Mercedes

Eran las seis, el sol saldría dentro de poco. Las uñas afiladas y destartaladas se presionaron entre sí mientras Mercedes tiraba del alambre que encendió la luz. Recogió el brazo estirado y con la otra mano lo cubrió de edredón. El viento silbaba fuera de su casa y se insinuaba por la rendija que quedaba entre un vidrio que apenas se sostenía en el marco de madera. El frío hería y tendría que dejar pasar unos pocos minutos antes de aventurar la piel fuera de la cama.

Durmió mal aunque suficiente. Su mente estaba un poco ansiosa, atenta pero de mirada lejana. Inhala, exhala, inhala, exhala. No dirigía su respiración, nada más la contemplaba. Así era la vida de Mercedes, un dejarse llevar que no era bueno ni malo. La amargura de no poder volver a dormir la golpeó por un momento. Esos segundos en que la miseria de uno no se deben a nada sino al hedor que tiene la vida durante instantes totalmente azarosos. Sintió los músculos de su espalda interrumpidos por dolores. Le molestó un dolor en el oído izquierdo. Trató pero no tuvo, entonces recogió lo que quedaba de saliva con su lengua y, finalmente, tragó. Sintió que estaba congestionada y empezó a repasar las pastillas que debía tomar. El montelukast de las siete y media, el ibuprofeno con las tres comidas y la cetirizina antes de dormir. Vació el último blíster de pastillas hace dos semanas, pero si algo dura más que la plata son los buenos hábitos.

Dirigió la mirada hacia la lámpara. Su rostro libero algo de tensión acumulada en la noche con un pequeño tic en la orilla lateral del ojo derecho, el que tenía pegado a la almohada. Contra todo pronóstico, volvió a dormir tras cerrar los ojos. Su cuerpo hizo espacio para más cansancio, sus pestañas acumularon otras tantas legañas. Mercedes no iría al trabajo ese día. No vestiría de negro, su diadema no peinaría su delgado cabello, las mangas largas se quedarían en el cajón.

¡Mercedes! ¡MERCEDES!

¿Eres libre?

«¿Eres libre?» A veces Arya me confunde cuando habla. Su inglés es imperfecto como el mío pero su idioma natal, a diferencia del español, tiene una estructura gramatical sustancialmente diferente de las lenguas romances. «¿A qué te refieres?», le digo. «Creo que eres más libre que las demás personas, psicológicamente». Siento en mi rostro los músculos contraerse para entregar una expresión entre triste y frustrada, pero en el fondo me alegra que me digan esas cosas. Y es generalmente una linda sorpresa cuando te lo dice alguien de quien no lo esperarías. Me pasó algo similar cuando la Pao, una excompañera de la universidad, me dijo que soy «bien despierto».

Pero yo no me siento más libre que el resto, al menos no fue lo que me pasó por la cabeza al escuchar la pregunta por primera vez. Al contrario, si algo se ha incrementado en mi vida con el pasar de los años es esa sensación de opresión que viene cuando uno tantea la realidad. ¿A qué me refiero? Pues a varias cosas que a muchos de ustedes les resultan familiares: los compromisos sociales, las facturas, las deudas, pero sobre todo a la decisión difícil de tener que decidir entre que la realidad se adapte o adaptarse a la realidad. Ahí estaba yo, huyendo de unas cuantas cosas en mi pasado, en una nueva ciudad donde no conocía a nadie, e hipotecando el futuro para poder vivir en paz. A muchos no les parecerá coherente que hable de hipotecar mi futuro cuando estoy estudiando a expensas del Estado, pero el hecho es que me toca regresar a mi país y trabajar el doble del tiempo estudiado para que a mi familia no le caiga la deuda. Eso es algo nuevo para mí, porque hasta ahora yo he sido de las personas que, intencionadamente, no tiene nada que perder. Esa era parte de la libertad que me permitía decir lo que pienso aún a costa de mi futuro (y no el del resto), la libertad de abandonar un trabajo cuando va en contra de los principios personales, y así…

«¿Has escuchado del mito de la caverna? —le digo a Arya—, lo escribió Platón». Al comienzo no sabe de qué le hablo así que le cuento un poco. El mito de la caverna es una alegoría que cuenta la diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo real. En la historia, hay un grupo de personas que están atadas en una caverna de pies y manos, a sus espaldas arde un fuego que les muestra sombras del mundo real. Un día, uno de los hombres logra liberarse y observa fuera de la caverna. Tras la confusión inicial ¡Eureka! Entiende la diferencia entre lo que veía y la realidad. Al regresar a la cueva, el hombre trata de explicar a sus compañeros lo que había visto, pero al no tener otra referencia que las sombras en la caverna, los hombres no sólo que no le creen, sino que piensan que está loco. De verse forzados a salir de la caverna, tal vez matarían a golpes a nuestro héroe y se volverían a amarrar.

Arya conoce la historia. «Eso es lo que se siente ser libre», le digo. «It’s painful, not cool».

mito-de-la-caverna

 

Ruraleando no tan lejos de casa

Algunos toros sí se acuerdan de sus tiempos de ternero, tal era el caso de Rodrigo. Poco antes de finalizar el semestre, juntó a sus alumnos de último año y les contó sobre los inicios de su vida profesional. Los estudiantes tendrían un año de internado hospitalario antes de trabajar solos, pero esta sería, quizá, la última oportunidad de hablarle a todo el grupo. A los pocos días de haberse graduado, en épocas sin Internet, Rodrigo y su socio alquilaron una oficina en el primer piso de un edificio ubicado en el centro-norte de Quito, a pocos metros de donde cruzan las avenidas 10 de Agosto y 18 de Septiembre.

Al consultorio, equipado con material básico, llegaron unos pocos incautos que fueron atendidos con grandes dosis de profesionalismo y rigor. Sonriendo, el ahora diabetólogo detallaba el set de exámenes que enviaba a sus pacientes para —aprovechando el tiempo entre cita y cita— estudiar a profundidad los signos y síntomas de cada uno de sus enfermos. “Así se empieza guambras”. Guambras, es decir guaguas crecidos, o sea jóvenes.

Las piernas estiradas y la cabeza gacha, me acordaba de esta historia mientras esperaba al próximo paciente en mi segunda semana de medicatura rural. ¡Boom! Un fuerte golpe de sonido me devolvió a la realidad. Mi cerebro trataba de averiguar qué podría haber causado un estruendo en la pared trasera cuando, a los pocos segundos, la auxiliar del ministerio irrumpió en el consultorio. “¿Sí oyó, doc?”, preguntó con cuello y brazo extendidos; y la mano agarrando fuertemente la manija. “¿Qué fue eso?”, le respondí con un rostro de confusión tras haber asentido en silencio, un gesto que seguramente heredé de mi padre.

Caminé hacia parte exterior del consultorio y me senté en la sala de espera tratando de encontrar alguna explicación. Ahí me puse a conversar con mis otros compañeros —seguramente el odontólogo, la obstetriz, mi jefa o la enfermera tendrían alguna idea porque, a diferencia de mí, ellos ya llevaban algún tiempo trabajando en Nayón—, en esas estábamos cuando un hombre pequeño, en sus setentas, entró con pasos cortos al centro médico. Su ropa estaba humeando y se había chamuscado la mitad del cabello. El “boom” —dijo el anciano en un español que me recordó a mi infancia— provino de un tanque de gas que había explotado. El consultorio está ubicado a pocos metros de una empinada quebrada y el recién llegado había demorado un poco porque vivía justamente en el accidente geográfico que divide Nayón y Zámbiza.

Nada más verlo, empecé a sumar de nueve en nueve. Uno puede estimar rápidamente la superficie corporal afectada por las quemaduras porque la cabeza, cada brazo y pierna, la barriga, el pecho y sus contrapartes posteriores, todas representan aproximadamente un 9% de la piel expuesta. El 1% restante se atribuye a las partes que cubre el calzón moderno. El tipo de quemadura y el porcentaje de área afectada, determinan la gravedad de un paciente. El “abuelito”, así sería conocido de ahora en adelante, usaba poliéster; un tipo ropa que se adhiere a la piel tras el contacto con las llamas. La escena no pintaba bien. Esperé a que le tomen los signos vitales y, antes de examinarlo, ya andaba diciendo que vamos a tener que llevarlo “al Eugenio”, o sea al hospital de especialidades.

“Ya fuimos a hablar con los policías, doc. Ya están pidiendo permiso para ver si le pueden llevar al señor en la camioneta”, me dijo la auxiliar como si eso fuera normal. Y sí era, las ambulancias son escasas y rara vez llegan al pueblo. Hice cara de no haberme sorprendido y seguí con el examen físico. Llené una hoja explicando lo que sabía hasta el momento y le expliqué al abuelito lo que le iba a pasar. Me traté de enterar un poco de su vida porque, a diferencia de lo que pasa con los que estamos atrapados en los tiempos modernos, internar a un paciente en un sector rural puede generar inconvenientes que hacen que el paciente huya despavorido del consultorio. Muchos ancianos viven con su pareja o enviudan y viven solos. Este, según lo que entendimos, vivía con su hermana y ella había salido de casa en la mañana. No sé si se habrá enterado de la hospitalización de su hermano porque dudo que hayan tenido un teléfono. Seguramente vería la explosión en la casa y preguntaría en el centro de salud qué mismo es que pasó.

La camioneta doble cabina llegó al poco tiempo y yo agarré el puesto del copiloto mientras que el abuelito, y un segundo oficial se sentaron detrás. De cuando en cuando, el paciente se quejaba de que le quemaba la piel y tocaba controlar que no le abran mucho la ventana porque, sin la capa superficial, podía perder mucho calor corporal. Tomamos la autopista oriental y tras un corto viaje, que a mí me parecieron horas, llegamos a mi ex-hospital.

Ahí estaba yo con la autoridad investida por el “Dr.” a la izquierda de mi nombre. Los internos médicos me trataban con un respeto reverencial que solo se aprende en la Universidad Central. No era algo que me haya hecho sentir particularmente cómodo. No es difícil darse cuenta que, hace menos de un mes, era yo el que recibía las transferencias en esa misma sala. Me contemplé en esos apuros con nostalgia e hice lo posible para que los detalles de la condición del abuelito obtengan la atención necesaria. Los pacientes quemados son extremadamente delicados. Tuve que subir al piso de cirugía plástica a buscar al médico de turno para que bajara a examinar a mi paciente en emergencia; para ese entonces la patrulla ya me había abandonado y me quedé un buen rato hasta que todo estuviera terminado. Acabé el día en el mismo sitio donde me había formado como “doc”, caminé a la parada del bus donde se vende ropa con descuento. Vi a la distancia mi transalfa y esperé a que, por dios, se detuviera en la parada. Ya me había quitado el disfraz de médico y tomé un asiento en la ventana derecha. El hospital se despidió de reojo y me quedé pensando en cuán extraño puede ser un día que uno pasa ruraleando.

Green College’s Coffee House!

Son las diez de la noche en Vancouver (media noche en Ecuador) y eso significa que estamos a minutos de que se cumpla el primer mes del despegue del avión que me trajo aquí, tiempo más que suficiente para sentir algo de nostalgia. Tras el shock inicial —como buen hijo de mi patria, a mis veintinueve seguía viviendo con mis padres—, hoy puedo decir con orgullo que uno de mis compañeros nuevos en la residencia pensó que yo era de la camada antigua porque parezco conocer muy bien dónde está todo. Ciertamente manejar los espacios es importante, pero también es lo menos complejo. Es la otra dimensión de nuestro universo la que realmente me preocupa ahora que estoy viviendo en Green College: el tiempo.

Usualmente las personas andan con un máximo de cuatro materias porque son muy demandantes, muchos eligen dejar una o dos para hacer más llevadera su situación; pero dado que estoy aquí no con mi plata, sino con la de ustedes queridos mandantes, yo debo acabar mi carrera en el menor tiempo posible. Para empeorar la situación, en este trimestre se me ocurrió inscribirme en una quinta materia porque el profesor en un par de clases iba a ser Joseph Stiglitz. Todo esto sería manejable de no ser porque (como dice el cantante): «en el mar, la vida es más sabrosa».

Green College es una residencia donde viven exclusivamente posgradistas, profesores y posdoctorantes. Además de tener una vista al mar que a uno le hacen querer poner pausa a la vida, es un espacio de esparcimiento intelectual. Cada lunes, uno de nuestros residentes brinda una charla sobre su trabajo, o algo de interés y cada martes alguien de fuera de la residencia, pero con un perfil similar, hace lo mismo. La cosa no acaba ahí: clases de salsa, dibujo, excursiones, observación de aves, break dance o cualquier otra cosa que una de las cien personas que vive aquí te puede enseñar son parte del menú.

Hace menos de treinta minutos, acabo de regresar de mi primera Coffee House, un programa de dos horas donde cualquiera de los greenies —léase «grinis» en castellano— se inscribe para demostrar su talento. Seis minutos de gloria. Una media docena de personas cantaron con su instrumento favorito, y en muchos casos me sentí en una cafetería escuchando música en vivo, hubo también un sketch de comedia, una lectura sobre acordeones (aquí es cuando extraño ser proeficiente en el manejo del idioma) y otra de poesía, Arthur tradujo al inglés «Embriagaos» de Baudelaire:

Hay que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso: es el único problema. Para no sentir el horrible paso del Tiempo que quiebra vuestros Hombros y os curva hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las escalinatas de un palacio, en la hierba verde de una cuneta, en la soledad sombría de vuestra habitación, os despertáis, con la embriaguez disminuida ya o desaparecida, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os responderán: ¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como gustéis.

Danza, improvisación, dibujos en vivo y al final un sing along, todos cantando la misma melodía compuesta para la ocasión. Debo sentir que me sentí chiquito entre tanto cerebro y a la vez feliz, es un deleite estar entre gente que ha sabido cultivarse. Supe que va a ser realmente triste tener que partir. Un poco embriagado de placer, y sin pensar mucho en los detalles, les confieso que —a pesar de haberlo olvidado ya— siempre quise un hogar así.

Qué estoy haciendo en UBC

«Excuse me, you look like you need help»
– Fellow student

Al empezar el día repasé todos los pendientes de viernes y preparé una ruta usando los mapas de google tan sólo para darme cuenta que todo estaba cinco cuadras a la redonda. Debía entregar las traducciones oficiales al inglés que envió mi otra universidad (la UTE), recoger un cheque que me ayudaría a pagar mi matrícula y enviar los papeles para aplicar a mi seguro médico —lo cual involucraba también sacar copias y, estando en el primer mundo, eso supone un trámite con límites y contravenciones—, mi destino final sería el edificio C. K. Choi donde recibiré mis clases los próximos dos años.

Era mi tercer día y el jet lag seguía pasándome la cuenta, llegué demasiado temprano a cobrar mi cheque. Caminé unos cuantos metros y encontré una de las tantas bibliotecas, habían copiadoras abandonadas a su suerte, pero parecían no funcionar. Aprovecharía entonces las computadoras para imprimir uno de los tantos formularios. Mismo usuario, misma contraseña. Ahí estaba el archivo, el ícono de imprimir pero nada. Había una chica sentada a unas cuantas computadoras, tenía raíces asiáticas como el 45% de los habitantes de Vancouver, esta vez fui yo el que dijo «excuse me». Debía crear una nueva identidad en línea para la biblioteca —which I did— pero me había faltado ponerle plata. Todavía no tenía la VISA a la que el banco tan amablemente me había obligado a aplicar, así que vi una de mis tarjetas importadas desde Ecuador y añadí otros cuántos dólares a la cuenta de «lo que le debo a papá». Funcionó la impresora, pero la copia a color no.

Llegué al segundo piso, donde habían otras máquinas dentro de la parte de la biblioteca que en Ecuador llamaríamos «la biblioteca», donde están los libros. Pasar la tarjeta de estudiante para que esa cosa empiece a funcionar, copia del permiso de estudios, copia del pasaporte, salir. Pensar, regresar, verificar el cierre de sesión para que nadie saque copias a mi nombre (sobre cada máquina había avisos sobre lo ilegal que era duplicar cosas sin permiso), irme.

«¿Recibiste un correo diciendo que vengas a retirar el cheque?»

«Recibí un correo donde me pedían abrir una cuenta hasta el 1 de septiembre, que sino me iban a dar un cheque»

«Tienes que esperar un correo donde te dicen que debes venir a retirar el cheque»

«Ah, ya entiendo gracias»

Seguí mi camino a la facultad de posgrado y entregué mi sobre. Había una bandeja con un anuncio que pedía dejar cualquier sobre como el mío ahí, sin pena ni gloria, sin el papel de recibido y la paranoia de si eso se pierde, sin tercer-mundismo —supongo—, «usted recibirá pronto un correo si esto satisface los requisitos». Escribí a Jo, otra de las residentes de mi nueva casa, preguntando sobre la oficina de correos cuando me topé con mi edificio. Había llegado una hora antes y lo sabía así que me escabullí al patio trasero rápidamente, que resultó ser tan grande como el edificio y estar camino a un hermoso jardín asiáticos con islas, peces y su respectiva casa de té.

Somewhere over the rainbow #park #garden #nature

Una foto publicada por Andres Delgado (@andresdelgadoec) el

Pasé una hora tomando fotos, contemplando el verde, sorprendiendo a las ardillas y viceversa. La oficina de correos podía esperar. El lugar era demasiado, así que le escribí a mi familia —les compartí mis pixeles— y ellos estuvieron de acuerdo. Para cuando regresé al edificio, ya era hora de nuestro desayuno e inducción. Durante el día fui conociendo al director de mi carrera y a trece de mis quince compañeros, gente que acababa de graduarse y personas con familias y vidas a cuesta, que estaban en la facultad por la midlife crisis.

«Ahora van a hacer dos filas y uno frente al otro van a presentarse en noventa segundos, como se hace en speed dating«.

Nos ponen e parejas y vamos rotando rápidamente, respondiendo preguntas de cualquier primera vez y otras bastante específicas.

«Hola, me llamo Andrés, vengo de Ecuador y creo que la peor política (que ahora mismo se me ocurre) es la española que cobra cada vez más caro por usar energía renovable». «Mi líder mundial favorito es David Suzuki» «He oído muy buenos comentarios sobre el presidente de Guatemala», creo que todos queríamos hacer la misma broma. Raphael es de Suiza, pero su padre es español, Ivana tiene cuatro pasaportes y Fernando viene de México, todos ellos hablan español. Dos chicas vienen de Paquistán. Muchos se graduaron en UBC, todos quieren crear un impacto positivo en el mundo.

CK Choi Building 01.jpg
«CK Choi Building 01» por RRParkerOwn work. Licensed under Public Domain via Commons.

Al finalizar la inducción, el almuerzo y las preguntas, nos dirigimos a un pub bastante hipster a «tomar unas cervezas», la mitad no bebimos pero queríamos seguirnos conociendo. Ahí me entero un poco más de cada uno, sobre el que monta caballo, el ingeniero que fue a trabajar con la ONU tras el Tsunami asiático, la chica que suena con ayudar a los refugiados, los cuatro pasaportes… me empiezo a bolsiquear ¿y mi pasaporte?

Hago memoria y recuerdo que casi olvidé mi permiso de estudios en la primera máquina, que verifiqué haber cerrado sesión en la segunda y haber olvidado el pasaporte en esa máquina. Y las papas fritas no llegaban —de domingo a jueves, sirven merienda en mi residencia—, pido que las empaquen para llevar, me despido y voy al centro de aprendizaje Irving K. Barber, osea la biblioteca. Para ese entonces mi celular no tenía batería y aunque así fuera nadie tenía mi nuevo número. La buena noticia es que finalmente había aprendido la ruta, la mala es que el lugar donde guardan los libros en el segundo piso estaba cerrado. No había nadie en la administración, y empecé a espiar en todas las oficinas abandonadas.

«Excuse me, you look like you need help»

«Sí, olvidé mi pasaporte en la copiadora del segundo piso».

«Oh, tú necesitas un guardia»

«Exacto»

«Mira, están por aquí»

«Ya lo veo»

«Que te vaya bien»

«¡Gracias!»

Le cuento todo, y me dice que no tiene la llave de los objetos perdidos. El «lost and found» donde Joey de Friends encontró un zapato. Le pido que me deje acceder a la copiadora donde dejé mi documento, «puede que todavía esté ahí», le digo. Estamos caminando mientras le explico al guardia, que parece no ser de aquí, qué es un pasaporte. Seguro tiene uno, debe ser que su acento y el mío no se llevan, de repente alguien sale de una oficina y el guardia le grita que se detenga, el chico de chaqueta negra y gafas para al segundo llamado y se da vuelta. «Ya cerramos» —le dice un poco molesto al guardia— «¿qué necesita?». Abro la boca y mientras tomaba aire para responder, el chico me mira y dice «tu pasaporte». Uf, eso estuvo cerca.

Centro de aprendizaje y biblioteca Irving K. Barber

Centro de aprendizaje y biblioteca Irving K. Barberh