No puedo cambiar el mundo, tú tampoco

Crecer en América Latina te marca. Sea porque, de pequeños, todos vamos a misa —o por estar rodeados de figuras políticas fuertes como protagonistas de la historia—, uno madura creyendo que ser héroe puede ser hasta profesión. Somos esas historias que nos cuentan de pequeños. A eso le restas las epifanías (trágicas o gloriosas) de la vida y tienes al adulto promedio. De ahí deriva que la mayoría de ecuatorianos creemos que hace falta la persona correcta en la presidencia. O que en la vida baste seguir el corazón sin importar dónde nos lleve. Nuestra mitología moderna, sea que decidas creer en el poder de la política, la tecnología, la ciencia o la oración, es que pequeñas acciones personales pueden cambiar el mundo.

Y no es una cuestión de nuestra región únicamente. El programa en el que estudio tiene de eslogan «become a global change maker», cambia al mundo. Una de mis compañeras me contaba una infidencia. El profesor estaba revisando las aplicaciones de los nuevos postulantes, muchos de ellos coqueteaban con esa idea. Él se burlaba. «¿Creen que porque eso está en la página web de verdad van a cambiar algo?». «No sea así», le respondió. «¿Ah sí, Zameena? ¿Cómo va el problema de la cafetera?» Pues nada, en el edificio donde estudiamos hay una cafetera aniñada y no quieren que la usemos. Porque el aseo, porque los implementos, porque no aportamos lo suficiente. La verdad es que compramos mucho café pero nos olvidamos de firmar, y la señora que se queja lo ha hecho desde el día uno.

En mi primera semana en el programa, dije que yo vine por esa visión que compartió John Robinson en su charla TED. «Que las universidades, por ser un sólo cuerpo, pueden tomar acciones y…» Fui interrumpido. Toda la primera fila —directivos y docentes— se reía. Menos mal me dieron una explicación: es imposible ponerse de acuerdo para gobernar la universidad. Al poco tiempo renunció el presidente de UBC y pasaron meses antes de que uno nuevo se instalara.

Yo mismo venía huyendo de Ecuador tras la fea experiencia de sentirme acosado por «radicalizarme». No se asusten, es sólo una palabra extrema. Lo que en realidad había hecho era divulgar información sobre vigilancia que era de dominio público. Tal vez tratando de aplicar en la vida real el concepto de mi cuento sobre el bullying (a la clase política) como un camino al desarrollo. Hubo gente que vio que estaba asustado y me ofreció ayuda pero la gran mayoría ¿y por qué sería diferente? no se enteró o tuvo un miedo tan paralizante como el mío. Y mientras más tiempo ha pasado (y menos calientes andan las pasiones y resentimientos) veo algo de forma más clara. «Cambiar el mundo» es el resultado de una tormenta perfecta. Sea que se refieran a hacerle frente al calentamiento global, al crimen privado, corporativo o estatal, a defender los derechos de la naturaleza; hay muchas cosas que deben suceder.

Cuando alguien quiere cambiar el mundo, al punto de pensar en volverse mártir (aunque sea de forma simbólica), usualmente piensa que existe una solución directa y evidente. «La gente tiene que dejar de usar petróleo», «no tienen que explotar el Yasuní», «hay que quitarles las armas a todos». Que en la mayoría de casos, es culpa de un grupo de poder interesado y de la ignorancia popular. No piensan que la gente es bruta, nada más entienden que no saben lo suficiente. Pero incluso en este escenario, las cosas son mucho más complicadas.

Si la gente no sabe ¿se le puede enseñar?
Se se le enseña ¿le importará?
Si le importa ¿hará algo al respecto?
Si hace algo ¿tendrá un efecto en el grupo que ostenta el poder?
Si el grupo de poder es afectado ¿realmente son ellos quienes toman la decisión final? ¿existe una alternativa viable?
Si existe una alternativa viable ¿es el momento adecuado?

Y con esto último me refiero a que los políticos también tienen su propia trama. Ellos también tienen que conseguir recursos y hacer lobby con gente más poderosa que ellos. Un sistema democrático legítimo puede poner en riesgo los puestos de la clase política pero jamás podrá superar las ofertas millonarias de un grupo de poder que no es elegido de forma popular. Uno puede reunir gente y hacer bulla pero es mucho más difícil reunir plata y comprar consciencias (en el buen sentido de la palabra, si es que eso es posible).

Ante esto hacen falta acciones concertadas:

Si la gente no sabe: educar siempre
Para que le importe: escuchar la voz de todos
Para que actúe: empoderar a las acciones ciudadanas
Para que el poder reaccione: que haya una justicia independiente
Para que sean los elegidos quienes respondan: que haya transparencia
Para que las alternativas funcionen: que haya investigación continua
Para que sea el momento adecuado: estar listo siempre, toda la vida

Sin embargo, ese no es el fin del problema, sino todo lo contrario. Cuando la cúpula de Alianza País —el partido de gobierno en mi Ecuador— se reúne, sabe que están quitando a unos y dando a otros. Muchos están convencidos de estar cambiando el país, de estar haciendo justicia, de que son mejor a cualquier alternativa. No estarán de acuerdo en todo pero habrá tres cosas que les convenza de que están haciendo «algo» bien, y eso les basta. Saben que no pueden tener todo. Las utopías no siempre convergen, y si todo el mundo sigue su corazón, y lucha, tendremos exactamente el mismo embrollo.

Con mucho trabajo, sin héroes, sin soluciones simples, sin garantías. Con diálogo entre sueños opuestos, con concesiones. Negociando lo que dice el corazón.No es algo que se pueda hacer sólo y, si pudieras, ¿lo harías? Quisiera decirles que yo sí, pero mentiría. Me gustaría participar ocasionalmente para que podamos tener algo parecido a eso, pero no toda una vida. Aunque sea tarde, me doy cuenta que me inclino más por poner mi granito de arena en esa suma que nos hace humanos. En las narrativas colectivas que compartimos y en las epifanías que nos agregan o restan valor.

No quiero cambiar el mundo primordialmente porque ya no lo siento mío. Es de quien cuente la mejor historia sobre el significado de la existencia. En un espacio donde todos aprendemos una diferente, donde cada persona evoluciona en forma distinta y, aún más importante, no tiene otra salida. En ese mundo, hay dos cosas importantes: contar esas historias y escucharlas.

Si tuviera que dividir mi vida en capítulos

Empezaría con mi infancia, con esas épocas donde vivía con mi abuelo dentro de casa. Cuando mis dos tías eran vecinas y madres, mis primos y primas nuestros hermanos. Comenzaría por dibujar, quizá, el mapa de mi Quito. Con mi casa en el centro, el condominio donde vivía la tía Fanty como límite superior y la casa del Robert en el margen de la base. Hay detalles que no podría olvidar: el potrero desde donde nos manchábamos los pantalones de verde, por usarlos como resbaladera. La cancha de ecuavóley donde jugaban mis tíos, donde el Christian y yo jugamos fútbol, el potrero de atrás donde los grandes jugaban a las canicas. La cancha de frontón donde corríamos con (¿de?) los perros del Gilberto. Ahí aprendí a pegarle a la pelota de tenis con una raqueta de la que estaba muy orgulloso. Era negra y se veía mejor que la raqueta de mi hermana, que ella había coloreado con pintura de cerámica. Ese capítulo incluiría el dinosaurio que yo pinté, primero de negro, y después con verde y dorado usando los dedos de las manos. Atreviéndome a usar el pincel sólo con los ojos, sólo con blanco y negro. Porque la que era buena para eso era mi hermana. Esa infancia donde nuestros papás nos llevaban a un nuevo bosque cada fin de semana, o sino a tomar un «zanzibar» cada mes (y yo pedía helado de chicle).

En esas épocas, todavía vivían mis tres abuelos, un día la abuelita Carlotita me regaló una manzana y yo la mordí porque se veía bien, pero por dentro era arenosa. Esperé que se fuera y la boté en el jardín donde estaba plantado el árbol de capulí. Me metí en el cuarto del ñaño Washo a ver televisión. El retrato de mi primo sobre los parlantes, el equipo de sonido, la televisión. Siempre en ese orden. Y mientras me perdía en algo parecido al chavo del ocho, mi abuela recogía la manzana que yo había tirado, la limpiaba y la tenía entre sus manos. Es que los niños, y no importa cuánto se diga lo contrario, somos desalmados. Qué no diera ahora por sentarme a lado de mi abuela a tragarme arena, si eso me diera.

Dentro de algún momento, mencionaría las navidades y los días festivos cuando mi hermana nos organizaba para hacer un programa mejor que cualquiera que haya visto después en sociedad. Recitábamos, cantábamos y actuábamos en obras de teatro que nosotros mismo nos inventábamos. Bueno yo no, alguien se las habrá inventado. Hacíamos concursos y dábamos premios a los ganadores, nos peleábamos por las sorpresas, que no eran otra cosa que bolsas con juguetes y caramelos. Las navidades, sin embargo, eran las fiestas más especiales y ritualistas. Nueve días de rezar el rosario. Para los pequeños, nueve días de repetir el siseo que producía el latín de la abuela y reírnos cada vez que nos mandaban a callar. «Miserenobissss, ji ji ji». Creo que nunca habrá algo que construya tanta expectativa en una fiesta familiar. Quizás el tamborilero y la duda de saber si alguien añadirá más poms al final del coro. En una de esas novenas, papi Julito le dijo a la Paty que prendiera la vela antes de empezar a rezar. «No me dan permiso, papito». Mi abuelo frunció el ceño soltando un quésf; y así, con el ceño fruncido, rescató la caja de fósforos y me dijo «prende vos». Esa fue la primera vez que prendí un fósforo. Me salió al segundo intento, no tenía idea de lo que estaba haciendo pero en ese momento me salió un orgullo como ningún otro. Esa, y no otra, fue la única vez que me lucí frente a mi abuelo. No recuerdo haber tenido otras oportunidades, no recuerdo haber tenido mucha interacción con él. A diferencia de los hijos de Miguel y Colombia, mi ñaña y yo éramos familiares lejanos. Ella menos, la Ely sí había pasado su infancia en la casa de mami Coti. A mi hermana, los días de su primera infancia la cuidó la abuela. Yo tuve otra suerte.

A mí me cuidó la Vicky, por el día. En la noche y los fines de semana le tocaba a mi mami (o a veces a alguna de las tías). De vez en vez nos visitaba el Javier, el hijo menor de la Vicky, con quien yo también jugaba. Yo le quería como a un hermano menor. Tenía una forma de hablar particular que, supongo, aún me dará ternura. Es poco lo que recuerdo de ellos, me cuesta admitirlo…

El Carlos Andrés Huertas Oleas, y su hermana Karen, la mamá que no nos quería mucho y el papá que nos caía mejor. Vivían todos en un cuarto pequeño al que nunca entré. Tampoco iba mucho a la casa de mis primos. Jugábamos todos en el patio, en el césped, en la construcción a medias. En el club, que era una casa de madera que construyó el Angelito —a los quiteños nos encantan los diminutivos— el papá del Vini y el Santy. Ahí metimos una vez a un conejo, ahí vivió el Rocky hasta que mi papi lo desterró. El primer y único perro que hubo en casa en esas épocas. En esos terrenos teníamos las fiestas de cumpleaños donde una vez el Vini y yo peleamos «de chiste» usando guantes de box. Yo, hasta ahora, no sé pelear. Fingí que no me dolió mucho pero creo que luego subí a mi casa a llorar. Ahí sacábamos los juguetes, yo el camión de bomberos con la escalera plegable y el otro que, ahora que lo pienso, servía para arreglar postes. El Vinicio sacaba ese dinosaurio gigante, un T-Rex que siempre envidié, y que todavía existe en la casa del Robert en el Tena.

Estará mi dieta de pies de barbie, mi hermana siguiéndome por toda la casa. Sus accesorios, su carro playero, su tienda de acampar. A mí me dolió cuando mi ñaña regaló todas esas cosas, jamás confesé eso. Después de todo, yo disfrutaba verla jugar con eso. Uno se quiere deshacer demasiado pronto de la infancia, del coche de madera, de los transformers, de los dinosaurios de goma, de la bmx, de la pelota marca molten. Lo que queda, está fragmentado. Agarrándose de donde puede en una memoria que, por naturaleza, no vuelve atrás.

 

Cosas que pasan cuando dibujas cómics

El sábado anterior una amiga nos invitó a unos cuántos a cheesecake etc., donde hacen los mejores que haya probado jamás. Pregúntenle a mi hermana, a mí no me gustan los cheesecakes, pero el original de frutilla (sin crema) es una maravilla. Bueno, como iba diciendo, nos invitó una amiga y, a pocos metros de llegar, se me ocurrió algo: «¿Qué tal si me invitó porque tiene la esperanza de salir en otro cómic?» El día anterior me había dejado un comentario diciendo lo mucho que le había gustado las playas de Vancouver y que pensaba que era muy talentoso. Cabía la posibilidad. Claro, puede que eso no suceda porque no es la primera vez que Anupama nos invita a hacer algo en grupo pero fue justo después.

Y con otra de mis amigas, Linh, me ha pasado algo parecido. Cuando estamos conversando y de repente sucede algo chistoso me pregunta «¿vas a hacer un cómic sobre esto?». También se pone a contarme cosas y luego dice «deberías hacer un cómic sobre eso». Y la verdad eso me saca una sonrisa. Sé que mi vida haciendo cómics será fugaz —muy seguramente acabará cuando tenga que volver a tener clases todos los días y después con el trabajo—, pero me agrada mucho la idea de generar ese tipo de memoria.

Estábamos en la tienda de cheesecakes Anupama, Sana, Ida, Emma y yo. Emma es nueva en Green College, y Sana es una vieja residente, por lo que no se conocían hasta el momento. Empezaron a conversar y, como sucede en esas circunstancias, se les interrumpió en la primera pausa:

Anupama: Ups, lo siento. Emma esta es Sana, ella es una ex-greenie.
Sana: Mucho gusto.
Anupama: Emma es mi nueva compañera de habitación.
Emma: De hecho, sí sé quien eres. Creo que leí un cómic acerca de ti.

Y fue entonces cuando yo me maté de risa y Sana me empezó a golpear con sus largos y débiles brazos. Lo disfruté tanto.

Leer en un cómic sobre alguien deja una impresión totalmente distinta a la del texto. «Sí, creo que leí un correo donde te mencionaban» encierra un significado totalmente distinto. ¿Por qué? Porque los cómics se parecen mucho más a la forma en que nuestro cerebro piensa. Son mezclas de diálogos, pensamientos, e imágenes que necesariamente están incompletas.

«Totalmente», eso me dijo Jo, que es una fan de las novelas gráficas, «por eso creo que mi mente funciona de forma distinta». Jo exagera los gestos, usa efectos de sonido cuando relata sus historias, dramatiza las partes importantes. Y, por supuesto, todos amamos escuchar sus historias. Es una comunicación efectiva.

Otra cosa que sucede al relacionarse con ese mundo es que uno empieza a ser más fijón, deteniéndose a contemplar aquello que sería un bonito dibujo. «Aguanta, este sería un bonito panel.» Tomas la fotografía para dibujar después, la fotografía es fea porque la luz arruina los detalles si no tienes una buena cámara, «pero en dibujo se verá mucho más bonito». Visitar lugares bellos se transforma en anhelo, uno quiere volver para dibujar. Uno quiere andar a cargar lápiz y papel.

Voleibol, catorce años después

¿Sería cuarto curso? No recuerdo exactamente cuando, pero en uno de mis últimos años de colegio participé en la final de voleibol internacional en contra del San Andrés. Ese colegio tenía a casi todos sus jugadores como seleccionados de la provincia y entre los nuestros había, si la memoria no me falla, tres —Santiago, Roberto y David— o cuatro. No recuerdo si ellos empezaron a entrenar en la Concentración Deportiva de Pichincha antes o después de esta final, lo que sí recuerdo es cómo yo la viví: en la banca.  No jugar era la menor de dos incomodidades, tenía mucho miedo a estar en un partido. No me malentiendan, me encantaba jugar, lo hacía todos los descansos. Me encantaba entrenar y tener juegos de práctica pero temía decepcionar al equipo y con razón.

Era débil, pequeño y miedoso. Tengo esas tres certezas porque cada una tiene su anécdota propia. Cuando era un «chúcaro» de primer curso,  jugamos un partido con gente de quinto o sexto curso. Uno de ellos, amigo de mi hermana, le dijo que yo jugaba bien pero me faltaba fuerza en brazos. O sea, era gualingo —acuérdense esta palabra porque no la van a encontrar en ninguna otra parte de Internet. Pues esa es la primera anécdota, la pequeñez es un poco más obvia. En el colegio, nosotros hacíamos fila en orden de estatura. Yo era el segundo de la fila, ¡era enano! Y así fue hasta que terminé la secundaria. Un año después de mi graduación yo regresé para los juegos pirotécnicos de mi colegio y en ese día el tercero de la fila, tuvo que levantar bastante el mentón para decirme «has crecido». Finalmente está lo de cobarde. Después de entrenar cuatro días a la semana y estar en el equipo por dos años, Pablo –el entrenador— me dijo que estaba considerando hacerme «líbero», este es un jugador que ocupa únicamente los puestos defensivos. En voleibol internacional, los jugadores rotan tras cada punto y ser líbero era perfecto para gente pequeña como yo. Me acobardé, le dije que mejor no. Pablo debió haber pensado «¿qué hace este chico en la selección, entrenando casi todos los días, si no quiere jugar en el equipo?».

Claro que hubiera querido jugar en el equipo, si hubiera tenido la seguridad, estatura y fuerza para hacerlo. Por eso, a mis treinta, jugar voleibol resultó ser algo totalmente distinto. Para empezar, ¡ya puedo hacer clavados! por ser alto; lanzarme a buscar las bolas, por valiente (y porque el piso es de arena cuando juegas en la playa); y, bueno, ya era lo suficientemente fuerte cuando salí del colegio. He disfrutado tanto estos pocos días que, le tenía que contar al mundo. Aunque quisiera levantar una queja porque (a) no me dejan devolver el saque en el primer golpe y (b) debo jugar el saque a pesar de que este toque la red. Pero bueno, toca adaptarse al futuro y a las amistades.

¡Larga vida al voleibol!