Raíces

A este octubre le queda una semana de vida. Con ese entierro, estoy a sólo seis meses de volver a casa. No quiero contener la sonrisa que eso me produce. Estar en Vancouver, no les voy a mentir, a veces se siente como una condena.

Mi primer año estuvo lleno de expectativas. «Grad School is awesome», me dijo un amigo y le creí. Lo que no me contó es el shock cultural que el cambio me iba a causar. ¿Y él cómo iba a saber? Si es canadiense. Si fue también a una escuela internacional, como la mayoría de mis compañeros. Daniel seguramente abandonó la casa de sus padres a los dieciocho para ser independiente.Pensaba en ello el miércoles pasado cuando me encontraba leyendo sus rostros mientras estábamos todos sentados en la sala común que rodea a la chimenea. Amanda, Rachelle, Morgan, Caitlin… Todos ellos tienen una cronología similar. Para ellos es una separación planificada, no un arrebato de la vida. Cuando las economías avanzan, la gente se prepara para competir por las mejores posiciones. Las comunidades se fragmentan, los individuos se hacen móviles. Están dispuestos a ir a cualquier ciudad. Hay que enfocarse no en lo que estuvo antes sino en lo que viene después. Son como semillas. Yo, en cambio, ya tengo raíces.

Tal vez la explicación sea otra y no sea cuestión de maceta sino de edad. A mis diecinueve yo también proclamaba independencia. Pensaba que no necesitaba de mis padres. Los problemas del mundo no me habían tocado. En ese entonces vestía con ropa ligera y tenía un mantra distinto antes de salir de casa. «Llaves, billetera, libro», el que sea. La cartera marca Totto tendría no más de un dólar con setenta y cinco centavos. Eso era suficiente movilidad, siete buses para ser exacto. Nunca estaba a más de dos de casa y casi siempre me bastaba el transalfa de la católica o el monjas en la casa de la cultura. En esa edad la lectura era más fácil, la ingenuidad le permite a la ficción no mostrarse como tal. Ahora rara vez me puedo dar ese lujo. Lean con más frecuencia mientras los problemas del mundo no los hayan tocado.

La realidad usurpa un lugar especial en esa parte del cerebro donde uno concibe cómo son las cosas y de a poco va borrando la zona de cómo deben ser. Estaba pues, al calor de la chimenea cuando pensaba como la gente del primer mundo y yo tenemos una geografía muy distinta en esa última zona. Es algo que me ha venido haciendo eco desde hace un tiempo y que me tiene al borde de una crisis que ellos afrontan a diario como si fuera normal. Yo no, me enfermé. Y si no estaba enfermo mi cerebro hizo lo que pudo para convencerse de lo contrario. Tenía una ansiedad que me hacía comer rápido y tragar más aire, esos gases me estiraban la tripa y se acumulaban en mi hipocondrio izquierdo. Uno hace lo que sea para transformar en realidad las metáforas de vida: «me duele el corazón».

Cuerpo en pena, me movía torpemente en una ciudad que apenas deja ver el sol en el otoño. Lloraba a diario, pero de manera episódica. Como las ramas que se parten al calor del fuego. Sí, me rompía y dejaba escapar a un niño desesperado por volver al hogar. Un día lo dejé caminar por mi cuarto y sin saber qué hacer le di un esfero para que raye en mi cuaderno. Ese niño le escribió una carta a Dios:

Tú sabes que lo nuestro terminó pero en lo profundo de mi corazón siempre te seguiré queriendo. La forma en la que te preocupabas de mí todo el tiempo, los mensajes ocultos en los pequeños detalles de la vida, leer en el tintineo de las estrellas como un abrazo a mi espíritu. La sonrisa que me provocaste por hacerme sentir dentro de un propósito mayor. Lo extraño todo. Te extraño mucho. Me haces falta.

A veces nuestras raíces van más profundo de lo que uno espera.

 

 

Qué no dice la Cancillería sobre quitarle internet a Assange – Ecuador no pudo censurar a Wikileaks

El pasado 17 de octubre, Wikileaks señaló que un país había desconectado a Julian Assange, horas más tarde dijo que fue Ecuador y al rato la Cancillería lo confirmó en un escueto comunicado. Lo primero que hace el comunicado es aclarar que existen dos cosas. Julian Assange, el perseguido político y Wikileaks, la organización periodística. Hasta entonces todo estaba bien. Luego afirmó que:

  1. Las publicaciones de WIKILEAKS —no Assange— tenían impacto sobre las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
  2. Ecuador respeta el principio de no intervención en las elecciones de otros países; por tanto
  3. Suspendió temporalmente el acceso a internet de JULIAN ASSANGE; y
  4. No hay censura porque WIKILEAKS puede seguir operando.

La pregunta obvia es:

¿Qué esperaba Ecuador que suceda cuando interrumpió la conexión a Internet de Julian Assange? Si seguimos la lógica de sus antecedentes y justificaciones, esperaban afirmar el principio de no intervención. Si uno vuelve al punto uno de este texto, se entiende que eso implicaba interrumpir las publicaciones de Wikileaks. Y la razón no sería otra que, obviamente, presión por parte de Estados Unidos. Es poco creíble que Ecuador haya tomado consciencia política sobre el impacto de las publicaciones de Wikileaks sólo en este momento cuando desde sus inicios la organización ha afirmado que parte de su poder está precisamente en cambiar resultados electorales.

Hay dos posibilidades, Ecuador pensaba que podía detener las publicaciones o, a sabiendas de que no, debía demostrar que, al menos, trató. Pensaría que, dada la naturaleza del comunicado, creían que se trataba de la primera opción. La segunda me parece menos probable por ser la menos beneficiosa para Estados Unidos que, al evidenciar censura al fundador de Wikileaks, lo único que ha obtenido es darle mayor atención a sus últimas publicaciones.

Nos queda por saber:

  • ¿Qué presiones está recibiendo el gobierno ecuatoriano para haber hecho tremendo papelón?
  • ¿Volverá a pasar?
  • ¿Cómo cambia esto la situación del asilado Julian Assange?

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ACTUALIZACIÓN (23/10/2016): Acá hay un muy buen reportaje de 4Pelagatos explicando el contexto de la desconexión. No me equivoqué.

 

No puedo cambiar el mundo, tú tampoco

Crecer en América Latina te marca. Sea porque, de pequeños, todos vamos a misa —o por estar rodeados de figuras políticas fuertes como protagonistas de la historia—, uno madura creyendo que ser héroe puede ser hasta profesión. Somos esas historias que nos cuentan de pequeños. A eso le restas las epifanías (trágicas o gloriosas) de la vida y tienes al adulto promedio. De ahí deriva que la mayoría de ecuatorianos creemos que hace falta la persona correcta en la presidencia. O que en la vida baste seguir el corazón sin importar dónde nos lleve. Nuestra mitología moderna, sea que decidas creer en el poder de la política, la tecnología, la ciencia o la oración, es que pequeñas acciones personales pueden cambiar el mundo.

Y no es una cuestión de nuestra región únicamente. El programa en el que estudio tiene de eslogan «become a global change maker», cambia al mundo. Una de mis compañeras me contaba una infidencia. El profesor estaba revisando las aplicaciones de los nuevos postulantes, muchos de ellos coqueteaban con esa idea. Él se burlaba. «¿Creen que porque eso está en la página web de verdad van a cambiar algo?». «No sea así», le respondió. «¿Ah sí, Zameena? ¿Cómo va el problema de la cafetera?» Pues nada, en el edificio donde estudiamos hay una cafetera aniñada y no quieren que la usemos. Porque el aseo, porque los implementos, porque no aportamos lo suficiente. La verdad es que compramos mucho café pero nos olvidamos de firmar, y la señora que se queja lo ha hecho desde el día uno.

En mi primera semana en el programa, dije que yo vine por esa visión que compartió John Robinson en su charla TED. «Que las universidades, por ser un sólo cuerpo, pueden tomar acciones y…» Fui interrumpido. Toda la primera fila —directivos y docentes— se reía. Menos mal me dieron una explicación: es imposible ponerse de acuerdo para gobernar la universidad. Al poco tiempo renunció el presidente de UBC y pasaron meses antes de que uno nuevo se instalara.

Yo mismo venía huyendo de Ecuador tras la fea experiencia de sentirme acosado por «radicalizarme». No se asusten, es sólo una palabra extrema. Lo que en realidad había hecho era divulgar información sobre vigilancia que era de dominio público. Tal vez tratando de aplicar en la vida real el concepto de mi cuento sobre el bullying (a la clase política) como un camino al desarrollo. Hubo gente que vio que estaba asustado y me ofreció ayuda pero la gran mayoría ¿y por qué sería diferente? no se enteró o tuvo un miedo tan paralizante como el mío. Y mientras más tiempo ha pasado (y menos calientes andan las pasiones y resentimientos) veo algo de forma más clara. «Cambiar el mundo» es el resultado de una tormenta perfecta. Sea que se refieran a hacerle frente al calentamiento global, al crimen privado, corporativo o estatal, a defender los derechos de la naturaleza; hay muchas cosas que deben suceder.

Cuando alguien quiere cambiar el mundo, al punto de pensar en volverse mártir (aunque sea de forma simbólica), usualmente piensa que existe una solución directa y evidente. «La gente tiene que dejar de usar petróleo», «no tienen que explotar el Yasuní», «hay que quitarles las armas a todos». Que en la mayoría de casos, es culpa de un grupo de poder interesado y de la ignorancia popular. No piensan que la gente es bruta, nada más entienden que no saben lo suficiente. Pero incluso en este escenario, las cosas son mucho más complicadas.

Si la gente no sabe ¿se le puede enseñar?
Se se le enseña ¿le importará?
Si le importa ¿hará algo al respecto?
Si hace algo ¿tendrá un efecto en el grupo que ostenta el poder?
Si el grupo de poder es afectado ¿realmente son ellos quienes toman la decisión final? ¿existe una alternativa viable?
Si existe una alternativa viable ¿es el momento adecuado?

Y con esto último me refiero a que los políticos también tienen su propia trama. Ellos también tienen que conseguir recursos y hacer lobby con gente más poderosa que ellos. Un sistema democrático legítimo puede poner en riesgo los puestos de la clase política pero jamás podrá superar las ofertas millonarias de un grupo de poder que no es elegido de forma popular. Uno puede reunir gente y hacer bulla pero es mucho más difícil reunir plata y comprar consciencias (en el buen sentido de la palabra, si es que eso es posible).

Ante esto hacen falta acciones concertadas:

Si la gente no sabe: educar siempre
Para que le importe: escuchar la voz de todos
Para que actúe: empoderar a las acciones ciudadanas
Para que el poder reaccione: que haya una justicia independiente
Para que sean los elegidos quienes respondan: que haya transparencia
Para que las alternativas funcionen: que haya investigación continua
Para que sea el momento adecuado: estar listo siempre, toda la vida

Sin embargo, ese no es el fin del problema, sino todo lo contrario. Cuando la cúpula de Alianza País —el partido de gobierno en mi Ecuador— se reúne, sabe que están quitando a unos y dando a otros. Muchos están convencidos de estar cambiando el país, de estar haciendo justicia, de que son mejor a cualquier alternativa. No estarán de acuerdo en todo pero habrá tres cosas que les convenza de que están haciendo «algo» bien, y eso les basta. Saben que no pueden tener todo. Las utopías no siempre convergen, y si todo el mundo sigue su corazón, y lucha, tendremos exactamente el mismo embrollo.

Con mucho trabajo, sin héroes, sin soluciones simples, sin garantías. Con diálogo entre sueños opuestos, con concesiones. Negociando lo que dice el corazón.No es algo que se pueda hacer sólo y, si pudieras, ¿lo harías? Quisiera decirles que yo sí, pero mentiría. Me gustaría participar ocasionalmente para que podamos tener algo parecido a eso, pero no toda una vida. Aunque sea tarde, me doy cuenta que me inclino más por poner mi granito de arena en esa suma que nos hace humanos. En las narrativas colectivas que compartimos y en las epifanías que nos agregan o restan valor.

No quiero cambiar el mundo primordialmente porque ya no lo siento mío. Es de quien cuente la mejor historia sobre el significado de la existencia. En un espacio donde todos aprendemos una diferente, donde cada persona evoluciona en forma distinta y, aún más importante, no tiene otra salida. En ese mundo, hay dos cosas importantes: contar esas historias y escucharlas.

Coaching: ¡Aprenda a ser tímido!

Boca enorme, labios demacrados y un bigote sin afeitar. No soy yo, es mi interlocutor. Hablando alegremente, el facilitador tres sitúa su nariz a la altura de mi frente. Está tan cerca que puedo distinguir claramente el sarro entre los dientes y su encía, oler el vaho que emana y se adhiere, similar al hollín de una cocina de carbón. No sé de qué habla, las glándulas salivales disparan chorros de baba cada cierto tiempo y temo no poder cerrar los ojos a tiempo. Instintivamente subo mi mano para cubrirme el rostro pero el facilitador dos me detiene con un gesto firme. Está sentado a mi derecha escrutando cada uno de mis gestos. Sabe que mi sonrisa es aparente, se distingue claramente la ausencia de pliegues en la comisura de mis ojos. Trato de tranquilizarme y asumir una actitud relajada en esta posición forzosamente incómoda. Me obligo a escuchar.

«…era necesario descuartizar a los cachorros antes de incinerarlos, claro para entonces ya los habíamos sedado pero…»

¿Qué mierda hacía sonriendo? Debo ser el hazmerreír de toda esta gente. Me sorprendo a mí mismo reflexionando en lugar de enfocarme en el ejercicio. Ser extrovertido, ser normal, ser yo. Decido contarle que también hago coaching. «Sabes de todas las experiencias se puede aprender algo». Parece que va bien, el tipo se ha callado. «Yo mismo tuve que sacrificar a una de mis mascotas y fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer». El tipo frunce el ceño, baja la quijada y me mira fijamente mientras gira su cabeza para colocar a su ojo derecho exactamente en el centro de la escena. Se ve enojado. «El sufrimiento, el enojo —improviso— son todos caminos de crecimiento». De repente tres me toma la mano. Casi la alejo pero decido confirmar mis acciones en la mirada de dos. Éste alza las cejas con una mueca de picardía. «Es por eso que tome este curso, porque…» tres empieza a lamerse el dedo pulgar. Busco, por primera vez, a uno, que me mira inmóvil detrás de la puerta de vidrio, el único espacio que interrumpe las paredes de la habitación. Veo el pulgar lubricado acercarse lentamente y grito ¡PECHÁN!

«Pechán» era mi apodo en la secundaria, al inicio del curso nos piden identificar una palabra que nos resulte especialmente molesta. Y claro, así me decían en la escuela, por gordo y enano. Antes de entrar al taller me informan que esta va a ser mi «safeword», la palabra de seguridad. Si ya no soporto el ejercicio, debo decir mi safeword y todo se acabará.

El lugar en donde estamos se especializa en enseñar empatía hacia la gente tímida y, para ello, generan situaciones que a uno le hacen entender lo que es fastidiarse por mucha presión social. Las personas tímidas requieren más espacio personal, así que reducen el nuestro. Es como estar en el bar de la prisión donde todos están embriagados menos tú. Todos los facilitadores son grandes, feos y fuertes. Los temas de conversación son incómodos, algo que sólo un sociópata podría disfrutar. En cierto modo, es una especie de casting perverso para jugar el rol de víctima en una película de Kubrick. ¡PECHÁN!

Uno me mira con disgusto. Abre la puerta de vidrio. Mira a los facilitadores: «yeye kuishia mwaka», se da media vuelta y se va. La puerta empieza a cerrarse y yo corro a atraparla. Dos y a tres se ríen a carcajadas y un ruido estridente me hace detenerme. Es la banca que volqué por apurado, en esos tres segundos la puerta se vuelve a cerrar. Ellos vuelven a reír ya más pausadamente. «Na kuja», me dice tres mientras se limpia el dedo con una servilleta. Dos extiende su mano con la palma abierta relajadamente «Kukaa». Me quedo inmóvil. «Kukaa!» repite y empuja la silla hacía mí. Me sirven cerveza y empiezan a hablar entre ellos en un idioma que no puedo entender.

Hay un martillo a lado derecho de la puerta, bajo un letrero que dice «rompa en caso de emergencia». Lo haría, pero el tono de los facilitadores es totalmente distinto ahora. Mantienen una distancia apropiada y tienen gestos agradables. Me brindan más trago y asumo que debo esperar. «¿Por qué no hablan español?» «kazi» «¿casi?» «Ja ja ja ja ja» «¿qué? no entiendo» «mtu maskini». Siguen hablando en ese idioma raro, intento conversar en español, pero es inútil. Pareciera que me hacen preguntas y ambos esperan en silencio por mi respuesta. «Qué», «no entiendo», «bueno», «ya», «ya», «¡YA!».  Sólo hay una respuesta aceptable en estas circunstancias. Que vergüenza, que cansancio, que fastidio. «Pechán».

«Lo siento amigo», me dice tres mientras dos me da una palmada en el hombro. Me quedo inmóvil en la silla, mirando al suelo. Entra cero por la puerta y me recuerda, en una sesión corta, que todo es parte de un ejercicio, que el primer día terminó, que apenas son las doce. Los talleres se extienden por toda la semana y quiere confirmar mi asistencia en los días posteriores. Para él es sólo un trámite, esto se paga por adelantado. Su rostro, el único pequeño e inofensivo como el mío, busca mi mirada hasta que alcanzo a despertar. Asiente en un gesto de aprobación, y respondo como un espejo. Así somos los humanos. Ya dije que sí, ahora me tengo que ir.

Recojo mis cacharros. Tengo seis mensajes sin contestar en mi buzón de voz. Veinte notificaciones de whatsapp. Salgo despacio a un lugar mucho más bullicioso y brillante. Me espera el almuerzo con un colega. Tengo que entretenerlo por una hora, quizás cerrar un trato. La mesa es, desafortunadamente, similar a la del taller. Al menos pidió vino y no chelas. Sus ganas de estar en la conversación son inversamente proporcionales a las mías. También puedo ver su sarro. Antes sencillamente lo hubiera ignorado pero, ahora mismo, me es imposible. Doy respuestas evasivas, sonrisas sin arrugas en los ojos, solo quiero ver el tiempo pasar. Le dejo para tomar un taxi a mi clase de coaching.

Tres de la tarde, todos están sentados en un círculo. Es la primera sesión. Veo gente intrépida con mucho dinero y la típica persona que vino por invitación. Le debo decir lo maravilloso que es compartir sus sueños y metas, hacer un collage con fotos de revistas de papel couché. Que se abra, que no tenga miedo, que aquí puede confiar en nosotros, en «todos y todas». Pero lo único que atino a decir, tras estar en silencio por pocos minutos —doscientes segundos que parecieron eternos— es… pechán (en mi cabeza, y dejo al silencio continuar).

Si tuviera que dividir mi vida en capítulos

Empezaría con mi infancia, con esas épocas donde vivía con mi abuelo dentro de casa. Cuando mis dos tías eran vecinas y madres, mis primos y primas nuestros hermanos. Comenzaría por dibujar, quizá, el mapa de mi Quito. Con mi casa en el centro, el condominio donde vivía la tía Fanty como límite superior y la casa del Robert en el margen de la base. Hay detalles que no podría olvidar: el potrero desde donde nos manchábamos los pantalones de verde, por usarlos como resbaladera. La cancha de ecuavóley donde jugaban mis tíos, donde el Christian y yo jugamos fútbol, el potrero de atrás donde los grandes jugaban a las canicas. La cancha de frontón donde corríamos con (¿de?) los perros del Gilberto. Ahí aprendí a pegarle a la pelota de tenis con una raqueta de la que estaba muy orgulloso. Era negra y se veía mejor que la raqueta de mi hermana, que ella había coloreado con pintura de cerámica. Ese capítulo incluiría el dinosaurio que yo pinté, primero de negro, y después con verde y dorado usando los dedos de las manos. Atreviéndome a usar el pincel sólo con los ojos, sólo con blanco y negro. Porque la que era buena para eso era mi hermana. Esa infancia donde nuestros papás nos llevaban a un nuevo bosque cada fin de semana, o sino a tomar un «zanzibar» cada mes (y yo pedía helado de chicle).

En esas épocas, todavía vivían mis tres abuelos, un día la abuelita Carlotita me regaló una manzana y yo la mordí porque se veía bien, pero por dentro era arenosa. Esperé que se fuera y la boté en el jardín donde estaba plantado el árbol de capulí. Me metí en el cuarto del ñaño Washo a ver televisión. El retrato de mi primo sobre los parlantes, el equipo de sonido, la televisión. Siempre en ese orden. Y mientras me perdía en algo parecido al chavo del ocho, mi abuela recogía la manzana que yo había tirado, la limpiaba y la tenía entre sus manos. Es que los niños, y no importa cuánto se diga lo contrario, somos desalmados. Qué no diera ahora por sentarme a lado de mi abuela a tragarme arena, si eso me diera.

Dentro de algún momento, mencionaría las navidades y los días festivos cuando mi hermana nos organizaba para hacer un programa mejor que cualquiera que haya visto después en sociedad. Recitábamos, cantábamos y actuábamos en obras de teatro que nosotros mismo nos inventábamos. Bueno yo no, alguien se las habrá inventado. Hacíamos concursos y dábamos premios a los ganadores, nos peleábamos por las sorpresas, que no eran otra cosa que bolsas con juguetes y caramelos. Las navidades, sin embargo, eran las fiestas más especiales y ritualistas. Nueve días de rezar el rosario. Para los pequeños, nueve días de repetir el siseo que producía el latín de la abuela y reírnos cada vez que nos mandaban a callar. «Miserenobissss, ji ji ji». Creo que nunca habrá algo que construya tanta expectativa en una fiesta familiar. Quizás el tamborilero y la duda de saber si alguien añadirá más poms al final del coro. En una de esas novenas, papi Julito le dijo a la Paty que prendiera la vela antes de empezar a rezar. «No me dan permiso, papito». Mi abuelo frunció el ceño soltando un quésf; y así, con el ceño fruncido, rescató la caja de fósforos y me dijo «prende vos». Esa fue la primera vez que prendí un fósforo. Me salió al segundo intento, no tenía idea de lo que estaba haciendo pero en ese momento me salió un orgullo como ningún otro. Esa, y no otra, fue la única vez que me lucí frente a mi abuelo. No recuerdo haber tenido otras oportunidades, no recuerdo haber tenido mucha interacción con él. A diferencia de los hijos de Miguel y Colombia, mi ñaña y yo éramos familiares lejanos. Ella menos, la Ely sí había pasado su infancia en la casa de mami Coti. A mi hermana, los días de su primera infancia la cuidó la abuela. Yo tuve otra suerte.

A mí me cuidó la Vicky, por el día. En la noche y los fines de semana le tocaba a mi mami (o a veces a alguna de las tías). De vez en vez nos visitaba el Javier, el hijo menor de la Vicky, con quien yo también jugaba. Yo le quería como a un hermano menor. Tenía una forma de hablar particular que, supongo, aún me dará ternura. Es poco lo que recuerdo de ellos, me cuesta admitirlo…

El Carlos Andrés Huertas Oleas, y su hermana Karen, la mamá que no nos quería mucho y el papá que nos caía mejor. Vivían todos en un cuarto pequeño al que nunca entré. Tampoco iba mucho a la casa de mis primos. Jugábamos todos en el patio, en el césped, en la construcción a medias. En el club, que era una casa de madera que construyó el Angelito —a los quiteños nos encantan los diminutivos— el papá del Vini y el Santy. Ahí metimos una vez a un conejo, ahí vivió el Rocky hasta que mi papi lo desterró. El primer y único perro que hubo en casa en esas épocas. En esos terrenos teníamos las fiestas de cumpleaños donde una vez el Vini y yo peleamos «de chiste» usando guantes de box. Yo, hasta ahora, no sé pelear. Fingí que no me dolió mucho pero creo que luego subí a mi casa a llorar. Ahí sacábamos los juguetes, yo el camión de bomberos con la escalera plegable y el otro que, ahora que lo pienso, servía para arreglar postes. El Vinicio sacaba ese dinosaurio gigante, un T-Rex que siempre envidié, y que todavía existe en la casa del Robert en el Tena.

Estará mi dieta de pies de barbie, mi hermana siguiéndome por toda la casa. Sus accesorios, su carro playero, su tienda de acampar. A mí me dolió cuando mi ñaña regaló todas esas cosas, jamás confesé eso. Después de todo, yo disfrutaba verla jugar con eso. Uno se quiere deshacer demasiado pronto de la infancia, del coche de madera, de los transformers, de los dinosaurios de goma, de la bmx, de la pelota marca molten. Lo que queda, está fragmentado. Agarrándose de donde puede en una memoria que, por naturaleza, no vuelve atrás.