Ponerse de pie

Hoy leí mi primera publicación en inglés después de haber llegado a Vancouver y me reí un poco de mí mismo. La persona que escribió eso estaba emocionalmente afectada, eso es claro. Mi estadía acá ha sido sobre todo catarsis. Mi último año en Ecuador fue, para usar las mismas palabras que Rafael, «intenso» y eso a veces conlleva guardarse las cosas adentro para poder seguir luchando.

A menudo me quejaba de sentirme solo, incluso con personas a mi lado pero una cosa es hacerse el profundo y otra diferente es regresar a ver a las paredes del cuarto y saber que detrás no hay nadie que esté pendiente de ti. Mis dos últimas relaciones amorosas han sido estables, no he estado soltero en siete años y nunca, desde que nací, me he despegado de mi familia. Quizá yo pase por lobo solitario frente a las personas que me quieren y se preocupan por mí pero su presencia siempre alivianó mi carga, tal vez no les decía lo que pensaba, pero está claro que uno no procesa las cosas del todo cuando tiene un hombre al cual poderse arrimar.

Creo que lloré hasta por mi primera ex, en serio. Lloré por miedo a regresar a casa y por las amistades que perdí antes de venir aquí. Es fácil dejar correr las lágrimas cuando nadie te ve y estás en un ambiente seguro donde nada te puede lastimar. Así se siente esta ciudad, y es por eso que mi primer texto me causa tanta risa. Se me lee tan asustado y necesitado, me pregunto cuántas primeras impresiones erróneas causé. No fue sino hasta inicios de mi tercer mes que me sentí completo y mi personalidad volvió, aunque ahora hablaba inglés. Aparentemente es un caso atípico porque uno cambia de personalidad según el idioma que le toque hablar.

Lo que estorba hace falta. Ando extrañando las fiestas de Quito, yo que siempre me quejaba de esa época de venas dilatadas. Busco en internet las canciones más nuestras que uno puede imaginar, mi espíritu ha sido poseído por un conductor de bus de la frecuencia Quito – Latacunga. Cambié de hábitos, ahora he afinado el oído para encontrar en el radar alguien que hable español, totalmente opuesto a lo que me pasaba en la plaza Foch. Es como dicen, uno va cargando en la maleta el país de uno, pero sin poder desempacar.

Me hace falta sobre todo la gente, los núcleos sociales nuestros son más grandes y menos correctos, en otras palabras: sin bullying no hay amistad. Acá la cortesía rebasa lo prudente y se convierte en una capa extra de hielo que ¿hay que romper? Los círculos sociales tienen nexos más laxos y todo el mundo es tu amigo, pero no es pana. En Ecuador, hasta la policía te vacila.

Como la mayoría, atravesé unas cuantas crisis nerviosas cerca de mis veinte. Tenía miedo de morir y eso me quitaba el sueño (literalmente). La ansiedad es un círculo, más que vicioso, perverso. Cuando las manos te sudan y el corazón se acelera, es difícil pensar que tus temores no son reales, terminé en un cuarto de emergencias con una presión arterial sistólica de 180 (o sea alta) y un doctor mirándome con desdén tras haberme recetado un calmante. Creo que me vi como un futuro paciente psiquiátrico y no me gustó, así que decidí terminar con eso. Una noche decidí aceptar mi muerte, fue la única manera que encontré de poder vivir en paz. A diferencia de lo que le pasa a varias personas ni se me cruzó por la cabeza la idae de matarme, para mí aceptar la muerte era que todo dejaba de importar. Esa vacuidad fue mi amiga. Los vacíos permiten sacar el sabor a la vida —sino pregúntenle a mi papá cuando lucha con el tuétano— y ha sido lindo volverme a encontrar, pero la vida es un latido constante entre ser y compartir. Y mi corazón empieza a expandirse lentamente otra vez.

 

Ronald Deibert y Joseph Stiglitz

El ventilador de la computadora (que me ha valido un par de reclamos en conversaciones de voz sobre IP) acompaña al ruido del agua al caer. Ya cesó la lluvia, pero habemus sonitus porque inercia. Uno de los canales está generando la caída continua de gotas, parece un corazón acelerado, con una frecuencia intermedia entre el pulso adulto y el pulso fetal. Por allá se oye otro tiempo, es irregular. El agua se desliza por los ramajes de los árboles y producen un ritmo similar al de la madera que se quiebra bajo el fuego.

Ronald Deibert y Joseph Stiglitz se sientan uno a cada lado, ambos vestidos de negro pero con variaciones minúsculas del tono naranja en su traje, ¿será que eso vende? No se hablan, su mirada va en direcciones distintas. A Joe, como le dicen sus amigos, todo el mundo lo conoce. Ganó el premio Nobel de Economía, predijo dos crisis mundiales, lo invitan a todas las zonas horarias por igual. Se puede dar el lujo de olvidarse de la industria editorial y publicar su nuevo libro en Internet porque «la propiedad intelectual es parte del problema». Quizá quiero hablarle de eso, quizá eso llame la atención de Deibert.

Ronald es muchas cosas pero es una la que importa, él dirige una agencia de inteligencia. Seguramente está en la lista de objetivos principales de tantas otras, pero la de Deibert es diferente, él trabaja para la gente. Citizen Lab, en la Universidad de Toronto, es un centro de investigación interdisciplinario que estudia la intersección de el Internet, la seguridad global y los derechos humanos. Es un sistema de alerta temprana para los ciudadanos y un dolor de cabeza para las organizaciones que atentan contra la libre expresión, la libertad individual, el derecho a la confidencialidad; sin importar si se trate de grupos ilegales o instituciones gubernamentales. También se ganó un premio.

Stiglitz habla de economía. «Estoy feliz de haber podido realizar los cambios que hice cuando fui parte del sistema», hay un sistema y se debe cambiar. Trabajó formalmente como asesor del presidente Clinton y del banco mundial. Todo el mundo le consulta de forma informal. A Ronald, los correos le llegan cifrados. La gente usa su llave PGP para enviarle correos con la esperanza de que muy poca gente —ojalá sólo él— lo pueda leer.

Ven historias antes que sucedan, las vuelven a narrar porque resultaron ser. Porque todo el mundo sabe que los verdaderos profetas no se autoproclaman como tales, sino que se los descubre por el trabajo que ellos, y no nosotros, pueden entender. Pero sin mí ellos no pueden entenderse, sin mí están a una distancia que es muy difícil de guardar, su dimensión social es muy distinta y, sin embargo, Ronald Deibert y Joseph Stiglitz se sientan uno a cada lado, ambos vestidos de negro pero con variaciones minúsculas del tono naranja en su traje. Espero, por el bien de todos, ser un buen anfitrión.

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Chapo

Quizá uno de los placeres más baratos de la vida —como son casi todos los de la infancia— es el chapo. Para quienes me leen desde otras tierras, les cuento que el chapo consiste en una masa de consistencia similar a la del pan (antes de hornearla) pero de un sabor dulce que se encuentra en algún lugar entre la cebada y el chocolate. Me puse a escribir un artículo en Wikipedia sobre el tema, porque las futuras generaciones no pueden quedarse sin chapo. Esperemos que un poquito más de tiempo y paciencia, me permitan insertar referencias, fotos y diferentes tipos de preparación.

La base del chapo es la máchica. La cual es una harina hecha con cebada tostada y molida. En Zumbahua, zona rural de la provincia de Cotopaxi en Ecuador, hay muchos indígenas. Yo los conocí cuando atendía pacientes enfermos crónicos —viejitos que vivían con sus animales y, a veces, con su pareja— y niños desnutridos. Varía, pero por regla general las casas son bastante modestas y pequeñas. Casi todas estas casas tostaban cebada usando leña y después, haciendo uso de un cuenco de piedra y, bueno, otra piedra, molían la cebada tostada para crear lo que en Ecuador conocemos como máchica.

En Quito, nos llegaba ya fría y empaquetada en funda, pero todavía la teníamos que cernir, entonces extendíamos dos ejemplares de El Comercio en la mesa y empezábamos a pasar la máchica por un cernidor bastante amplio de borde de madera —que tenía el tamaño de una pandereta—, botábamos el afrecho y nos quedábamos con una máchica bastante fina. Mientras yo cernía la máchica, mi mamá calentaba el chocholate en leche y lo batía con un molinillo de madera. Me tocaba reemplazarle porque nosotros mezclabamos el chocolate con queso mozarella. Antes de que hierva el chocolate —o la leche para mezclar con nesquik cuando no había chocolate— cortaba la Nancy los quesos en tiras de cinco por medio centrímetros y las colocaba al fondo de cada taza.

Entonces le caía el cholocate hirviendo y esperábamos un rato para que el queso hiciera vetas, enseguida unas dos o tres cucharaditas de máchica y a mezclar se ha dicho. Hay que tener cuidado porque si uno mezcla muy pronto o muy tarde, el queso no hace vetas en el chapo, que es precisamente lo más rico. También se debe tener buen ojo para poner la cantidad adecuada de máchica. He escuchado que en la mayoría de casas no le ponen queso y para mí eso es inconcebible, pero en todo caso facilita la tarea de encontrar el equilibrio entre el líquido hirviente y la máchica. Como ya les dije, a veces se usa leche y chocolate en polvo, en otras casas le ponen panela y no azúcar y en Zumbahua, casi siempre es agua o leche con panela.

Ya conversé con mi mamá y, la próxima vez que hagamos chapo, vamos a tomarle fotos al proceso para subirlo todo a Wikipedia —con una licencia libre de creative commons— para que todo el mundo, literalmente, pueda ver. Ojalá comenten en este artículo con sus propias recetas, variantes o referencias para mejorar el artículo de Wikipedia.

¡Larga vida al chapo!

Tiempo

Mudarse de casa es ordenar el pasado, lo sabré yo que durante la jornada me ha tocado reorganizar cinco cartones de libros, cuadernos, cartas y copias, muchísimas copias —porque en Ecuador hemos legalizado la piratería de facto—. Les soy sincero, no sé donde poner cada cosa. Tengo un rollo de unos cinco centímetros de radio, son hojas pegadas una tras otra para construir, a pedido de la Dra. Flor Rubio, una línea histórica con los hechos notables que hicieron Ecuador. Está ese libro que encontré en la tienda del colegio, cercenado a la mitad por tener, me dijeron, un pequeño error editorial. Cada una de esas páginas tiene, a cada lado, un pedazo pequeño de cinta scotch, porque un libro partido en dos es libro igual. Tengo también muchos «te quiero», «te amo» y variantes de esa ambigua línea que divide el amor y la amistad, anuarios del colegio, stickers y recuerdos que les habitan.

Prefiero que mi pasado sea menos como una billetera y más como un bolso de mano, donde uno hunde el brazo buscando algo pero saca azarosamente una pelea, una dedicatoria, un proyecto terminado. Que feo debe ser dar vuelta y ver todo ordenado, un ayer muy explícito puede servir de pretexto para seguir en ruta el día de mañana, por eso los árboles esconden sus raíces, para crecer por donde sale el sol y hacer maletas.

Este inventario me duele otro tanto porque, si así lo quiere la entropía, en poco más de un mes me encontraré viajando al Green College de UBC y habré de decidir qué de la vida llevo en el equipaje de mano. Si la foto de ese momento perfecto o la carta que se redescubre en cada lectura, porque uno amanece cada día nuevo. ¿Hay cómo hacerle origami al pasado y meterlo todo en una maleta más pequeña? ¿vale la pena? ¿Qué sería del hombre si pudiera reunir —en un no instante— al bebé, el niño, el hombre y el mayor? Que no sea hipérbole eso de no tener tiempo.

 

Los libros son mejores que las vacaciones

Pediste vacaciones y volviste a la oficina más cansado que al salir. Te ha pasado y la razón es simple: tus días como consumidor no se detienen durante las vacaciones, se intensifican. Planificar el viaje, contratar la agencia, pagar los boletos, escoger el hotel, verificar que haya internet, sacar plata por adelantado si no hay cajero porque ¿efectivo o tarjeta? Tu mal llamado asueto no es sino la culminación de la «libertad» que el capitalismo ha preparado para ti.

Desde los seis años no has parado. Jardín de infantes, escuela, colegio, universidad, trabajo, más universidad, tal vez matrimonio, trabajo. Para ti «desconectarte» es apagar el celular el tiempo que aguantes antes de encender la tablet. Nunca has tenido la oportunidad de sencillamente vivir sin estar detrás de algo o alguien.

¿Has visto la película «Click»? Morty, interpretado por el brillante Christopher Walken, le regala a Paul (Adam Sandler) un control remoto con el cual puede surfear a través de su propia vida para saltarse las partes calamitosas, aburridas, molestas o conflictivas. Todo va muy bien hasta que un buen día el control remoto —una vez guardadas las preferencias del usuario— decide adelantar capítulos sin que se presione botón alguno. Tú eres Adam Sandler y el control remoto es tu cerebro. No puedes esperar que el control no adelante capítulos durante las vacaciones si lo has programado durante toda tu vida para hacerlo. Te encuentras acostado en una hamaca frente al mar, pero tu cerebro está en el futuro, repasando los detalles del informe que debes presentar al volver. Juegas pin pong y un poco de billar pero tu control remoto está ya calculando si lo que tienes en el bolsillo alcanzará para pagar la  factura en el check-out.

Viajar —huir— siempre parece buena idea, pero en verdad es sólo llevar al control remoto de paseo. Para disfrutar realmente de tus vacaciones, debes hacer del descanso un hábito diario. Y no hablamos de simplemente tener tiempo libre —que se diferencia del trabajo porque al menos en este último te pagan por tu alienación— como dice Bob Black, uno debe valorar el valor de la pereza, pero «nunca es más satisfactoria que cuando sirve de intermediaria entre otros placeres y pasatiempos».

El ejercicio, la ejecución del arte, y la contemplación son vacaciones diarias. Y entre estos últimos la lectura es un deleite exquisito y adictivo que logra apagar esas alarmas inconscientes que nos recuerdan los mensajes del celular o los pendientes en el correo electrónico. Una investigación realizada por Mindlab International, demostró que leer (ficción) es más relajante escuchar música, tomar una taza de té, o incluso caminar. La American Library Association incluso promueve la biblioterapia como un tratamiento para la depresión no severa, después de ver al médico en lugar de ir a la farmacia, vas a la biblioteca. “La capacidad lectora modifica el cerebro”, dice el neurólogo Stanislas Dehaene —reprograma el control remoto.

Y como al mal paso más vale darle prisa, les quiero dejar un libro que me ha gustado mucho y que, de paso, lo pueden compartir con niños y grandes por igual, para que empiecen a descansar desde hoy:

Pequeño hermano