esto es que ya sabíamos cómo ir a la playa. Desde el hotel teníamos vista al mar pero había una tremenda cadena en el parque que llevaba a la costa porque la basura se amontonaba con el venir de las olas. Nos levantamos temprano al siguiente día y tomamos un ferry que nos llevó a Isla Taboga.

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A diferencia del ferry entre Canada Place y North Vancouver, este era abierto y algo más pequeño. En lo que sí se parecen es que ambos ofrecen wifi y en ninguno funciona. A pesar de que teníamos un clima perfecto, yo estaba escondido del sol porque un antibiótico que estaba tomando me producía fotosensibilidad. Obligatoriamente me tocó alquilar un parasol y un par de sillas que costaron otros quince dólares por todo el día. Llegamos a las once y nos fuimos a las cuatro. Creo que ese fue uno de los días más bonitos que tuvimos. Paseamos por la isla, nos encontramos con gatos callejeros. Conocimos la que dicen es la segunda iglesia más antigua del hemisferio y comimos en un pequeño espacio llamado Calaloo. Me prometí a mí mismo darle una buena reseña en google maps y se la debo.

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Coaching: ¡Aprenda a ser tímido!

Boca enorme, labios demacrados y un bigote sin afeitar. No soy yo, es mi interlocutor. Hablando alegremente, el facilitador tres sitúa su nariz a la altura de mi frente. Está tan cerca que puedo distinguir claramente el sarro entre los dientes y su encía, oler el vaho que emana y se adhiere, similar al hollín de una cocina de carbón. No sé de qué habla, las glándulas salivales disparan chorros de baba cada cierto tiempo y temo no poder cerrar los ojos a tiempo. Instintivamente subo mi mano para cubrirme el rostro pero el facilitador dos me detiene con un gesto firme. Está sentado a mi derecha escrutando cada uno de mis gestos. Sabe que mi sonrisa es aparente, se distingue claramente la ausencia de pliegues en la comisura de mis ojos. Trato de tranquilizarme y asumir una actitud relajada en esta posición forzosamente incómoda. Me obligo a escuchar.

«…era necesario descuartizar a los cachorros antes de incinerarlos, claro para entonces ya los habíamos sedado pero…»

¿Qué mierda hacía sonriendo? Debo ser el hazmerreír de toda esta gente. Me sorprendo a mí mismo reflexionando en lugar de enfocarme en el ejercicio. Ser extrovertido, ser normal, ser yo. Decido contarle que también hago coaching. «Sabes de todas las experiencias se puede aprender algo». Parece que va bien, el tipo se ha callado. «Yo mismo tuve que sacrificar a una de mis mascotas y fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer». El tipo frunce el ceño, baja la quijada y me mira fijamente mientras gira su cabeza para colocar a su ojo derecho exactamente en el centro de la escena. Se ve enojado. «El sufrimiento, el enojo —improviso— son todos caminos de crecimiento». De repente tres me toma la mano. Casi la alejo pero decido confirmar mis acciones en la mirada de dos. Éste alza las cejas con una mueca de picardía. «Es por eso que tome este curso, porque…» tres empieza a lamerse el dedo pulgar. Busco, por primera vez, a uno, que me mira inmóvil detrás de la puerta de vidrio, el único espacio que interrumpe las paredes de la habitación. Veo el pulgar lubricado acercarse lentamente y grito ¡PECHÁN!

«Pechán» era mi apodo en la secundaria, al inicio del curso nos piden identificar una palabra que nos resulte especialmente molesta. Y claro, así me decían en la escuela, por gordo y enano. Antes de entrar al taller me informan que esta va a ser mi «safeword», la palabra de seguridad. Si ya no soporto el ejercicio, debo decir mi safeword y todo se acabará.

El lugar en donde estamos se especializa en enseñar empatía hacia la gente tímida y, para ello, generan situaciones que a uno le hacen entender lo que es fastidiarse por mucha presión social. Las personas tímidas requieren más espacio personal, así que reducen el nuestro. Es como estar en el bar de la prisión donde todos están embriagados menos tú. Todos los facilitadores son grandes, feos y fuertes. Los temas de conversación son incómodos, algo que sólo un sociópata podría disfrutar. En cierto modo, es una especie de casting perverso para jugar el rol de víctima en una película de Kubrick. ¡PECHÁN!

Uno me mira con disgusto. Abre la puerta de vidrio. Mira a los facilitadores: «yeye kuishia mwaka», se da media vuelta y se va. La puerta empieza a cerrarse y yo corro a atraparla. Dos y a tres se ríen a carcajadas y un ruido estridente me hace detenerme. Es la banca que volqué por apurado, en esos tres segundos la puerta se vuelve a cerrar. Ellos vuelven a reír ya más pausadamente. «Na kuja», me dice tres mientras se limpia el dedo con una servilleta. Dos extiende su mano con la palma abierta relajadamente «Kukaa». Me quedo inmóvil. «Kukaa!» repite y empuja la silla hacía mí. Me sirven cerveza y empiezan a hablar entre ellos en un idioma que no puedo entender.

Hay un martillo a lado derecho de la puerta, bajo un letrero que dice «rompa en caso de emergencia». Lo haría, pero el tono de los facilitadores es totalmente distinto ahora. Mantienen una distancia apropiada y tienen gestos agradables. Me brindan más trago y asumo que debo esperar. «¿Por qué no hablan español?» «kazi» «¿casi?» «Ja ja ja ja ja» «¿qué? no entiendo» «mtu maskini». Siguen hablando en ese idioma raro, intento conversar en español, pero es inútil. Pareciera que me hacen preguntas y ambos esperan en silencio por mi respuesta. «Qué», «no entiendo», «bueno», «ya», «ya», «¡YA!».  Sólo hay una respuesta aceptable en estas circunstancias. Que vergüenza, que cansancio, que fastidio. «Pechán».

«Lo siento amigo», me dice tres mientras dos me da una palmada en el hombro. Me quedo inmóvil en la silla, mirando al suelo. Entra cero por la puerta y me recuerda, en una sesión corta, que todo es parte de un ejercicio, que el primer día terminó, que apenas son las doce. Los talleres se extienden por toda la semana y quiere confirmar mi asistencia en los días posteriores. Para él es sólo un trámite, esto se paga por adelantado. Su rostro, el único pequeño e inofensivo como el mío, busca mi mirada hasta que alcanzo a despertar. Asiente en un gesto de aprobación, y respondo como un espejo. Así somos los humanos. Ya dije que sí, ahora me tengo que ir.

Recojo mis cacharros. Tengo seis mensajes sin contestar en mi buzón de voz. Veinte notificaciones de whatsapp. Salgo despacio a un lugar mucho más bullicioso y brillante. Me espera el almuerzo con un colega. Tengo que entretenerlo por una hora, quizás cerrar un trato. La mesa es, desafortunadamente, similar a la del taller. Al menos pidió vino y no chelas. Sus ganas de estar en la conversación son inversamente proporcionales a las mías. También puedo ver su sarro. Antes sencillamente lo hubiera ignorado pero, ahora mismo, me es imposible. Doy respuestas evasivas, sonrisas sin arrugas en los ojos, solo quiero ver el tiempo pasar. Le dejo para tomar un taxi a mi clase de coaching.

Tres de la tarde, todos están sentados en un círculo. Es la primera sesión. Veo gente intrépida con mucho dinero y la típica persona que vino por invitación. Le debo decir lo maravilloso que es compartir sus sueños y metas, hacer un collage con fotos de revistas de papel couché. Que se abra, que no tenga miedo, que aquí puede confiar en nosotros, en «todos y todas». Pero lo único que atino a decir, tras estar en silencio por pocos minutos —doscientes segundos que parecieron eternos— es… pechán (en mi cabeza, y dejo al silencio continuar).