Apología al grafiti del Metro

Quito empezó la semana con ruido. Los capitalinos alargaron el domingo, día en que se enteraron sobre el nuevo grafiti en el vagón del Metro. Cerca de veinte «individuos», dice el diario, irrumpieron en el garage del juguete preferido del alcalde, ataron al único guardia presente y rayaron VANDALS! El municipio ha ofrecido una recompensa para quien ayude a la captura de los responsables.

Municipio busca a responsables de atentado vandálico contra el primer tren del Metro de Quito. Fotos: Diego Pallero / EL COMERCIO

El alcalde, Mauricio Rodas, y los grafiteros son enemigos desde que al primero se le ocurriera declararles «guerra». En mayo de este año, se anunció una inversión de medio millón de dólares para limpiar la ciudad de «pintura vandálica» al tiempo que se anunciaba una sanción de uno a cinco días de prisión para quien grafitee. Penas por concesiones: Rodas anunció que habilitaría 80 espacios públicos para que se los rifen entre los colectivos. Si no es arte, a otra parte.

Como era de esperarse, en menos de lo que demora una historia de whatsapp, los quiteños se volvieron expertos en lo que es y no aceptable. La gran mayoría condenó el atentado contra el Metro y escribió con mayúsculas contra quienes osaban enfrentarles. Una amiga en Facebook: «Tanta marihuana te fundió las neuronas. Un acto criminal como este no se felicita, se condena, los bienes públicos es de todos no solo de marihuaneros apestosos que quieren ‘salvar el mundo’ a punte spray».

Evidentemente, hay cosas condenables en el acto: la irrupción a la propiedad privada, el uso de fuerza contra el guardia, la misma pintada (hasta por fea). Condenable, sí. Incluso ilegal; los autores lo sabían. Sin embargo,  marcaron el casco del vagón con sus nombres antes de huir de los disparos al aire, ¿por qué?

Grafitis en el vagón del Metro de Quito

Resulta ser que Shuk, Skil y Suber no son pseudónimos locales, sino importados del colectivo urbano VSK Crew. El «atentado» al Metro era, en realidad, un homenaje. Estos tres grafiterios murieron hace unas diez semanas atropellados por un tren del Metro de Medellín. Momentos antes, les circulaba la adrenalina por pintar otro tren estacionado. En la cuenta de Facebook de uno de los chicos, dice El Comercio, había un dibujo que ilustraba la misión del colectivo: Se ve a dos jóvenes encapuchados listos para entrar a una estación.

¿Qué se supone que digamos? ¿»Lindo gesto»? No me interesa esa respuesta. Por una parte, nos enerva que alguien dañe nuestro juguete nuevo antes de haberlo usado. Segundo, la razón nos asiste: este es un bien comunal. Sin embargo, quisiera recordarles que el metro va a funcionar igual, sin importar como se vea. No podemos decir lo mismo del Quito público: baches en calles y aceras, privatización del espacio público, basura que rebosa (cuando todavía hay contenedores), ¿a quién le conviene esta obsesión con el graffiti?

Por mi parte, la historia personal me toca. Aunque vandálico, el graffiti en el metro brinda trascendencia: nos conecta con gente que ya no está, nos recuerda con su historia y pellizca en la empatía por esos «otros» de los cuáles poco sabemos, porque poco queremos saber. Es un daño a un bien público, sí, pero con sentido. Prefiero eso al daño que se paga con impuestos.

 

Lean «La Comunidad» (Tanquerelle & Benôit)

Creo que pocas veces alguien se anima a recomendar un libro que no disfrutó del todo: el amor al arte literario, sin duda, se guía casi siempre por lo estético. ¡Peor un cómic! Las viñetas están para amenizar momentos y, además, en Ecuador son costosas. Pero creo que hoy es uno de esos días. Quiero recomendar un libro, un cómic de no ficción, porque a pesar de todos sus bemoles, contiene una historia que merece ser leída.

«La Comunidad» (La oveja roja, 2009) es una historieta-entrevista donde Hervé Tanquerelle interroga a Yann Benôit sobre sus experiencias en La Minoterie (la molinería); nombre con el que se conoció a una comuna bastante sui generis que se sostuvo por cerca de quince años en los pirineos orientales, al sur de Francia.

 

Cuatro años después de la mayor huelga en la historia de Europa Occidental, mayo del 68, Benôit y algunos de sus amigos deciden irse todos a vivir al campo para materializar los ideales de la sociedad anticonsumo: «Íbamos a demostrar que se podía trabajar sin jefes, cultivar la tierra para cubrir nuestras necesidades. ¡Estábamos convencidos!». Dejando de lado las drogas y el libertinaje sexual, la comunidad decide guiarse por una Carta de siete artículos como cimiento de las relaciones entre ellos y con el mundo:

  1. Aquí nadie hace la ley. Pero el grupo reconoce las leyes de la vida.
  2. Rechazamos cualquier jerarquía. El único poder reconocido es el de nuestro grupo.
  3. El poder es el saber. No buscar el saber es aceptar el poder.
  4. Rechazamos las estructuras sistemáticas (Estado, religión, sindicatos nacionales, ejército, escuela estatal) tanto como creemos en las estructuras naturales y, en particular, en la comuna. Nos esforzaremos por participar en ella.
  5. Condenamos al ejército. Militamos por la no violencia y la objeción.
  6. No nos basamos en la empresa, sino en el hombre. El trabajo tiene para nosotros un valor de vida entera.
  7. Todo el lugar pertenece a la asociación, y todos los beneficios, de cualquier tipo, van a la caja común.

El cómic tiene la ventaja de contarnos como aterrizaron cada uno de estos conceptos. Por ejemplo, la ley de grupo se materializaba en las reuniones de cada viernes donde se discutían los problemas de la comunidad durante toda la semana. Las reglas eran evaluadas y reescritas durante esas horas. los oficios en La Minoterie se distribuían por igual para todos. Sin importar que unos hayan sido más hábiles que otros, todos cocinaban, todos labraban la tierra, todos se ocupaban de la imprenta. No participar de una actividad era visto como no querer saber, lo cuál iba contra sus principios. El aceptar la estructura comunal natural, por ejemplo, les llevó también a participar de ciertos rituales propios del campo; pegarse un vinito cuando visitabas al vecino, por ejemplo.

El cómic va lento, sobre todo en el primer volumen donde el formato de entrevista es muy evidente. Los gráficos tienen altibajos: después de ilustraciones relativamente sencillas, ciertas páginas llegan realmente a sorprenderte. En fin, no es una obra que te capture realmente porque le falta ritmo y le sobra voz de autor. Sin embargo, llega cierto punto donde te das cuenta de lo valioso del relato.

«La Comunidad» es es un híbrido entre dos cosas. La primera, es el sueño adolescente del sudamericano que se crió en la universidad de izquierda: abandonar el hogar y vivir de la tierra, con tus amigos, con gente que comparte tus ideales. La segunda, es ese concepto tan esquivo de lo que realmente sería  el comunismo (si no hubiera sido cooptado por psicópatas hambrientos de poder). Es por eso que pienso que este relato es tan valioso, porque nos permite abandonar ese mar de hipótesis para naufragar en tierra que fue firme por un tiempo bastante prolongado.

 

Las tensiones llegaron cuando se volvieron adultos: «Con los años el carácter de cada cual se iba revelando. Teníamos piquitos de oro, algún irónico, parlanchines, gruñones, en fin… gente de todo tipo». Y junto con el carácter y una identidad claramente definida, vinieron las demandas personales.En general, se animaba a la gente a experimentar y aprender; pero eso venía con un costo añadido. Así, una parte del fondo común empezó a dedicarse a «los extras», que fueron tema de arduo debate durante muchos viernes. Las parejas con niños trabajaban media jornada para poder dedicarse a los críos. Los autos, que tampoco eran iguales, suscitaban también problemas puesto que todos querían el mejor modelo. Finalmente, sucedió lo inevitable, la gente se fue poco a poco especializando en sus tareas, ayudados en parte porque sus talentos naturales hacían más eficiente a la comunidad como conjunto.

El punto de quiebre se da cuando la primera pareja decide irse y reintroduce el concepto de «salario» en la comuna: Me voy, dijo alguien, pero trabajaré aquí hasta que encuentren a quien pueda reemplazarme. De repente, todos querían salario, porque querían decidir en qué gastaban su dinero. Sin ese subsidio individual, la comunidad estuvo a punto de quebrar. Y aunque La Minoterie finalmente logró sobrevivir a las tempestades económicas, su estructura social empezó a resquebrajarse: «Los rencores, las crecientes diferencias, los celos… se habían instalado muy poco a poco».

Benôit reconoce que lo que llevó a la gente a formar la comunidad fue, sobre todo, una búsqueda afectiva. Era sencillamente parte de la historia personal de cada uno de sus miembros. Parte. A la larga, cada individuo quería vivir también otro tipo de experiencias pero la estructura social que habían formado no se los permitía. «Bajo la estructura —dice Benôit— las historias personales permanecen subyacentes y siempre vuelven a resurgir, y con una fuerza aún mayor si han sido rechazadas muchas veces».

Tanquerelle cede las últimas palabras del cómic a Nolwenn, su novia e hija de Benôit. Confiesa que su infancia fue feliz y privilegiada, llena de lecciones, con mucha libertad. «Confianza en nosotros, en el futuro, en nuestras elecciones vitales. Fue muy constructivo».

 

Bienportado

La entrevista no tardó, Elena quería contratarme. La reunión, más que interrogatorio, fue una explicación sobre experiencias, ideas y frustraciones. Si todo iba bien, me haría cargo de la parte de investigación: al instituto le sobraban datos pero no tenían a nadie que supiera redactar. ‘Adoro escribir, me encanta escribir’. Quedé en enviar los papeles. En poco tiempo, me dijo Elena, llamarían para indicar que está listo el contrato. Bajé los cinco pisos en ascensor y me dirigí a la calle. Al ver los estacionamientos para bici, me emocioné por revivir ese viejo hábito. Esos tres kilómetros de casa al trabajo eran la cantidad justa de ejercicio diario que necesitaba.

Caminé al Este por la Luis Cordero (una calle modesta que alberga negocios de la misma calaña), era una de mis vías favoritas; quizá por mi cumpleaños en el cafecito o porque ahí estuvo construbicis. Llegué a la Plaza Gabriela Mistral cerca del ocaso, antes de que el cielo de Quito se vistiera de algodón de azúcar. A dos cuadras exactas, trabajaba papá y aún le quedaban unos buenos noventa minutos antes de salir. Decidí matar tiempo con Escuela siberiana, de Nicolai Lilin. La novela es absolutamente placentera, tiene forma sencilla y narrativa rápida; y cuenta sobre la ética y principios de los criminales siberianos en una manera tan exquisita que seduce subrepticiamente al anarquista interior.

Me dirigí al centro del parque, donde el municipio había amontonado unas cuantas bancas de madera. El buen clima y la brisa se complementaban con el cantar de un ave que ha tomado posesión del espacio. El parque es definitivamente cómodo; en otras palabras, no había donde sentarse. Rematando mi tragedia, estaba un señor cincuentón totalmente olvidable pero fastidioso: fumaba. A su costado, un quiteño promedio y “el Chamo” Guevara conversaban sobre un tema excitante y aburrido —lo digo porque Jaime se desviaba de la conversación para examinar la portada de mi libro mientras el otro le apuntaba con la nariz a cada instante—.

Mi primer encuentro con el Chamo no había sido fortuito ni tampoco agradable. Jean, su sobrino, me llevó a la casa de su tío Jaime. No recuerdo el motivo, pero terminamos en una de las tantas casas de El Dorado conversando con el trovador icónico de Quito. A mis veinte, era bienportado; instintivamente lo trataba de usted. La primera vez me dijo que lo tutee. La segunda resopló molesto. La tercera se convirtió en espejo y empezó a prodigarme formalidades. Le puse cara incómoda porque sí le cachaba pero era involuntario: tenía que hablarle de usted. ‘¡A mí me cabrea esa nota, deja de hablar así!’.

Aunque habían pasado años, yo estaba visiblemente nervioso.

—¿Qué estás leyendo? —me dijo, quién sabe si para que su interlocutor se callase. En todo caso funcionó. Me acerqué unos pasos y le mostré la portada.
—Es sobre un criminal siberiano; sobre la ética de los criminales; es autobiográfico y él lo narra desde su perspectiva de niño y, después, de adolescente.

Empieza el interrogatorio con el quiteño promedio despidiéndose a tiempo. Jaime ha leído recientemente un libro sobre los criminales soviéticos, me dice que los exhiliaban a Siberia. Le contesto que en Siberia, a la gente la castigaban mandándola a pueblos civilizados. Queremos acordar una línea del tiempo. Nicolai Lilin, concluímos, es heredero de alguien que llegó en tren a Transnistria hace décadas. El libro del Chamo es más bien viejo. De hecho, Lilin está vivito y coleando; da conferencias sobre el significado de los tatuajes siberianos en alguna escuela italiana.

Un poco más relajado porque no me recuerda, le pregunto por mi amigo:

—¿Qué es de Jean?
—Perdón —me dice mientras mira con la oreja—.
—Jean

Me mira como a mal truco de magia.

—Jam —empieza— es como una improvisación, usualmente tiene tambores y guitarra.
—JEAN, tu sobrino, ¿cómo está?
—¡Ah, Jean!, ¿le conoces?

Le digo que sí, le recuerdo que estuve en su casa por su culpa. No parece tener claro por dónde anda su sobrino pero sí recuerda haberle dado clases de guitarra. ‘Tenía problemas con los puentes’. Pasamos entonces a la música. Al hablar de trova y criminales fue casi inevitable llegar al lugar que esporádicamente comparten: la cárcel.

Jaime estuvo encerrado doce veces, su estadía más larga fue cercana a las dos semanas. Actualmente, dice, es más difícil escabullirse porque existe la unidad de flagrancia. Anteriormente, había un largo proceso donde la celda era el último paso. Los centros de detención provisional existían para eso, pero además eran lugares donde —según el Chamo— los policías ejercían oficio de torturadores. ‘Te obligaban a hacer un trípode, así le decían. Las manos atadas a la espalda, piernas estiradas en paralelo y cabeza al suelo. Ahí te pateaban pues. Un día me patearon tan duro que perdí la consciencia’. Me salió lo médico y le herí con una pregunta bastante sensible. Jaime me miró largo rato antes de responder.

Los síntomas habían empezado cerca de un año después. Primero las sensaciones de déjà vu —de ya haber vivido el presente— y jamais vu —de jamás haber vivido algo igual—. Estas experiencias lo dejaban descolocado. Sus amigos lo empezaron a mirar de forma extraña puesto que se quedaba quieto en medio de una actividad cualquiera y tenía terror en sus ojos. ‘Como si te hubieras vuelto loco’. ‘Exactamente’. Asustado, fue a un neurólogo, a quien le bastó un breve examen para dar el primer diagnóstico: guitarra, pelo largo, pinta ochentera; ‘debió haber estado drogado’. El Chamo explicó que no consumía ni siquiera trago; a lo que el doctor respondió con un pedido de exámenes de sangre.

Efectivamente, no eran drogas. Los síntomas, le explicó el neurólogo, se corresponden a una lesión en el lóbulo temporal. Aunque inicialmente pensaron en cisticercosis, los examenes radiológicos 2D de ese entonces parecían mostrar un tumor dentro de la masa cerebral. Desde entonces toma tegretol y algunas otras pastillas, así controla la epilepsia que causa esas sensaciones horribles. ‘Después de unos años tuve la oportunidad de ir a Cuba, a operarme’. Le hicieron varios exámenes. Antes de entrar a quirófano, el cirujano lo llamó: ‘Le tengo dos noticias: una buena y una mala’.

La buena noticia es que una resonancia magnética mostraba que no existía el dichoso tumor. ‘¿Y la mala?’. La mala noticia era el verdadero diagnóstico: epilepsia postraumática. Dicho de otra manera, no había tumor que sacar y no había nada que curar. Lo que en realidad pasaba es que le pegaron tan duro que el cerebro dejó de funcionar como debía. Jaime tendría que vivir con eso toda la vida, por el simple hecho de haber cantando durante una protesta. ‘Fueron los chapas’. ‘Fueron esos hijueputas’.

Me contó que ahora se portan más amables, que le cuidan la guitarra cuando lo detienen. ‘Siga, Don Jaime’. Esas cosas. Sin embargo, no pude dejar de pensar en lo mucho que un solo golpe te cambia la vida: condenarte a la experiencia y atarte a las pastillas (no crean que el Chamo no intentó cuanta terapia alternativa se le cruzara). ¿Qué pensará el policía que hizo esto? Seguramente que ‘bien hechito (por jipi)’.

Los tonos rosáceos y violetas que antes se tomaron el cielo empiezan a desaparecer. Me da la impresión de que papá ya mismo sale. Me despido con pena, sí. Pero también con la satisfacción de haber tenido una tarde plena, un encuentro serendípico y una conversación sincera. ‘Chao, Jaime’. ‘Chao… ¿cómo te llamabas?’. ‘Andrés, me llamo Andrés’. El nombre más común del planeta, pero seguro que esta vez se acuerda.

Medio diario

Tras una noche asquerosa cabezear, ver la hora, scroll, scroll, scroll, bloquear pantalla, soñar con el feed de noticias, instagram, videos de youtube abrí los ojos, en ciclos. Once, una, cinco. Las cinco es buena hora. Estiro el cuello, amaso la almohada con la nuca, trueno la espalda… todo duele y los ojos arden; me detesto.

Desbloqueo el celular y empiezo la masacre. Chao Instagram, chao YouTube, chao Reddit, cerrar sesión en Twitter, iniciar sesión en Facebook, Settings, Información personal, Desactivar cuenta, Razón: no volver jamás. Renuncio. Nunca he estado más convencido que la prisa es el mal paso. Quiero que mis únicos apuros sean correr hacia la leche hirviendo, antes que se derrame en la hornilla; a la ropa que se moja con lluvia súbita de Quito; a orinar después del cine.

Me convenzo de que cambiaré las lecturas rápidas por libros. Soy comprador compulsivo y he terminado quizá uno por cada tres en el librero. Nueva regla: leo un libro, compro un libro. Tras acabar con Maus (Spiegelman), La vida es buena si no te rindes (Seth) y Virgina Woolf (Gazier & Ciccolini); por ejemplo, me doy el lujo de comprar los dos tomos de la comunidad (Tanquerelle & Benoît). En fin, leeré libros. Renuncio también a las noticias y su vástaga ansiedad infame.

Tras una noche asquerosa: la mañana. Las almohadas a manera de alfombra, mala puntería en el tacho de basura, escoger prendas entre la ropa sucia. Me detesto (y como la depresión es el pretexto para no lavar ni un plato, ya no soy el único). ‘Limpiemos la casa’. ‘No quiero limpiar la casa’. ‘Entonces ¿qué quieres hacer?’. ‘Nada’. No estoy seguro, tal vez una máquina de escribir. Es una manera de tentarme a escribir, sin conectarme, pero me visualizo odiando mis borradores y multiplicando mi talento de crear desperdicio.

Y sí, la mañana estuvo horrible, pero amaneció soleado. Lancé unos globos por la ventana y al rato rapté a lunbebé para recibir sol en el jardín. Los abuelos chochean, los vecinos chochean, la mamá (a regañadientes) chochea. Al final, acordamos salir en auto. Bordeamos los atavíos del metro y, vía La Vicentina, llegamos al Parque de Guápulo.

Lo abordamos por el borde sur, donde las enredaderas del muro corren paralelas a un pequeño riachuelo, lateral al camino de piedra. En el otro borde, varios árboles gordos y altos forman una sombra bastante agradable. ‘Aquí es donde me caí’, donde dice NO PISAR. Nos turnamos para cargar a lunbebé porque el terreno irregular inutiliza al coche. ‘Este es mi nuevo lugar favorito’, dice mi esposa, tras ultimarme que ahí festejaremos el primer cumpleaños de Alice. ‘Ahí puedes jugar con tu tío Washo’, mientras señala una familia pateando la pelota, ‘ahí con tu amigo Gilberto’. ‘Primo’, le digo. ‘Es primo de mi mami. La mamá de mi mamá se llama Carlota, ella tenía una hermana: Angélica, la mamá de Gilberto’.

El primo nos cae bien, su pequeño terreno fue el lugar que escogimos para la boda. Además de ser un lugar feliz, está en San Antonio, la ciudad de mis abuelos maternos y del padre de Andre. El primo fue periodista y, al día de hoy, aún mantiene un agudo sentido del humor. Fundó una asociación ficticia en la familia y nos hizo elegirlo presidente. Cada vez que nos reunimos bromea sobre las próximas votaciones. Alguna vez, incluso tuvo el descaro de publicar las ofertas de campaña en la vitrina de su tienda. La gente preguntaba, todos reímos. Un personaje. El día que invitó a la familia a conocer el terreno, sus viñedos aún no estaban listos; para salvar el honor, les amarró unos cuantos racimos de uvas para presumir lo bonitas que estaban.

El parque estuvo bien. Nos cambió las aires (ya no me detestaba). Al suroriente, hay un cerro inmenso lleno de bosque que inspira quedarse echado en el verde césped para dormirse un día y medio. Hay poca gente, comida rica aunque no perfecta. Ladrones mirlos, los mejores ladrones. Pero a todo le llega el tiempo y un poco hartos de las arenillas, dejamos el parque para ir al Centro de Arte Contemporáneo.

Lunbebé se quedó dormido así que nos tocó aguantar su malgenio por querer ponerla en el coche. Vimos dos exposiciones, la tecnología somos nosotrxs (que se confesó posmoderna en esa equis) y algo del archivo del Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera. La primera expo empezaba al fondo (pero a la izquierda). Sala uno: guía sobre cómo hacer chicha, ocho tipos de grano, olor a fermento. Después, las semilluchas (normal) y, al virar la esquina, unas gafas de realidad virtual que colgaban de su mal olor. ‘Disculpe, ¿cómo funciona?’. ‘Está dañado, aquí dice, ¿sí ve?’. Más allacito, una composición de varios artistas ambateños (saludos José Luis Jácome), fusionaba arte preincaico con cyberpunk, fue mi parte favorita.

Andre, en cambio, quedó encantada con las pinturas de Segundo Ortiz que, en blanco y negro, había retratado cuatro barrios de Quito. Lunbebé hizo un amigo que le doblaba en edad. El niño ya extendía la manito como diciendo hola y se enamoró de mija. Era el único de la familia con cabello corto. El encuentro fue efímero precisamente por las pinturas de Don Ortiz: ‘Andy, ven a ver’. Tuve que mentir el ‘ya vuelvo’.