Padres

Camilo estaba sentado a la mesa, oyó la puerta automática del garaje, su papá llegaba de la oficina. Edith, su madre, estaba llevando la ensalada al comedor y él veía como ambos aterrizaban para compartir uno de los tres momentos familiares del día. Inevitablemente, Julio dejaría algunos papeles en la mesa mientras se deshacía del saco que siempre cargaba en los hombros. Mientras tanto Edith le recordaría sobre los pendientes en la casa y empezarían un diálogo extraño con Camilo como espectador. Julio le regresaría a ver mientras su esposa le recordaba cosas que él hubiera preferido no saber y movería la cabeza de lado a lado, buscando una mirada cómplice. Edith soltaría la primera dosis de «tienes que» y luego volvería hacia la cocina enarbolando el rostro de «que conste que ya te dije». Y para eso estaba Camilo, porque se necesitan testigos en estas situaciones. Todavía un estudiante, Camilo sonrío al pensar que aunque esto pasa todos los días no había forma de estar inmunizado. Y eso era bueno porque le producía exactamente eso, una sonrisa.

Sus padres eran muy diferentes y esa contraposición se demarcaba claramente cuando se discutían las finanzas. Al terminar la universidad, Camilo abrió una cuenta de ahorros y entonces Edith y Julio sintieron la necesidad de tener una conversación con él. Este último eligió conversar sobre el tema mientras lo llevaba a una de sus entrevistas. «Ahora que vas a empezar a tener plata, la gente va a querer que les prestes dinero. Y está bien porque vos sabes cómo funciona eso, pones un interés y hasta puedes salir ganando. Pero recuerda: sólo tienes que prestar plata a alguien si sabes que cuando ves a esa persona a los ojos eres capaz de quitarle ese dinero por la fuerza». Como buen hijo de Julio, Camilo guardó silencio mientras era sermoneado. Su madre fue mucho más casual y empezó a conversar en una tarde de jueves cuando entró a dejar la ropa doblada. Para Camilo, es imposible recordar cuál fue el inicio o el fin de una conversación con su progenitora, cambia de tema tan rápido como uno pasa las publicaciones de Facebook, pero lo que se le quedó fue esto: «No le prestarás nomás plata a cualquiera, yo sólo presto a la gente a la que pudiera regalarle esa plata si me pidiera».

Sin haber experimentado tanto de la vida, pero contento con el hogar que tiene y sin mayores ambiciones, Camilo siempre prefirió el consejo de Edith. En el fondo esa era la razón por la que Julio se había casado con ella.

 

Mercedes

Eran las seis, el sol saldría dentro de poco. Las uñas afiladas y destartaladas se presionaron entre sí mientras Mercedes tiraba del alambre que encendió la luz. Recogió el brazo estirado y con la otra mano lo cubrió de edredón. El viento silbaba fuera de su casa y se insinuaba por la rendija que quedaba entre un vidrio que apenas se sostenía en el marco de madera. El frío hería y tendría que dejar pasar unos pocos minutos antes de aventurar la piel fuera de la cama.

Durmió mal aunque suficiente. Su mente estaba un poco ansiosa, atenta pero de mirada lejana. Inhala, exhala, inhala, exhala. No dirigía su respiración, nada más la contemplaba. Así era la vida de Mercedes, un dejarse llevar que no era bueno ni malo. La amargura de no poder volver a dormir la golpeó por un momento. Esos segundos en que la miseria de uno no se deben a nada sino al hedor que tiene la vida durante instantes totalmente azarosos. Sintió los músculos de su espalda interrumpidos por dolores. Le molestó un dolor en el oído izquierdo. Trató pero no tuvo, entonces recogió lo que quedaba de saliva con su lengua y, finalmente, tragó. Sintió que estaba congestionada y empezó a repasar las pastillas que debía tomar. El montelukast de las siete y media, el ibuprofeno con las tres comidas y la cetirizina antes de dormir. Vació el último blíster de pastillas hace dos semanas, pero si algo dura más que la plata son los buenos hábitos.

Dirigió la mirada hacia la lámpara. Su rostro libero algo de tensión acumulada en la noche con un pequeño tic en la orilla lateral del ojo derecho, el que tenía pegado a la almohada. Contra todo pronóstico, volvió a dormir tras cerrar los ojos. Su cuerpo hizo espacio para más cansancio, sus pestañas acumularon otras tantas legañas. Mercedes no iría al trabajo ese día. No vestiría de negro, su diadema no peinaría su delgado cabello, las mangas largas se quedarían en el cajón.

¡Mercedes! ¡MERCEDES!

¿Eres libre?

«¿Eres libre?» A veces Arya me confunde cuando habla. Su inglés es imperfecto como el mío pero su idioma natal, a diferencia del español, tiene una estructura gramatical sustancialmente diferente de las lenguas romances. «¿A qué te refieres?», le digo. «Creo que eres más libre que las demás personas, psicológicamente». Siento en mi rostro los músculos contraerse para entregar una expresión entre triste y frustrada, pero en el fondo me alegra que me digan esas cosas. Y es generalmente una linda sorpresa cuando te lo dice alguien de quien no lo esperarías. Me pasó algo similar cuando la Pao, una excompañera de la universidad, me dijo que soy «bien despierto».

Pero yo no me siento más libre que el resto, al menos no fue lo que me pasó por la cabeza al escuchar la pregunta por primera vez. Al contrario, si algo se ha incrementado en mi vida con el pasar de los años es esa sensación de opresión que viene cuando uno tantea la realidad. ¿A qué me refiero? Pues a varias cosas que a muchos de ustedes les resultan familiares: los compromisos sociales, las facturas, las deudas, pero sobre todo a la decisión difícil de tener que decidir entre que la realidad se adapte o adaptarse a la realidad. Ahí estaba yo, huyendo de unas cuantas cosas en mi pasado, en una nueva ciudad donde no conocía a nadie, e hipotecando el futuro para poder vivir en paz. A muchos no les parecerá coherente que hable de hipotecar mi futuro cuando estoy estudiando a expensas del Estado, pero el hecho es que me toca regresar a mi país y trabajar el doble del tiempo estudiado para que a mi familia no le caiga la deuda. Eso es algo nuevo para mí, porque hasta ahora yo he sido de las personas que, intencionadamente, no tiene nada que perder. Esa era parte de la libertad que me permitía decir lo que pienso aún a costa de mi futuro (y no el del resto), la libertad de abandonar un trabajo cuando va en contra de los principios personales, y así…

«¿Has escuchado del mito de la caverna? —le digo a Arya—, lo escribió Platón». Al comienzo no sabe de qué le hablo así que le cuento un poco. El mito de la caverna es una alegoría que cuenta la diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo real. En la historia, hay un grupo de personas que están atadas en una caverna de pies y manos, a sus espaldas arde un fuego que les muestra sombras del mundo real. Un día, uno de los hombres logra liberarse y observa fuera de la caverna. Tras la confusión inicial ¡Eureka! Entiende la diferencia entre lo que veía y la realidad. Al regresar a la cueva, el hombre trata de explicar a sus compañeros lo que había visto, pero al no tener otra referencia que las sombras en la caverna, los hombres no sólo que no le creen, sino que piensan que está loco. De verse forzados a salir de la caverna, tal vez matarían a golpes a nuestro héroe y se volverían a amarrar.

Arya conoce la historia. «Eso es lo que se siente ser libre», le digo. «It’s painful, not cool».

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Ruraleando no tan lejos de casa

Algunos toros sí se acuerdan de sus tiempos de ternero, tal era el caso de Rodrigo. Poco antes de finalizar el semestre, juntó a sus alumnos de último año y les contó sobre los inicios de su vida profesional. Los estudiantes tendrían un año de internado hospitalario antes de trabajar solos, pero esta sería, quizá, la última oportunidad de hablarle a todo el grupo. A los pocos días de haberse graduado, en épocas sin Internet, Rodrigo y su socio alquilaron una oficina en el primer piso de un edificio ubicado en el centro-norte de Quito, a pocos metros de donde cruzan las avenidas 10 de Agosto y 18 de Septiembre.

Al consultorio, equipado con material básico, llegaron unos pocos incautos que fueron atendidos con grandes dosis de profesionalismo y rigor. Sonriendo, el ahora diabetólogo detallaba el set de exámenes que enviaba a sus pacientes para —aprovechando el tiempo entre cita y cita— estudiar a profundidad los signos y síntomas de cada uno de sus enfermos. “Así se empieza guambras”. Guambras, es decir guaguas crecidos, o sea jóvenes.

Las piernas estiradas y la cabeza gacha, me acordaba de esta historia mientras esperaba al próximo paciente en mi segunda semana de medicatura rural. ¡Boom! Un fuerte golpe de sonido me devolvió a la realidad. Mi cerebro trataba de averiguar qué podría haber causado un estruendo en la pared trasera cuando, a los pocos segundos, la auxiliar del ministerio irrumpió en el consultorio. “¿Sí oyó, doc?”, preguntó con cuello y brazo extendidos; y la mano agarrando fuertemente la manija. “¿Qué fue eso?”, le respondí con un rostro de confusión tras haber asentido en silencio, un gesto que seguramente heredé de mi padre.

Caminé hacia parte exterior del consultorio y me senté en la sala de espera tratando de encontrar alguna explicación. Ahí me puse a conversar con mis otros compañeros —seguramente el odontólogo, la obstetriz, mi jefa o la enfermera tendrían alguna idea porque, a diferencia de mí, ellos ya llevaban algún tiempo trabajando en Nayón—, en esas estábamos cuando un hombre pequeño, en sus setentas, entró con pasos cortos al centro médico. Su ropa estaba humeando y se había chamuscado la mitad del cabello. El “boom” —dijo el anciano en un español que me recordó a mi infancia— provino de un tanque de gas que había explotado. El consultorio está ubicado a pocos metros de una empinada quebrada y el recién llegado había demorado un poco porque vivía justamente en el accidente geográfico que divide Nayón y Zámbiza.

Nada más verlo, empecé a sumar de nueve en nueve. Uno puede estimar rápidamente la superficie corporal afectada por las quemaduras porque la cabeza, cada brazo y pierna, la barriga, el pecho y sus contrapartes posteriores, todas representan aproximadamente un 9% de la piel expuesta. El 1% restante se atribuye a las partes que cubre el calzón moderno. El tipo de quemadura y el porcentaje de área afectada, determinan la gravedad de un paciente. El “abuelito”, así sería conocido de ahora en adelante, usaba poliéster; un tipo ropa que se adhiere a la piel tras el contacto con las llamas. La escena no pintaba bien. Esperé a que le tomen los signos vitales y, antes de examinarlo, ya andaba diciendo que vamos a tener que llevarlo “al Eugenio”, o sea al hospital de especialidades.

“Ya fuimos a hablar con los policías, doc. Ya están pidiendo permiso para ver si le pueden llevar al señor en la camioneta”, me dijo la auxiliar como si eso fuera normal. Y sí era, las ambulancias son escasas y rara vez llegan al pueblo. Hice cara de no haberme sorprendido y seguí con el examen físico. Llené una hoja explicando lo que sabía hasta el momento y le expliqué al abuelito lo que le iba a pasar. Me traté de enterar un poco de su vida porque, a diferencia de lo que pasa con los que estamos atrapados en los tiempos modernos, internar a un paciente en un sector rural puede generar inconvenientes que hacen que el paciente huya despavorido del consultorio. Muchos ancianos viven con su pareja o enviudan y viven solos. Este, según lo que entendimos, vivía con su hermana y ella había salido de casa en la mañana. No sé si se habrá enterado de la hospitalización de su hermano porque dudo que hayan tenido un teléfono. Seguramente vería la explosión en la casa y preguntaría en el centro de salud qué mismo es que pasó.

La camioneta doble cabina llegó al poco tiempo y yo agarré el puesto del copiloto mientras que el abuelito, y un segundo oficial se sentaron detrás. De cuando en cuando, el paciente se quejaba de que le quemaba la piel y tocaba controlar que no le abran mucho la ventana porque, sin la capa superficial, podía perder mucho calor corporal. Tomamos la autopista oriental y tras un corto viaje, que a mí me parecieron horas, llegamos a mi ex-hospital.

Ahí estaba yo con la autoridad investida por el “Dr.” a la izquierda de mi nombre. Los internos médicos me trataban con un respeto reverencial que solo se aprende en la Universidad Central. No era algo que me haya hecho sentir particularmente cómodo. No es difícil darse cuenta que, hace menos de un mes, era yo el que recibía las transferencias en esa misma sala. Me contemplé en esos apuros con nostalgia e hice lo posible para que los detalles de la condición del abuelito obtengan la atención necesaria. Los pacientes quemados son extremadamente delicados. Tuve que subir al piso de cirugía plástica a buscar al médico de turno para que bajara a examinar a mi paciente en emergencia; para ese entonces la patrulla ya me había abandonado y me quedé un buen rato hasta que todo estuviera terminado. Acabé el día en el mismo sitio donde me había formado como “doc”, caminé a la parada del bus donde se vende ropa con descuento. Vi a la distancia mi transalfa y esperé a que, por dios, se detuviera en la parada. Ya me había quitado el disfraz de médico y tomé un asiento en la ventana derecha. El hospital se despidió de reojo y me quedé pensando en cuán extraño puede ser un día que uno pasa ruraleando.

Green College’s Coffee House!

Son las diez de la noche en Vancouver (media noche en Ecuador) y eso significa que estamos a minutos de que se cumpla el primer mes del despegue del avión que me trajo aquí, tiempo más que suficiente para sentir algo de nostalgia. Tras el shock inicial —como buen hijo de mi patria, a mis veintinueve seguía viviendo con mis padres—, hoy puedo decir con orgullo que uno de mis compañeros nuevos en la residencia pensó que yo era de la camada antigua porque parezco conocer muy bien dónde está todo. Ciertamente manejar los espacios es importante, pero también es lo menos complejo. Es la otra dimensión de nuestro universo la que realmente me preocupa ahora que estoy viviendo en Green College: el tiempo.

Usualmente las personas andan con un máximo de cuatro materias porque son muy demandantes, muchos eligen dejar una o dos para hacer más llevadera su situación; pero dado que estoy aquí no con mi plata, sino con la de ustedes queridos mandantes, yo debo acabar mi carrera en el menor tiempo posible. Para empeorar la situación, en este trimestre se me ocurrió inscribirme en una quinta materia porque el profesor en un par de clases iba a ser Joseph Stiglitz. Todo esto sería manejable de no ser porque (como dice el cantante): «en el mar, la vida es más sabrosa».

Green College es una residencia donde viven exclusivamente posgradistas, profesores y posdoctorantes. Además de tener una vista al mar que a uno le hacen querer poner pausa a la vida, es un espacio de esparcimiento intelectual. Cada lunes, uno de nuestros residentes brinda una charla sobre su trabajo, o algo de interés y cada martes alguien de fuera de la residencia, pero con un perfil similar, hace lo mismo. La cosa no acaba ahí: clases de salsa, dibujo, excursiones, observación de aves, break dance o cualquier otra cosa que una de las cien personas que vive aquí te puede enseñar son parte del menú.

Hace menos de treinta minutos, acabo de regresar de mi primera Coffee House, un programa de dos horas donde cualquiera de los greenies —léase «grinis» en castellano— se inscribe para demostrar su talento. Seis minutos de gloria. Una media docena de personas cantaron con su instrumento favorito, y en muchos casos me sentí en una cafetería escuchando música en vivo, hubo también un sketch de comedia, una lectura sobre acordeones (aquí es cuando extraño ser proeficiente en el manejo del idioma) y otra de poesía, Arthur tradujo al inglés «Embriagaos» de Baudelaire:

Hay que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso: es el único problema. Para no sentir el horrible paso del Tiempo que quiebra vuestros Hombros y os curva hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las escalinatas de un palacio, en la hierba verde de una cuneta, en la soledad sombría de vuestra habitación, os despertáis, con la embriaguez disminuida ya o desaparecida, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os responderán: ¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como gustéis.

Danza, improvisación, dibujos en vivo y al final un sing along, todos cantando la misma melodía compuesta para la ocasión. Debo sentir que me sentí chiquito entre tanto cerebro y a la vez feliz, es un deleite estar entre gente que ha sabido cultivarse. Supe que va a ser realmente triste tener que partir. Un poco embriagado de placer, y sin pensar mucho en los detalles, les confieso que —a pesar de haberlo olvidado ya— siempre quise un hogar así.