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Guía para controlar la pandemia en Ecuador (Abril 2021)
Reboso
Andre y yo fuimos a una cafetería. Lo hacemos cada vez que podemos darnos el gusto. Pedimos nuestra orden –mi prensa francesa sin nada más, su bebida dulce que varía según el ánimo y un postre– y vamos a las mesas que se encuentran en el exterior. Aún es invierno. Hemos tolerado temperaturas que van de los 6°C a unos cuántos bajo cero. Jamás nos quedamos adentro. Esperamos un poco si hay mucha gente en la fila. En ocasiones, entra solo uno de los dos. Hemos sido extremadamente cautos.
Algo pasó. Ambos quisimos entrar. No había nadie sentado en las mesas internas. Todo el personal usaba su mascarilla adecuadamente. Las puertas estaban abiertas. La temperatura nos acogía. Nos vimos el uno al otro, como si hubiéramos estado esperando esto por años. Ambos quisimos, por primera vez en meses, sentarnos adentro a tomar un café. El local tiene una sola mesa de un metro y medio de ancho. Debido a las exigencias de la autoridad sanitaria, existen tablones altos que separan los asientos cada par de metros. «For here or to go?» «For here, please. Trae el coche«. Habíamos parqueado el coche de compras en las mesas de afuera. Nos sentamos y removimos las mascarrillas. Puse el postre en la mesa, acerco la taza a mis labios.
Mientras el líquido entra en mi boca, siento que las lágrimas se acumulan entre mis pestañas. Hay música en el parlante: una guitarra acústica que me recuerda a los tiempos cuando podía disfrutar conciertos baratos en espacios pequeños. Doy un sorbo y pareciera que estuviera ya lleno de líquido. Meto agua por la boca y me desbordo por los ojos. No entiendo porque lloro, pero entiendo que lo necesito.
Esparcimiento
Volví a escribir. Tengo que. Soy de esas personas que necesita escribir para entenderse y encerrar a su locura en algunos cuantos caracteres. Escribo desde mi pequeño estudio en Vancouver, realmente es un dent, un armario desde donde se oyen los altoparlantes que se prenden todos los días a las cinco de la tarde. Enrique Iglesias, Juanes, Don Omar, sospecho que quien organiza esto es algún latino. Los vecinos salen al patio de su casa y ven a los demás desde la distancia. Bailan in situ, es una fiesta extraña con unos cuantos desobedientes a los que ya me he acostumbrado. Esto, y las clases, son las pocas cosas que me quedan de rutina.
También estoy encerrado. Salimos una vez por semana a hacer las compras y se siente extraño. La presencia de otras personas nos pone alertas y evitamos cualquier lugar aglomerado. La tienda donde nos abastecemos es pequeña, así que no es posible mantener una distancia de dos metros, pero todos tratan. Llevamos mascarilla y ropa pesada (porque afuera hace frío). Al llegar, dejamos todo en la bodega para que cualquier posible virus se pudra por cinco días. Es un ciclo de desinfección barato, pero que no sirve para todo.
Alcohol para las manos, alcohol para las fundas, alcohol para los cartones, agua caliente y espuma para las frutas y los vegetales, quedarle viendo chueco a los zapatos. Dejar la ropa en una bolsa, cinco días. No voy a usar esa ropa en cinco días. Nos vamos a reencontrar como viejos amigos que se dan un abrazo porque son los amigos que nos quedan, a los que podemos ver de frente, oler y tocar. El resto se ha transformado en una llamada, un video. Como reemplazar el amor con algo parecido al porno. Igual de insatisfactorio.
Escribo, como les decía, para volver a poner en orden mi cabeza. Porque tengo obligaciones, deberes, examenes, un jefe; pero parece que todo eso es una vida fingida y me gustaría poder dedicarme a cazar virus o algo. Hacer paquetes para los soldados de guerra en una fábrica super moderna, dirigir el centro de operaciones para el rastreo de nuevos casos con mis google glasses. Debe ser el efecto de ver tanta película.
En todo caso, disculpen que repita tanto, escribo para decirles que mi vida está trastornada. Se siente falsa. Y bueno, toda la vida he sabido que era una farsa, pero era fácil seguir la corriente cuando todos los demás fingían conmigo y nos felicitábamos por logros estúpidos y nos enrolábamos en aventuras nuevas que suponían alejarse de unas personas y acercarse a otras, porque era eso (y no cualquier otra cosa que inventábamos) lo que hacía la vida interesante. Ahora que no tengo que fingir, me cuesta mentirme a mí mismo. Soy pésimo con eso. Lo he sido siempre, pero ya no hay quien me ayude.
Posiblemente estoy deprimido, no es para menos. Hay noticias de muerte, escenas de muerte, temor de muerte. Una gran cantidad de personas que no saben que las quiero están en los hospitales, a veces con trajes, a veces expuestos. Me cuentan que le intubaron al tutor, que se murió «la licen», que tenía treinta años. Suben hashtags desesperados de #QuédateEnCasa y se toman fotos con gafas y mascarilla, ¿por qué seremos tan sensibles al miedo detrás de las pupilas?
Es un escenario de guerra sin bombas. De rumores. Con sensación de ya vienen. Ana Frank. Lo único en lo que puedo pensar es en Ana Frank y el diario vivir de una niña encerrada en una caja de pocos metros. Ana Frank debe pasar el semestre, seguir en clases, algún día graduarse. Todos sabemos como termina eso.