Boca enorme, labios demacrados y un bigote sin afeitar. No soy yo, es mi interlocutor. Hablando alegremente, el facilitador tres sitúa su nariz a la altura de mi frente. Está tan cerca que puedo distinguir claramente el sarro entre los dientes y su encía, oler el vaho que emana y se adhiere, similar al hollín de una cocina de carbón. No sé de qué habla, las glándulas salivales disparan chorros de baba cada cierto tiempo y temo no poder cerrar los ojos a tiempo. Instintivamente subo mi mano para cubrirme el rostro pero el facilitador dos me detiene con un gesto firme. Está sentado a mi derecha escrutando cada uno de mis gestos. Sabe que mi sonrisa es aparente, se distingue claramente la ausencia de pliegues en la comisura de mis ojos. Trato de tranquilizarme y asumir una actitud relajada en esta posición forzosamente incómoda. Me obligo a escuchar.
«…era necesario descuartizar a los cachorros antes de incinerarlos, claro para entonces ya los habíamos sedado pero…»
¿Qué mierda hacía sonriendo? Debo ser el hazmerreír de toda esta gente. Me sorprendo a mí mismo reflexionando en lugar de enfocarme en el ejercicio. Ser extrovertido, ser normal, ser yo. Decido contarle que también hago coaching. «Sabes de todas las experiencias se puede aprender algo». Parece que va bien, el tipo se ha callado. «Yo mismo tuve que sacrificar a una de mis mascotas y fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer». El tipo frunce el ceño, baja la quijada y me mira fijamente mientras gira su cabeza para colocar a su ojo derecho exactamente en el centro de la escena. Se ve enojado. «El sufrimiento, el enojo —improviso— son todos caminos de crecimiento». De repente tres me toma la mano. Casi la alejo pero decido confirmar mis acciones en la mirada de dos. Éste alza las cejas con una mueca de picardía. «Es por eso que tome este curso, porque…» tres empieza a lamerse el dedo pulgar. Busco, por primera vez, a uno, que me mira inmóvil detrás de la puerta de vidrio, el único espacio que interrumpe las paredes de la habitación. Veo el pulgar lubricado acercarse lentamente y grito ¡PECHÁN!
«Pechán» era mi apodo en la secundaria, al inicio del curso nos piden identificar una palabra que nos resulte especialmente molesta. Y claro, así me decían en la escuela, por gordo y enano. Antes de entrar al taller me informan que esta va a ser mi «safeword», la palabra de seguridad. Si ya no soporto el ejercicio, debo decir mi safeword y todo se acabará.
El lugar en donde estamos se especializa en enseñar empatía hacia la gente tímida y, para ello, generan situaciones que a uno le hacen entender lo que es fastidiarse por mucha presión social. Las personas tímidas requieren más espacio personal, así que reducen el nuestro. Es como estar en el bar de la prisión donde todos están embriagados menos tú. Todos los facilitadores son grandes, feos y fuertes. Los temas de conversación son incómodos, algo que sólo un sociópata podría disfrutar. En cierto modo, es una especie de casting perverso para jugar el rol de víctima en una película de Kubrick. ¡PECHÁN!
Uno me mira con disgusto. Abre la puerta de vidrio. Mira a los facilitadores: «yeye kuishia mwaka», se da media vuelta y se va. La puerta empieza a cerrarse y yo corro a atraparla. Dos y a tres se ríen a carcajadas y un ruido estridente me hace detenerme. Es la banca que volqué por apurado, en esos tres segundos la puerta se vuelve a cerrar. Ellos vuelven a reír ya más pausadamente. «Na kuja», me dice tres mientras se limpia el dedo con una servilleta. Dos extiende su mano con la palma abierta relajadamente «Kukaa». Me quedo inmóvil. «Kukaa!» repite y empuja la silla hacía mí. Me sirven cerveza y empiezan a hablar entre ellos en un idioma que no puedo entender.
Hay un martillo a lado derecho de la puerta, bajo un letrero que dice «rompa en caso de emergencia». Lo haría, pero el tono de los facilitadores es totalmente distinto ahora. Mantienen una distancia apropiada y tienen gestos agradables. Me brindan más trago y asumo que debo esperar. «¿Por qué no hablan español?» «kazi» «¿casi?» «Ja ja ja ja ja» «¿qué? no entiendo» «mtu maskini». Siguen hablando en ese idioma raro, intento conversar en español, pero es inútil. Pareciera que me hacen preguntas y ambos esperan en silencio por mi respuesta. «Qué», «no entiendo», «bueno», «ya», «ya», «¡YA!». Sólo hay una respuesta aceptable en estas circunstancias. Que vergüenza, que cansancio, que fastidio. «Pechán».
«Lo siento amigo», me dice tres mientras dos me da una palmada en el hombro. Me quedo inmóvil en la silla, mirando al suelo. Entra cero por la puerta y me recuerda, en una sesión corta, que todo es parte de un ejercicio, que el primer día terminó, que apenas son las doce. Los talleres se extienden por toda la semana y quiere confirmar mi asistencia en los días posteriores. Para él es sólo un trámite, esto se paga por adelantado. Su rostro, el único pequeño e inofensivo como el mío, busca mi mirada hasta que alcanzo a despertar. Asiente en un gesto de aprobación, y respondo como un espejo. Así somos los humanos. Ya dije que sí, ahora me tengo que ir.
Recojo mis cacharros. Tengo seis mensajes sin contestar en mi buzón de voz. Veinte notificaciones de whatsapp. Salgo despacio a un lugar mucho más bullicioso y brillante. Me espera el almuerzo con un colega. Tengo que entretenerlo por una hora, quizás cerrar un trato. La mesa es, desafortunadamente, similar a la del taller. Al menos pidió vino y no chelas. Sus ganas de estar en la conversación son inversamente proporcionales a las mías. También puedo ver su sarro. Antes sencillamente lo hubiera ignorado pero, ahora mismo, me es imposible. Doy respuestas evasivas, sonrisas sin arrugas en los ojos, solo quiero ver el tiempo pasar. Le dejo para tomar un taxi a mi clase de coaching.
Tres de la tarde, todos están sentados en un círculo. Es la primera sesión. Veo gente intrépida con mucho dinero y la típica persona que vino por invitación. Le debo decir lo maravilloso que es compartir sus sueños y metas, hacer un collage con fotos de revistas de papel couché. Que se abra, que no tenga miedo, que aquí puede confiar en nosotros, en «todos y todas». Pero lo único que atino a decir, tras estar en silencio por pocos minutos —doscientes segundos que parecieron eternos— es… pechán (en mi cabeza, y dejo al silencio continuar).