Las gafas

Hoy estaba caminando por el parque y descubrí estos lentes, los vidrios miraban al suelo. La última persona con la que me topé camino allá fue un anciano y esto me hizo pensar que tal vez él, o algún contemporáneo suyo, olvidó los lentes en el parque. Todo —la banca, el desgaste del cristalino, la desmemoria, la soledad— fue un profundo testimonio de lo que nos hace la vejez. Se me escapó el aire en un suspiro. Me senté al borde imaginando cómo el viejo (un yo futuro) se quitaba los lentes y los abandonaba involuntariamente. Experimenté eso opuesto al saudade.

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Viaje Quito-Tena-Shandia

Hoy salimos temprano de Quito para visitar a mi abuelo. Paramos para desayunar en medio de la carretera donde nos recibieron tres perros sin raza. Una de ellos, la matriarca, era muy cariñosa. Puede que ese sea su estilo de conseguir comida, pero de ser el caso la tenía más que merecida. Entramos al paradero, uno de los tantos escondites donde la familia de alguien ofrece la comida más rica y barata que el dinero puede comprar. En la sierra, por el frío, uno procura sentarse lejos de la puerta pero cerca del sol; lo cual convierte a alguna de las esquinas en el lugar más apropiado para comer. 

Pedimos seco de pollo, caldo de gallina, un jugo y un café. A mi padre no le gusta comer mucho cuando maneja pero yo, que solo tengo pocos días para disfrutar de Ecuador, busco el mejor plato en todo lugar. Conversamos bastante, seguramente fue mi mami la que nos alegró la mañana. Ella habla más que mi hermana, mi padre, yo, o todos juntos. Conversamos de su primo, y de cuando colgó uvas compradas en el mercado en sus viñedos para sorprender a las visitas. Todo le salió bien hasta que mi prima terminó con uno de los hilos en su mano y la gente estalló en risas. Por una especie de efecto dominó, aún hoy nos reímos de eso. Nos peleamos por las servilletas y finalmente mi papá pide la cuenta. Me levanté para curiosear entre las golosinas y terminé comprando un tubo de chicles; luego todos nos acercamos al mesón. Vemos una piedra para moler ají. Les cuento lo rico que es el ají de la Fabi, quien me contó la infidencia de las uvas. Todos la elogiamos y entre tanta buena opinión no me dejaron decir «y ha sido de Pujilí ¿no?».


Nos subimos al peugeot crema de ocho asientos en tres filas y volvemos a la misma carretera que recorrimos hace diecisiete años, y cuando Abdalá ganó las elecciones presidenciales, y cuando llevamos a mi abuelo a esa ciudad. La misma carretera que pisamos cada que podemos. Mi mami pone un disco en la radio que me recuerda que Paramore existe. Después de detenernos momentaneamente en la gasolinera para aflojar la presión en las vejigas, nos dirigimos a Baeza y, uno por uno, empezamos a retirarnos las cobijas serranas. Mi mamá y mi hermana se deshacen de su saco, mi padre no para de secarse la frente con una mini toalla blanca y yo abro el cierre que sostiene a las bastas de mis pantalones. Ya cómodo me quedo dormido. 

Despierto en un bache en plena troncal amazónica. Algun falla tenía que haber en todo ese concreto. Pocos kilómetros después, en la vía Tena-Puyo, mi papá toma un desvío que nos acomoda en el centro de la capital de Napo. Tres canciones después estábamos descargando las compras para la tía y ubicándonos en la sala. Siempre en el sillón que mejor acomode al cansancio. El abuelo ya no camina solo, su memoria no ve más allá de la generación que le sigue (o sea que se acuerda de papá). Mi hermana, mi primo y yo nos sabemos desconocidos en ese sitio. Él sabe que está viejo, pregunta quiénes somos y le toca creernos. Finge interés, esconde preocupación. Mi tía, quien le atiende cada día, nos mira con pena y desespero. En unos años…

Afuera de la casa están royendo los guatusos. Se paran en dos patas para masticar las papas que acabamos de lanzar. Logramos avistar una de las dos crías. Galo, el esposo de mi tía, nos cuenta que ya tienen una semana. La comida proviene de su terreno, un predio de cinco mil metros cuadrados ubicados cerca de Shandia. 


Tras pasar por un centro de salud y una escuela bilingüe («y pronto va a ser una escuela del milenio» agrega mi tía), llegamos a la propiedad. Atravesamos un puente improvisado con troncos —que nos protegen de lo que a futuro será una linda fosa— y nos vemos rodeados de flora verde. Miramelinda, hierba luisa, árbol luisa, piña, yuca… me acuerdo de mi amigo manaba («es que la tierra te da, loco»). A unos tres metros del piso está una mano de oritos. Tras unos cuantos machetazos, los oritos empiezan a caer en un ángulo algo predecible. Agarrar el tallo en la caída es, precisamente, el arte de cosechar oritos. La sabia de la planta se riega a raudales, pregunto si el tronco se come. Me hacen una mueca —es feo— «eso sólo se toma cuando te muerde una serpiente para contrarrestar el veneno, hasta llegar al hospital».

Guardamos la cosecha en el baúl y seguimos a la playa del río. De camino al Jatinyaku, uno cruza el puente «que hizo el presidente después de una marejada». El paso de la estructura colgante está cubierto por un techo de (creo) palma y en el piso se leen una serie de letras mayúsculas que escaparon a la horizontalidad del castellano: SHANDIA PULMON LIMPIO. El ocaso está cerca y las gallinas se empiezan a acomodar en los árboles, llegamos a la playa que es arena pura y tomamos fotos, ahí nos damos cuenta que el celular no tiene señal. Ya hicimos todo lo planificado pero no quiero irme. Vuelco al atardecer, respiro un aire que jamás volverá a mi Quito. Me pierdo en lo que miro y se me escapa un «no me quiero ir». Para esto, no tengo palabras.

Padres

Camilo estaba sentado a la mesa, oyó la puerta automática del garaje, su papá llegaba de la oficina. Edith, su madre, estaba llevando la ensalada al comedor y él veía como ambos aterrizaban para compartir uno de los tres momentos familiares del día. Inevitablemente, Julio dejaría algunos papeles en la mesa mientras se deshacía del saco que siempre cargaba en los hombros. Mientras tanto Edith le recordaría sobre los pendientes en la casa y empezarían un diálogo extraño con Camilo como espectador. Julio le regresaría a ver mientras su esposa le recordaba cosas que él hubiera preferido no saber y movería la cabeza de lado a lado, buscando una mirada cómplice. Edith soltaría la primera dosis de «tienes que» y luego volvería hacia la cocina enarbolando el rostro de «que conste que ya te dije». Y para eso estaba Camilo, porque se necesitan testigos en estas situaciones. Todavía un estudiante, Camilo sonrío al pensar que aunque esto pasa todos los días no había forma de estar inmunizado. Y eso era bueno porque le producía exactamente eso, una sonrisa.

Sus padres eran muy diferentes y esa contraposición se demarcaba claramente cuando se discutían las finanzas. Al terminar la universidad, Camilo abrió una cuenta de ahorros y entonces Edith y Julio sintieron la necesidad de tener una conversación con él. Este último eligió conversar sobre el tema mientras lo llevaba a una de sus entrevistas. «Ahora que vas a empezar a tener plata, la gente va a querer que les prestes dinero. Y está bien porque vos sabes cómo funciona eso, pones un interés y hasta puedes salir ganando. Pero recuerda: sólo tienes que prestar plata a alguien si sabes que cuando ves a esa persona a los ojos eres capaz de quitarle ese dinero por la fuerza». Como buen hijo de Julio, Camilo guardó silencio mientras era sermoneado. Su madre fue mucho más casual y empezó a conversar en una tarde de jueves cuando entró a dejar la ropa doblada. Para Camilo, es imposible recordar cuál fue el inicio o el fin de una conversación con su progenitora, cambia de tema tan rápido como uno pasa las publicaciones de Facebook, pero lo que se le quedó fue esto: «No le prestarás nomás plata a cualquiera, yo sólo presto a la gente a la que pudiera regalarle esa plata si me pidiera».

Sin haber experimentado tanto de la vida, pero contento con el hogar que tiene y sin mayores ambiciones, Camilo siempre prefirió el consejo de Edith. En el fondo esa era la razón por la que Julio se había casado con ella.

 

Mercedes

Eran las seis, el sol saldría dentro de poco. Las uñas afiladas y destartaladas se presionaron entre sí mientras Mercedes tiraba del alambre que encendió la luz. Recogió el brazo estirado y con la otra mano lo cubrió de edredón. El viento silbaba fuera de su casa y se insinuaba por la rendija que quedaba entre un vidrio que apenas se sostenía en el marco de madera. El frío hería y tendría que dejar pasar unos pocos minutos antes de aventurar la piel fuera de la cama.

Durmió mal aunque suficiente. Su mente estaba un poco ansiosa, atenta pero de mirada lejana. Inhala, exhala, inhala, exhala. No dirigía su respiración, nada más la contemplaba. Así era la vida de Mercedes, un dejarse llevar que no era bueno ni malo. La amargura de no poder volver a dormir la golpeó por un momento. Esos segundos en que la miseria de uno no se deben a nada sino al hedor que tiene la vida durante instantes totalmente azarosos. Sintió los músculos de su espalda interrumpidos por dolores. Le molestó un dolor en el oído izquierdo. Trató pero no tuvo, entonces recogió lo que quedaba de saliva con su lengua y, finalmente, tragó. Sintió que estaba congestionada y empezó a repasar las pastillas que debía tomar. El montelukast de las siete y media, el ibuprofeno con las tres comidas y la cetirizina antes de dormir. Vació el último blíster de pastillas hace dos semanas, pero si algo dura más que la plata son los buenos hábitos.

Dirigió la mirada hacia la lámpara. Su rostro libero algo de tensión acumulada en la noche con un pequeño tic en la orilla lateral del ojo derecho, el que tenía pegado a la almohada. Contra todo pronóstico, volvió a dormir tras cerrar los ojos. Su cuerpo hizo espacio para más cansancio, sus pestañas acumularon otras tantas legañas. Mercedes no iría al trabajo ese día. No vestiría de negro, su diadema no peinaría su delgado cabello, las mangas largas se quedarían en el cajón.

¡Mercedes! ¡MERCEDES!

¿Eres libre?

«¿Eres libre?» A veces Arya me confunde cuando habla. Su inglés es imperfecto como el mío pero su idioma natal, a diferencia del español, tiene una estructura gramatical sustancialmente diferente de las lenguas romances. «¿A qué te refieres?», le digo. «Creo que eres más libre que las demás personas, psicológicamente». Siento en mi rostro los músculos contraerse para entregar una expresión entre triste y frustrada, pero en el fondo me alegra que me digan esas cosas. Y es generalmente una linda sorpresa cuando te lo dice alguien de quien no lo esperarías. Me pasó algo similar cuando la Pao, una excompañera de la universidad, me dijo que soy «bien despierto».

Pero yo no me siento más libre que el resto, al menos no fue lo que me pasó por la cabeza al escuchar la pregunta por primera vez. Al contrario, si algo se ha incrementado en mi vida con el pasar de los años es esa sensación de opresión que viene cuando uno tantea la realidad. ¿A qué me refiero? Pues a varias cosas que a muchos de ustedes les resultan familiares: los compromisos sociales, las facturas, las deudas, pero sobre todo a la decisión difícil de tener que decidir entre que la realidad se adapte o adaptarse a la realidad. Ahí estaba yo, huyendo de unas cuantas cosas en mi pasado, en una nueva ciudad donde no conocía a nadie, e hipotecando el futuro para poder vivir en paz. A muchos no les parecerá coherente que hable de hipotecar mi futuro cuando estoy estudiando a expensas del Estado, pero el hecho es que me toca regresar a mi país y trabajar el doble del tiempo estudiado para que a mi familia no le caiga la deuda. Eso es algo nuevo para mí, porque hasta ahora yo he sido de las personas que, intencionadamente, no tiene nada que perder. Esa era parte de la libertad que me permitía decir lo que pienso aún a costa de mi futuro (y no el del resto), la libertad de abandonar un trabajo cuando va en contra de los principios personales, y así…

«¿Has escuchado del mito de la caverna? —le digo a Arya—, lo escribió Platón». Al comienzo no sabe de qué le hablo así que le cuento un poco. El mito de la caverna es una alegoría que cuenta la diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo real. En la historia, hay un grupo de personas que están atadas en una caverna de pies y manos, a sus espaldas arde un fuego que les muestra sombras del mundo real. Un día, uno de los hombres logra liberarse y observa fuera de la caverna. Tras la confusión inicial ¡Eureka! Entiende la diferencia entre lo que veía y la realidad. Al regresar a la cueva, el hombre trata de explicar a sus compañeros lo que había visto, pero al no tener otra referencia que las sombras en la caverna, los hombres no sólo que no le creen, sino que piensan que está loco. De verse forzados a salir de la caverna, tal vez matarían a golpes a nuestro héroe y se volverían a amarrar.

Arya conoce la historia. «Eso es lo que se siente ser libre», le digo. «It’s painful, not cool».

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