Medio diario

Tras una noche asquerosa cabezear, ver la hora, scroll, scroll, scroll, bloquear pantalla, soñar con el feed de noticias, instagram, videos de youtube abrí los ojos, en ciclos. Once, una, cinco. Las cinco es buena hora. Estiro el cuello, amaso la almohada con la nuca, trueno la espalda… todo duele y los ojos arden; me detesto.

Desbloqueo el celular y empiezo la masacre. Chao Instagram, chao YouTube, chao Reddit, cerrar sesión en Twitter, iniciar sesión en Facebook, Settings, Información personal, Desactivar cuenta, Razón: no volver jamás. Renuncio. Nunca he estado más convencido que la prisa es el mal paso. Quiero que mis únicos apuros sean correr hacia la leche hirviendo, antes que se derrame en la hornilla; a la ropa que se moja con lluvia súbita de Quito; a orinar después del cine.

Me convenzo de que cambiaré las lecturas rápidas por libros. Soy comprador compulsivo y he terminado quizá uno por cada tres en el librero. Nueva regla: leo un libro, compro un libro. Tras acabar con Maus (Spiegelman), La vida es buena si no te rindes (Seth) y Virgina Woolf (Gazier & Ciccolini); por ejemplo, me doy el lujo de comprar los dos tomos de la comunidad (Tanquerelle & Benoît). En fin, leeré libros. Renuncio también a las noticias y su vástaga ansiedad infame.

Tras una noche asquerosa: la mañana. Las almohadas a manera de alfombra, mala puntería en el tacho de basura, escoger prendas entre la ropa sucia. Me detesto (y como la depresión es el pretexto para no lavar ni un plato, ya no soy el único). ‘Limpiemos la casa’. ‘No quiero limpiar la casa’. ‘Entonces ¿qué quieres hacer?’. ‘Nada’. No estoy seguro, tal vez una máquina de escribir. Es una manera de tentarme a escribir, sin conectarme, pero me visualizo odiando mis borradores y multiplicando mi talento de crear desperdicio.

Y sí, la mañana estuvo horrible, pero amaneció soleado. Lancé unos globos por la ventana y al rato rapté a lunbebé para recibir sol en el jardín. Los abuelos chochean, los vecinos chochean, la mamá (a regañadientes) chochea. Al final, acordamos salir en auto. Bordeamos los atavíos del metro y, vía La Vicentina, llegamos al Parque de Guápulo.

Lo abordamos por el borde sur, donde las enredaderas del muro corren paralelas a un pequeño riachuelo, lateral al camino de piedra. En el otro borde, varios árboles gordos y altos forman una sombra bastante agradable. ‘Aquí es donde me caí’, donde dice NO PISAR. Nos turnamos para cargar a lunbebé porque el terreno irregular inutiliza al coche. ‘Este es mi nuevo lugar favorito’, dice mi esposa, tras ultimarme que ahí festejaremos el primer cumpleaños de Alice. ‘Ahí puedes jugar con tu tío Washo’, mientras señala una familia pateando la pelota, ‘ahí con tu amigo Gilberto’. ‘Primo’, le digo. ‘Es primo de mi mami. La mamá de mi mamá se llama Carlota, ella tenía una hermana: Angélica, la mamá de Gilberto’.

El primo nos cae bien, su pequeño terreno fue el lugar que escogimos para la boda. Además de ser un lugar feliz, está en San Antonio, la ciudad de mis abuelos maternos y del padre de Andre. El primo fue periodista y, al día de hoy, aún mantiene un agudo sentido del humor. Fundó una asociación ficticia en la familia y nos hizo elegirlo presidente. Cada vez que nos reunimos bromea sobre las próximas votaciones. Alguna vez, incluso tuvo el descaro de publicar las ofertas de campaña en la vitrina de su tienda. La gente preguntaba, todos reímos. Un personaje. El día que invitó a la familia a conocer el terreno, sus viñedos aún no estaban listos; para salvar el honor, les amarró unos cuantos racimos de uvas para presumir lo bonitas que estaban.

El parque estuvo bien. Nos cambió las aires (ya no me detestaba). Al suroriente, hay un cerro inmenso lleno de bosque que inspira quedarse echado en el verde césped para dormirse un día y medio. Hay poca gente, comida rica aunque no perfecta. Ladrones mirlos, los mejores ladrones. Pero a todo le llega el tiempo y un poco hartos de las arenillas, dejamos el parque para ir al Centro de Arte Contemporáneo.

Lunbebé se quedó dormido así que nos tocó aguantar su malgenio por querer ponerla en el coche. Vimos dos exposiciones, la tecnología somos nosotrxs (que se confesó posmoderna en esa equis) y algo del archivo del Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera. La primera expo empezaba al fondo (pero a la izquierda). Sala uno: guía sobre cómo hacer chicha, ocho tipos de grano, olor a fermento. Después, las semilluchas (normal) y, al virar la esquina, unas gafas de realidad virtual que colgaban de su mal olor. ‘Disculpe, ¿cómo funciona?’. ‘Está dañado, aquí dice, ¿sí ve?’. Más allacito, una composición de varios artistas ambateños (saludos José Luis Jácome), fusionaba arte preincaico con cyberpunk, fue mi parte favorita.

Andre, en cambio, quedó encantada con las pinturas de Segundo Ortiz que, en blanco y negro, había retratado cuatro barrios de Quito. Lunbebé hizo un amigo que le doblaba en edad. El niño ya extendía la manito como diciendo hola y se enamoró de mija. Era el único de la familia con cabello corto. El encuentro fue efímero precisamente por las pinturas de Don Ortiz: ‘Andy, ven a ver’. Tuve que mentir el ‘ya vuelvo’.

Guerras de autos

En este trabajo de ficción especulativa para la Universidad de Deakin, el autor Cory Doctorow nos acerca a un futuro cercano donde las carreteras están únicamente pobladas por automóviles sin conductor. Aquí, él presenta una serie de dilemas éticos explorados por la Escuela de Tecnología de la Información de Deakin a medida que se acerca hacia un mundo donde estos escenarios son una posibilidad terriblemente real.

Guerra de autos es una lectura larga. Ponte cómodo y disfruta de este trabajo de ficción especulativa.


Capítulo 1
─ Cero tolerancia ─

RECORDATORIO SOBRE CERO TOLERANCIA

 

Estimados Padres,

Odio empezar el año con malas noticias, pero prefiero esto a enviar una carta de condolencias a un padre cuyo hijo ha sido asesinado en un accidente sin sentido.

Como se les notificó en su paquete de bienvenida, Burbank High tiene una política de cero tolerancia sobre prácticas inseguras en autos. Incentivamos la exploración sana, y nuestro programa de informática es inigualable en el condado, pero cuando los estudiantes realizan modificaciones peligrosas a sus autos, y traen esos vehículos al campus, no solo están violando la política del Consejo de Educación: están violando las leyes federales; y poniendo a otros estudiantes, y a la comunidad en general, en riesgo.

A pesar de que el año lectivo apenas ha empezado, ya hemos confiscado tres autos de estudiantes por utilizar firmware sin licencia, y uno de esos casos ha sido referido a la policía, ya que el estudiante involucrado era un reincidente.

Mañana empezaremos un nuevo programa de auditorías de firmware aleatorias para todos los vehículos estudiantiles, dentro y fuera del campus. Estas NO SON OPCIONALES. Trabajamos con el departamento de policía de Burbank para hacerlas lo más rápidas y menos molestas posible. Ustedes pueden ayudar discutiendo este asunto tan sensible con sus hijos. El departamento policial de Burbank detendrá vehículos con fichas de estacionamiento para estudiantes y verificará su integridad en toda la ciudad. Como siempre, esperamos que nuestros estudiantes sean educados y respetuosos cuando interactúen con los agentes del orden público.

Este programa empieza MAÑANA. Los estudiantes atrapados con modificaciones sin licencia enfrentarán una suspensión inmediata de dos semanas si se trata de su primera vez, y serán expulsados en caso de ser reincidentes. Esto en adición a cualquier cargo que la policía decida aplicar.

Padres, esta es su oportunidad para hablarle a sus hijos sobre un asunto increíblemente serio que muchos adolescentes no consideran para nada importante. Tomen esta oportunidad, antes de que sea tarde: para ellos, para ustedes y para la gente de nuestra comunidad.

Gracias,

Dr Harutyunyan
Director del Colegio


Capítulo 2
─ Actualización de estado ─


Capítulo 3
─ Negación plausible ─

—Estamos muertos.

—Cállate, José, no estamos muertos. Pórtate fresco y dame esa memoria USB. Mantén tus manos abajo. El policía no puede vernos hasta que yo abra las puertas.

—¿Y las cámaras?

—Hay un bug conocido que hace que se apaguen cuando la LAN se congestiona, para dejar espacio de banda para las cámaras externas y la dirección. También hay otro bug conocido que hace que el tráfico LAN aumente cuando los policías toman el control del piloto automático porque todos los sistemas tratan de hacer capturas de pantalla para análisis forense. Entonces las cámaras están vueltas hacia abajo. Dame. LaUSB.

La mano de José tembló. Siempre mantuve el jailbreaker inalámbrico y la palanca de cambios separados: negación plausible. El jailbreaker tenía usos legítimos y no era, en sí mismo, ilegal.

Conecté el USB y aplasté la secuencia de pánico. La primera vez que ejecuté el jailbreaker, tuve que matar una hora mientras el programa revisaba diferentes vulnerabilidades conocidas, buscando un camino hacia la red de mi auto. Me mordía las uñas, porque había empezado desactivando la conexión inalámbrica del automóvil, sacando la antena de su montura, y luego colocando cinta Faraday sobre la ranura, y cada minuto que pasaba era otro minuto que tendría que explicar cada detalle si el jailbreak fallaba. Cinco minutos sin conexión podrían ser simplemente un ruido de radio transitorio o la antena que se zafó durante un lavado de autos; cuanto más durara, menos historias habría que pudieran cubrir los hechos de manera plausible.

Pero cada coche tiene una falla o dos, y el nuevo firmware dejó abierto un canal permanente para la reconexión. Podría restaurar el auto a los valores predeterminados de fábrica en 30 segundos, pero eso me dejaría operando un vehículo que no estaba inicializado, sin historial de viaje, un obvio encubrimiento. El modo de plausibilidad restauraría una carga de firmware predeterminada, pero mantendría intacta una versión cuidadosamente editada de los registros. Eso tomaría de tres a cinco minutos, dependiendo.

—Salga del vehículo por favor.

—Sí, señor.

Me aseguré de que pudiera ver mi cámara corporal, la destaqué en el campo de visión de su cámara corporal, para que hubiera una pregunta obvia después si no hubiera imágenes disponibles desde mi punto de vista. Todo se trataba de la teoría del juego: él sabía que yo sabía que él sabía, y que otras personas lo sabrían más tarde, por lo tanto, aunque yo tuviese piel oscura y ese haya sido el motivo por el cuál me detuvo, habría límites en lo malo que él podría ser.

—Usted también, señor.

José estaba nervioso, lo mostró en cada movimiento y en el blanco de sus ojos. Mejor: cada segundo del acto de «oficial amistoso» desperdiciado en él era un segundo más para que se ejecutara el script de plausibilidad.

—¿Todo esta bien? —preguntó el policía—.

—Estamos atrasados a la clase, es todo —José era el peor mentiroso. Eran las 7:55 am, la primera campana sonaba a las 8:30 am y estábamos a menos de diez minutos de las puertas—.

—¿Los dos van a Burbank High?

José asintió. Mantuve la boca cerrada.

—Preferiría discutir esto con un abogado presente —fue el turno del policía de rodar sus ojos. Era joven y blanco. Pude ver los tatuajes asomando por su cuello y puños—.

—Identificación, por favor.

Ya había transferido mi licencia de conducir a mi bolsillo de la camisa, para que no tuviera una bolsa que hurgar, sin posibilidad de insistir en que había visto algo que le diera una causa probable para mirar más allá. La sostuve en dos dedos, la tomó y él la pasó por el lector que llevaba en el cinturón. José guardaba su tarjeta de estudiante en una billetera abultada con todo, facturas, billetes y fotografías que había impreso (de chicas) e imágenes que había dibujado (hombres lobo). El policía lo miró con los ojos entrecerrados. Pude verlo tratando de convencerse a sí mismo de que uno o más de esos pedazos de papel revoloteantes podría ser un rollo de fumar y, por lo tanto, parafernalia ilegal de tabaco.

Echó un vistazo a la identificación de José mientras mi amigo recogía todas las cosas que se le cayeron de la billetera cuando la quitó.

—¿Saben por qué los detuve?

—Preferiría responder cualquier pregunta a través de mi abogado. Obtuve un A+ en mi examen escrito sobre derechos de privacidad en la era digital.

—Genia.

—Cállate, José.

El policía sonrió. Sabía que pensaba en palabras como «bravita», que odio. Porque cuando eres negra, mujer y apenas pasas de metro y medio, obtienes un montón de «bravita» y su hermana fea, «bocona».

El policía regresó a su automóvil para buscar su inspector de integridad de camino. Como cualquier otro gadget del mundo, era un rectángulo, un poco más largo y más delgado que una baraja de cartas, pero debido a que era policíaco, tenía una superficie rugosa, con topes de goma negros y amarillos, porque aparentemente ser policía te hace medio torpe. Eché un vistazo al pesado reloj de cuerda que llevaba puesto, miré la segunda manecilla a través de los arañazos en la luna. Dos minutos.

Antes de que el policía pudiera escanear las placas del auto con su aparato, me puse frente a él.

—¿Puedo ver su orden, por favor? —el bravito se volvió bocón ante mis propios ojos—.

—Hágase a un lado por favor señorita —él evitó las comas para mantener la seriedad—.

—Dije que quiero ver su orden.

—Este tipo de búsqueda no requiere una orden, señorita. Es un control de seguridad pública. Por favor, hágase a un lado.

Miré de reojo al reloj otra vez, pero había olvidado dónde estaba la aguja del minutero cuando comencé. Mi pulso latió fuertemente en mi garganta. Dio unos golpecitos en la placa de lectura de la puerta del carro (nosotros todavía la llamábamos la «puerta del conductor» porque así el lenguaje era más divertido).

El automóvil se apagó con un sonido audible mientras la suspensión se relajaba a su estado neutral, el automóvil tembló un poco. Luego escuchamos su campanilla de inicio, y luego otro sonido más plano acompañado de tres parpadeos de luces, tres más, dos más. La herramienta de diagnóstico del policía estaba conectándose con el auto, luego se empantanaría en todo su sistema de archivos y compararía su huella digital con la lista de huellas conocidas que habían firmado tanto el fabricante Uber como la Administración Nacional de Seguridad en el Tráfico de las Carreteras de los Estados Unidos.

La transferencia tomó un par de minutos y, al igual que las generaciones anteriores a nosotros, sufrimos cuando la barra de progreso se estancó, no mirábamos subrepticiamente. José jugaba un tenis ocular intenso conmigo, tratando de determinar si el auto había sido flasheado con éxito antes de que el policía lo revisara. El policía, mientras tanto, miraba la pantalla de la muñeca de su uniforme y el dispositivo que tenía en la mano. Todos escuchamos la campanilla que señala que la transferencia de archivos se completó, luego vimos como el policía tocaba su pantalla para comenzar la verificación de integridad. Generar una huella a partir de la copia del sistema operativo del automóvil tomó unos segundos; mientras tanto, los archivos de registro serían procesados en la nube de los policías y enviados a Officer Friendly como aprobado o reprobado. Cuando tus usuarios finales son policías no técnicos que se encuentran en una concurrida carretera, es necesario que el proceso sea más fácil de interpretar que una prueba casera de embarazo.

Los segundos pasaban. ¡Ding!

—Muy bien.

Muy bien… ¿te llevaré a la cárcel? Muy bien… ¿eres libre de marcharte? Avancé lentamente hacia el automóvil y el policía nos despidió con un movimiento de sus dedos.

—Gracias, oficial.

José olía a sudario. El auto arrancó en su configuración predeterminada de fábrica, y todo fue diferente, desde el visualizador en el parabrisas hasta la voz con la que me pidió indicaciones. Se sentía como el automóvil de otra persona, no como el dulce paseo que había comprado en la subasta de artículos sin respaldo de Uber y reconstruido amorosamente con partes de chatarra y trabajo duro. La adrenalina hizo que me sorprenda cuando entramos en el tráfico, la señalización del automóvil y los cambios de carril fueron un poco menos suaves de lo que habían sido unos minutos antes (si cuidas bien la transmisión, los neumáticos y los líquidos, puedes ajustar la configuración para darle un deslizamiento elegante).

—Man, pensé que estábamos muertos.

—Eso fue dolorosamente obvio, José. Tienes muchas cualidades, pero mantener la cabeza fría no es una de ellas.

Mi voz se quebró cuando terminé. Encontré un tubo de café en el compartimiento del conductor y le mordí el extremo, luego mastiqué el contenido. José me miró suplicante y encontré uno más, el último, la reserva de emergencias para digerir antes de las pruebas sorpresa. Se lo di mientras nos deteníamos en el estacionamiento de la escuela. ¿Para que están los amigos?


Capítulo 4
─ Un verdadero rompe-costillas ─

La madre de Yan había perdido el control y luego, cuando él finalmente llegó a casa, saltó del sofá con los ojos hinchados y la boca abierta, haciendo ruidos que nunca antes había escuchado.

Mamá, mamá, está bien, estoy bien.

Lo dijo una y otra vez mientras ella lo abrazaba ferozmente, apretándolo hasta que le crujieron las costillas. Nunca antes se había dado cuenta de lo bajita que era, hasta que lo envolvió con sus brazos y se dio cuenta de que podía mirar su coronilla desde arriba y ver como su cabello se estaba tornando gris.

Él había igualado su estatura a los catorce y entonces habían dejado de medir. Ahora, a los 19 años, de repente comprendió que su madre ya no era joven; habían celebrado su sexagésimo cumpleaños ese año; claro, pero eso era solo un número, algo para bromear.

Ella se calmó un poco, él también lloraba; así que preparó café para ambos con el grano favorito de su madre, tostado en St. Kilda. Se sentaron a la mesa y tomaron café mientras suspiraban y lloraban. Había recorrido un largo camino de regreso, y no había sido el único que había recorrido una autopista durante media eternidad, perdido sin servicio móvil y sin mapas, tratando de encontrar a alguien con batería que pudiera acceder a un control de navegación.

Todas mis redes sociales están llenas de eso, es horrible. Cientos de personas se estrellaron entre sí, contra la barandilla o huyeron de la autopista. Pensé…

Lo sé, mamá, pero estaba bien. El maldito auto se quedó sin gasolina y simplemente se detuvo. Rodé hasta detenerme, recibí un pequeño golpe del chico detrás de mí, luego su auto me rebasó y salió disparado como llamas. Pobre cabrón, parecía aterrorizado. Tuve que salir y caminar.

¿Por qué no llamaste?

Batería muerta. Batería muerta en el auto también. Igual que todos. Conecté mi teléfono tan pronto como me senté, ok, pero creo que el auto en realidad estaba consumiendo mi batería, todos los que conocí en el regreso tuvieron el mismo problema.

Contempló a Yan por un momento, tratando de averiguar si estaba molesta o aliviada. Ella dejó su café y le dio otro de esos abrazos que lo hicieron jadear por aire.

Te quiero mamá.

Oh, mi niño, yo también te amo. Dios, oye ¿qué está pasando?


Capítulo 5
─ Revolución, otra vez ─

Hubo otra revolución, así que todas las clases del cuarto período fueron canceladas y en su lugar nos juntaron en equipos aleatorios para investigar todo lo que pudiéramos sobre Siria y presentarlo a otro grupo en una hora, luego los dos grupos eran fusionados y debían presentarse a otros dos equipos, y así sucesivamente, hasta que todos nos reuniésemos en el auditorio para el período final.

Siria es un desastre, déjame decirte. Mi regla de oro para tener buenas notas en estas tareas en vivo sobre el mundo real es buscar artículos de Wikipedia con muchas notas de «cita requerida», leer los argumentos sobre estos hechos en disputa, y luego completar las notas al pie de página con una breve búsqueda en Google. Al ser alguien a quien no le importa un comino el problema, me permito averiguar qué citas serían aceptables para todas las personas que se llaman monstruos entre sí por no estar de acuerdo.

A los docentes les encantó, no paraban de elogiarme por mis «contribuciones al registro viviente sobre el tema» y por «hacer que los recursos sean mejores para todos». Pero la entrada de Siria fue más que larga, y los hechos controvertidos no tuvieron una resolución fácil: ¿el gobierno se llamaba ISIL? ¿ISIS? ¿IS? ¿Qué quería decir Da’esh? Todo había sido un desastre en la época en que estuve en la guardería, y luego se había calmado. Hasta ahora. Había toneladas de niños sirios en mi clase, por supuesto, y sabía que eran como los niños armenios, cabreados por algo que realmente no entendía en un país muy lejano; pero soy estadounidense, eso realmente significa que no le presto atención a ningún país con el que no estemos en guerra.

Luego vino lo del auto. Al igual que aquel en Australia, excepto que no se trataba de terroristas matando a cualquiera que pudieran tener en sus manos: este era un gobierno. Todos vimos las transmisiones en vivo de los terroristas lanza-molotovs, o revolucionarios, o lo que fuera, siendo perseguidos en las calles de Damasco por autos que el gobierno había tomado, algunos de ellos ─¡la mayoría de ellos!─ con personas horrorizadas atrapadas en el interior, golpeando los frenos de emergencia mientras sus autos atropellaban a la gente en la calle, salpicando los parabrisas con sangre.

Algunos de los autos eran de los nuevos con cosas pegajosas en el capó que impedían que las personas a las que atropellaban fueran lanzadas o arrojadas bajo las ruedas; en cambio, se atascaban y gritaban mientras los autos rodaban por callejones estrechos. Era el tipo de cosa para la que necesitabas una nota especial de tus padres que te permita ver «acción» en las clases de estudios sociales. Afortunadamente, mi madre es así de genial. O tal vez fue desafortunado, debido a las pesadillas, pero era mejor estar despierto que dormido. Era real, así que era algo que necesitaba saber.


Capítulo 6
─ Somos artistas, no programadores ─

Las personas del equipo de machine-learning de Huawei se consideraban a sí mismas más como artistas que como programadores. Esa era la primera diapositiva de su presentación, la que mostraban los reclutadores en las grandes ferias de trabajo en Stanford y Ben-Gurion e IIT. Era lo que la gente de aprendizaje automático se decía entre sí, así que repetirlo era simplemente una buena táctica.

Cuando trabajabas para Huawei, tenías acceso a la manguera de incendios: cada trozo de telemetría jamás obtenido por un vehículo Huawei, más todos los conjuntos de datos licenciados de otras grandes compañías automotrices y de logística, hasta los datos de conductor recopilados de personas que usaban monitores ordenados por la corte: delincuentes en libertad condicional, padres abusivos bajo órdenes de restricción, empleados del gobierno. Obtenías los datos post-mortem de los peores accidentes del mundo y todos los datos de simulación de las cuevas de bots: ese vasto campo de batalla virtual donde los algoritmos de aprendizaje automático peleaban para ver quién podía generar la menor cantidad de muertes por kilómetro.

Pero a Samuel le tomó una semana obtener los datos de los secuestros masivos en Melbourne y Damasco. Todo era asunto de seguridad nacional, por supuesto, pero Huawei era un socio de infraestructura crítico de las naciones de los Siete Ojos, y Samuel mantuvo sus autorizaciones vigentes en cuatro países donde tenía acceso a informes directos de seguridad.

Sin esa información, lo que quedaba era tratar de recrear el ataque a través del método de Sherlock: razonamiento abductivo, donde empiezas con un resultado conocido y luego se llega a la teoría más simple posible para cubrir los hechos. Cuando has excluido lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser la verdad, ¡si tan solo eso fuera verdad! Lo que nunca le sucedió a Sherlock, y siempre le sucedió a los hackers de aprendizaje automático, fue que excluyeron lo imposible y luego simplemente no pudieron pensar en la verdadera causa, no hasta que fue demasiado tarde.

Para la gente de Damasco, ya era demasiado tarde. Para la gente de Melbourne, ya era demasiado tarde.

Sin presión, Samuel.

El aprendizaje automático siempre comenzaba con datos. El algoritmo ingiere los datos, los destroza y escinde un modelo, el cuál podías poner a prueba suministrando algunos de los datos que habías dejado fuera de la base de datos de entrenamiento. Le dabas el 90 por ciento de la información de tráfico que tenías, solicitabas que modele respuestas a las diferentes circunstancias del tráfico, luego probabas el modelo en el 10 por ciento reservado para ver si podría navegar correctamente ─es decir, sin fatalidades─ por el tráfico restante.

Los datos podrían estar equivocados de muchas maneras. Siempre estaban incompletos, y lo que quedaba fuera podría sesgar el modelo. Samuel siempre explicaba esto a los grupos escolares visitantes invitándolos a imaginar el entrenamiento de un modelo para predecir la talla a partir del peso con datos de una clase de tercer año. No les llevó mucho tiempo a los niños entender cómo eso podría producir estimados inapropiados para la estatura en adultos, pero el verdadero golpe era revelar que cualquier alumno de tercer año que no estuviera contento con su peso podría optar por no subir a la báscula . «El problema no es el algoritmo, sino los datos utilizados para hacer el modelo». Incluso un niño de escuela podría entender eso.

Pero era más complicado que un simple set de datos sesgado. También estaban los casos especiales: qué hacer si se detectaba la sirena de un vehículo de emergencia (porque no todos los vehículos de emergencia podían transmitir las anulaciones al piloto que enviaban todo el tráfico a las aceras en casos de intercepción legal), qué hacer si un gran rumiante (un ciervo, una vaca, incluso una cebra, porque Huawei vendía automóviles en todo el mundo) se cruzaba frente a un automóvil, y así sucesivamente. En teoría, no había ninguna razón para no utilizar el aprendizaje automático para entrenar esto también: simplemente le decías al algoritmo que seleccione comportamientos que resultaron en los viajes más cortos para vehículos de emergencia simulados. Después de todo, siempre habría circunstancias en que era más rápido para los vehículos conducir un poco más antes de detenerse, para evitar la congestión, y la mejor manera de descubrirlo era extraer los datos y ejecutar las simulaciones.

Los reguladores no aprobaron esto: la programación «artística» no determinista era un truco lindo, pero no sustituía a la dura y rápida lógica binaria de la ley: cuando sucede «x», haces «y». Sin excepciones.

Entonces los casos especiales se multiplicaron, porque eran como cables enredados, era imposible que uno venga solo. Después de todo, los gobiernos entendían cómo los casos especiales podrían ser instrumentos de política.

Mediante casos especiales se excluyó a los sitios piratas y a la pornografía infantil de los resultados de búsqueda, a las instalaciones militares especiales de las fotos satelitales en aplicaciones de mapas, a bandas de radio definidas por software de las bandas de emergencia, a veces había que buscar canales libres de interferencia. Cada uno de esos casos especiales era una oportunidad para hacer travesuras, ya que muchos de ellos eran secretos por definición; nadie quería publicar el directorio más completo del mundo de pornografía infantil en línea, incluso si eso suponía que debía servir como una lista negra, por lo que el compartimento de casos especiales se llenaba rápidamente con todo lo que alguna persona influyente quería, en alguna parte.

Desde juegos de azar y sitios de suicidio asistido que se colaron en la lista de pornografía infantil, pasando por videos anti Kremlin agregados a los filtros de derechos de autor, hasta todas las cosas de «prevención de accidentes» en los autos.

Desde 1967, los especialistas en ética han estado planteando problemas hipotéticos acerca de quién debería ser asesinado por tranvías desbocados: si era mejor empujar a un hombre gordo por las vías (porque su masa detendría el carro) o dejarlo chocar contra una multitud de transeúntes, si la naturaleza bondadosa o maléfica del cordero sacrificado cambiaba la situación, o si las víctimas alternativas fueran niños o personas con enfermedades terminales, o…

El advenimiento de los vehículos autónomos fue una bonanza para las personas a las que les gustaba este tipo de experimentos mentales: si tu automóvil intuyera que estaba a punto de sufrir un accidente, ¿debería salvarte a ti o a los demás? Los gobiernos convocaron mesas redondas secretas para reflexionar sobre la cuestión e incluso llegaron a listas clasificadas: salvar a tres niños en el automóvil era mejor que salvar cuatro niños en la calle, pero se sacrificaría a tres adultos para salvar a dos niños. Al principio, era una diversión inofensiva e incluso linda, y le dio a la gente algo para sonar inteligente en conferencias y cócteles.

Pero fuera de los equipos de diseño de software, nadie hizo la pregunta importante: si pensabas diseñar un automóvil que tratara específicamente de matar a sus dueños de vez en cuando, ¿cómo podrías evitar que esos propietarios reconfiguraran esos autos para nunca matarlos?

Samuel había estado en esas reuniones, donde personas medio brillantes de las compañías automotrices de la vieja línea aseguraron a los burócratas de los ministerios de transporte que no habría problemas en diseñar autos inteligentes «blindados» que resistirían la modificación del usuario final. Mientras tanto, gente más brillante del lado de la ley se frotaba las manos pensando en todos los problemas que se podrían resolver si los autos pudieran diseñarse para hacer ciertas cosas cuando recibían señales provenientes de las autoridades. Especialmente si los fabricantes y los tribunales colaboraran para mantener el inventario de esos casos especiales tan secreto como las listas de bloqueo de pornografía infantil en los firewalls nacionales.

Después, estuvo en las sesiones de diseño, donde debatieron sobre cómo ocultarían los hilos y archivos de esos programas, cómo modificarían el ciclo de arranque del automóvil para detectar alteraciones y alertar a las autoridades, cómo las herramientas de diagnóstico proporcionadas a la mecánica para revisiones rutinarias podría usarse para verificar dos veces la integridad de todos los sistemas.

Luego comenzó a recibir grandes pedazos de código (blobs) ofuscados y firmados por contratistas que prestaban servicios a gobiernos de todo el mundo, desarrollando aplicaciones «prioritarias de emergencia» que, se suponía, él debía incluir, sin inspeccionarlas. Por supuesto, realizó pruebas individuales antes de que Huawei enviara las actualizaciones, y cuando inevitablemente dañaban su código, Samuel daba vueltas y vueltas con los contratistas, que querían tener acceso a todo su código fuente sin permitirle ver ningún pedazo de los suyos.

Para ellos, tenía sentido comportarse de esa manera. Si no podía ayudarlos a insertar su código en la flota Huawei, tendría que responder ante los gobiernos de todo el mundo.

Le había tomado mucho tiempo resolver esto. Al principio, supuso que, finalmente, lo peor había sucedido: las claves criptográficas de los equipos de la policía ─que se utilizaban para firmar la orden de anulación─ se habían filtrado, y los astutos criminales las habían utilizado para secuestrar al 45 por ciento de los automóviles en las carreteras de una de los las ciudades más grandes de Australia. Pero el análisis forense no mostró eso en absoluto.

Por el contrario, los ladrones habían descubierto cómo falsificar los modelos que invocaban a los casos especiales. Samuel se dio cuenta de esto por accidente, tras tres días en su escritorio, ejecutando SIM tras SIM en la nube de alta confidencialidad de Huawei; era el protocolo, a pesar de que era la nube más lenta y abarrotada que podría haber usado. Pero solo estaba disponible para un puñado de ejecutivos senior de Huawei, ni siquiera para contratistas o socios.

Había estado ejecutando la telemetría en bruto en una muestra aleatoria de los automóviles afectados en busca de un comportamiento anómalo. Por poco y no se dio cuenta, así de cerca estuvo. En St. Kilda, alguien ─con el rostro bajo la sombra de un sombrero y el perfil térmico oscurecido─ se paró frente a un auto sujeto, que redujo la velocidad, pero no frenó, y emitió dos rápidos pitidos de claxon.

El análisis de regresión de los datos de accidentes mostró que era más probable que el frenado brusco provocara colisiones traseras y peatones congelados que no podían salirse del camino. El automóvil asignaba más tiempo de cálculo al perímetro dorsal para ver si podía cambiar a un carril adyacente sin una colisión, y si eso no era posible, estimar el número de vehículos y pasajeros afectados según diferentes maniobras.

El peatón hizo una finta hacia el automóvil, lo que desencadenó otro modelo, el sistema de «suicidio por automóvil», que invocaba una evaluación detallada del peatón, en busca de pistas sobre sobriedad, salud mental y estado de ánimo, todo lo cual era difícil de determinar gracias a la ofuscación facial. Pero había otras señales, una clínica de crisis de salud mental a 350 metros de distancia, seis establecimientos con licencia para servir o vender alcohol a 100 metros, el número de despidos en el último trimestre, que daban un puntaje ponderado alto.

Inició con un frenazo fuerte y el peatón saltó hacia atrás con sorprendente agilidad. Luego, al otro lado de la carretera, otro peatón repitió el baile, con otro auto, nuevamente con un sombrero sombreado y maquillaje térmico deslumbrante.

El automóvil se dio cuenta de esto, y eso desencadenó otro modelo, que algunos analistas habían etiquetado como «chanchullos». Alguien estaba jugando tonterías con los autos, lo cual tenía precedentes y estaba dentro del rango de contingencias que podían ser manejadas. La alerta ondeó a través de los automóviles cercanos, así comenzaron a intercambiar información sobre los peatones en el área: perfiles de marcha, siluetas, identificadores de radio únicos de dispositivos Bluetooth. La policía recibió una notificación; los patrones de tráfico de toda la ciudad se agitaron también, mientras los vehículos de emergencia comenzaron a atravesar el tráfico al tiempo que los autos se detenían.

Todas estas excepciones a la norma ponían una carga máxima en la red interna y en los procesadores de los automóviles que no estaban diseñados para continuar operando cuando las crisis estaban en marcha; congelarse y esperar era la estrategia óptima a la que los modelos llegaron.

Pero antes de que el automóvil pudiera comenzar a buscar un lugar donde detenerse hasta que llegara la ley, se enteró de que había otro caso de travesuras, un par de bloques abajo, y la policía necesitaría un camino despejado para llegar a ese punto, entonces era mejor que el automóvil se siguiera moviendo para no crear una congestión. Los autos que lo rodeaban llegaron a conclusiones similares, y se estaban quedando sin procesador, por lo que cayeron en una formación de vagones de tren, usando los perímetros de los demás como puntos de orientación, convirtiendo sus sensores en una grilla literalmente acoplada que se deslizaba a lo largo con una ansiedad de máquina palpable.

Aquí es donde se volvió realmente interesante, porque los atacantes habían forzado una situación en la que, para evitar el bloqueo de los vehículos de emergencia detrás de ellos, estos autos habían cerrado completamente la ruta e imposibilitado las órdenes de anulación. Esto aumentó la urgencia de los mensajes de «quítate de ahí» que enviaba la red de la ciudad, que asignaba más y más memoria de inteligencia y sensores de los autos para tratar de resolver un problema insoluble.

Poco a poco, a través de variación ciega, la mente de los coches descubrió que cuanto más rápido conducía la formación, más podía satisfacer las instrucciones primordiales para despejar las cosas.

Así fue como el 45 por ciento de los vehículos de Melbourne terminaron en una formación apretada y de alta velocidad, corriendo hacia los límites de la ciudad mientras los vehículos de emergencia detrás de ellos los estimulaban como perros pastores y los frenéticos planificadores humanos intentaban descubrir qué exactamente estaba sucediendo y cómo demonios detenerlos.

Eventualmente, la gran cantidad de vehículos comprometidos, combinados con las diminutas variaciones en el espaciado de los carriles, las pequeñas diferencias en las características de manejo del automóvil y, finalmente, una llanta reventada, llevaron a un amontonamiento de proporciones espantosas, un choque que se estudiaría durante décadas, sería un monumento representando lo peor que la gente puede hacer.

Samuel siempre había dicho que el aprendizaje automático era un arte, no una ciencia, que los artistas que diseñaron los modelos necesitaban poder trabajar sin interferencia oficial. Siempre había dicho que llegaría un mal final. Algunas de esas reuniones habían terminado en gritos, Samuel se inclinaba sobre la mesa, gritaba a los burócratas, gritaba a sus jefes, incluso, de una manera que hubiera horrorizado a sus padres en Lagos, donde trabajos como los de Samuel eran como premios de lotería, y gritar así era un acto impensable de suicidio económico.

Pero él gritó y se enfureció y les dijo que el hecho de que desearan que hubiera una manera de poner una «puerta trasera» en un auto que un mal tipo no pudiera explotar no significaba que había una manera de hacerlo.

Él había perdido. Si Samuel quería discutir para ganarse la vida, habría sido un abogado, no un fabricante de algoritmos.

Ahora estaba redimido. Las malas ideas cocidas en la infraestructura de las naciones enteras estaban listas para comerse, y sería un festín que no terminaría nunca.

Si así es como se siente la victoria, puedes quedártela. En otras partes del mundo, hubo otros Samuels, analizando los informes de sus propios equipos: GM, VW-Newscorp, Toyotaford, Yugo. Conoció a algunas de esas personas, incluso trató de reclutar a algunas de ellas. Eran tan inteligentes como Samuel o más, y ciertamente gritaron tan fuerte como él cuando llegó el momento.

Suficiente para satisfacer su honor, antes de capitular ante la fuerza imparable de la certeza no técnica sobre temas profundamente técnicos. La convicción de que una vez que los abogados habían encontrado la respuesta, era el trabajo de los ingenieros implementarla, no había que molestarlos con tediosas artimañas técnicas sobre lo que era y no era posible.


Capítulo 7
─ Grand Theft Auto ─

Burbank High tenía una política estricta contra la ausencia de políticas: pasar por encima de la línea de la propiedad con un teléfono que no tenía la App para rechazar paquetes no aprobados era una ofensa de expulsión con la que se tenía cero tolerancia. Convertía al día escolar en una especia extraña de vacío de noticias. Hubo un día en que yo salía a recreo y crucé ese umbral para descubrir que el gobernador había sido herido por los separatistas del Valle Central y que todo el estado se había vuelto loco, viendo guerrilleros de agua detrás de cada planta enmacetada e informando sobre cada paquete inexplicado como una bomba potencial.

Nunca me acostumbré a esa sensación de salir de una zona libre de noticias y adentrarme en un mundo real que se había transformado por completo mientras yo estaba felizmente inconsciente. Pero lo mejor fue reconocerlo.

Cuando la campana final sonó, 3000 estudiantes (yo incluido) salimos de las puertas de la escuela, era obvio que algo estaba mal. Las calles estaban vacías, el tráfico zumbaba a lo largo de Third Street con una distancia de seguimiento perfecta y ordenada. Eso fue lo primero que notamos. Fue solo después de un segundo de mirar boquiabiertos el camino vacío que todos dirigimos nuestra atención al estacionamiento, el pequeño lote de la facultad y el extenso estacionamiento estudiantil, y nos dimos cuenta, al unísono, de que todos los autos habían desaparecido, todos y cada uno.

Mientras salían de las puertas y hacia el estacionamiento, vi que no eran todos los autos los que se habían marchado mientras nosotros habíamos sido buenos estudiantes en nuestras clases.

Un auto permaneció.

Como en un sueño, saqué mi teléfono y usé mis huellas dactilares para ponerlo en estado de vigilia, envié al automóvil su señal de desbloqueo. El auto, solo en el vasto estacionamiento, parpadeó y se puso en alerta sobre su suspensión. Poco a poco, los estudiantes se volvieron para mirarme, luego a mi auto y luego a mí, primero abarrotándose, y luego abriendo un camino entre mí y ese pequeño y estúpido hatchback Uber, solitario y desagradable en ese campo de asfalto. Me miraron mientras me dirigía hacia allí, abrí la puerta, metía mi mochila y me deslizaba en el asiento delantero. El automóvil, que ejecutaba mi software prohibido y funesto, comenzó con un conjunto de ruidos mecánicos y vibraciones, luego retrocedió suavemente fuera del estacionamiento, dando a los humanos a su alrededor algo de espacio, deslizándose por las carreteras vacías y apuntando hacia su hogar.

Estaba seguro de que sería detenido, el único automóvil en la carretera, lo que podría ser más sospechoso, pero no me crucé con un solo coche patrullero. Al conectarme a las noticias, observé, junto con el resto del mundo, que cada automóvil en el Valle de San Fernando formaba una manada migratoria de rápido movimiento que se dirigía hacia el Bosque Nacional Ángeles, que ya estaba envuelto en incendios forestales causados por los autos accidentados que habían caído sobre las barreras que protegían los acantilados.

Al parecer, los policías estaban un poco atareados en ese momento.


Capítulo 8
─ Sin excepciones ─

Aunque fue la madre de Yan quien encontró el sitio en la red oscura con la imagen del firmware fiddler, él tuvo que ayudarla a instalarlo en una unidad de memoria, junto con las particiones de denegación plausible recomendadas por el distribuidor. Hicieron dos, uno para cada uno de ellos y los amarraron con clips a sus teléfonos celulares.

El sermón que le dio a Yan sobre usarla todo el tiempo, sin importar si estaba en el automóvil de un amigo o en un auto taxi, fue tan solemne como el sermón sobre control de natalidad que le dio en su cumpleaños número catorce.

—Si la alternativa es caminar toda la noche, entonces caminarás, muchacho. Quiero que me lo prometas.

—Lo prometo, mamá.

Ella lo abrazó tan ferozmente que hizo crujir sus costillas, apretando su promesa en sus huesos. Él la abrazó, consciente de su fragilidad, pero luego se dio cuenta de que estaba llorando sin motivo, y luego por una buena razón, porque casi había muerto, ¿no?

Hacerle jailbreak a un automóvil tenía riesgos legales reales, pero prefería esos, considerando la alternativa.

Ecuador protonazi

Mi generación no vivió La Guerra, ni siquiera la tuvimos en el continente. El enfrentamiento entre Aliados y el Eje lo vivimos a través de Hollywood, del enfrentamiento entre el Capitán América y las fuerzas de Hydra. Sabemos que Hitler fue malo, que mató a muchos judíos, algo con Rusia.

Por supuesto que la escuela nos escupió datos sobre el tema: fechas, generales, estrategias (aquello que las autoras de La guerra no tiene rostro de mujer describieron como «cosas que recuerdan los hombres»). Una caricatura de la violencia diseñada para mantener el flujo constante hacia las barracas, para que no miremos al herido, al desposeído o al veterano. En otras palabras, todavía nos emociona la guerra, decir feminazi, hablar de disparar. 

Pero el culto a la violencia es sólo la mitad del problema. La otra cara es la indiferencia al dolor ajeno. La historia común a la gente que sobrevivió recorre el ascenso al poder de un gobierno que desposeyó a un grupo específico de personas y aterrorizó a los demás. Al punto que cualquiera que ofreciera ayuda al sucio judío era también un traidor, un paria, debía ser tratado como judío.

El Ecuador protonazi no ve estos paralelos: El venezolano no es víctima de un gobierno opresor ni su éxodo es huida. La población se divide en buenos (ecuatorianos) y malos (venezolanos), son oficiales de la SS alemana. Hace ojos ciegos a la separación de las familias y, como Trump, aboga por negar refugio a gente que duerme (tras horas sin comer) en los pocos espacios públicos de la ciudad que no huelen a orina. Tampoco le molestaría un muro en la frontera.

Que regresen a Venezuela, donde la comida se entrega en raciones, al país con la tasa más alta de homicidios en toda el continente, donde sólo el 22% de la población atinó a responder que se siente segura (la peor cifra en todo el mundo). La tasa de mortalidad materna en Venezuela duplica a la de Iraq y los niños mueren con malaria tanto como en el África.

¿A quién le echamos la culpa? O mejor aún, ¿cómo lo solucionamos? ¿Cómo generamos empatía en en Ecuador protonazi? 

Me van a juzgar, lo sé, pero creo que la respuesta es el arte. Son los podcast de Radio Ambulante, los cómics de Art Spiegelman, los libros de Ishmael Beah o Evelyn Amony, Al Alba de Luis Eduardo Aute. La respuesta ante la falta de humanidad en Facebook, en Twitter, en las noticias, es su antítesis: el abandono de la inmediatez.

Silla vacía

Hace pocos días me llegó una invitación para participar en la visita al país de Edison Lanza, Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). «La reunión contará con cinco espacios en los que se abordarán distintas temáticas», decía el mensaje, entre las cuales escogí libertad de expresión e internet en Ecuador.

A algunos les puede sorprender esta invitación, pues soy médico. Sin embargo, he dedicado mucho de mi tiempo al tema de internet en Ecuador: estuve entre quienes revirtieron la legalización de la vigilancia masiva en Ecuador en la asamblea nacional en 2013; un año después, escribí un reporte sobre gobernanza de internet en Ecuador y lo presenté en el primer encuentro sobre el tema en Ciespal; he escrito innumerables artículos de prensa sobre neutralidad de la red, vigilancia, censura en línea, entre otros temas; y, debido a esto, en 2016 Freedom House me seleccionó para ser el autor del reporte sobre libertad de la red en Ecuador (el manuscrito del año 2018 actualmente se encuentra en revisión).

No obstante, el correo de la Relatoría fue sorpresivo. No estoy afiliado a ninguna organización ─el reporte lo escribo bajo contrato─ y era la primera vez que recibía una invitación de este calibre. Pocos días después recibí el mensaje de una amiga preguntándome si iba a asistir al evento. Ella sí trabaja en una organización internacional de defensa de derechos humanos en línea y, obviamente, estaba invitada. Le confirmé mi asistencia efusivamente y luego me confesó que ella me había recomendado. 

Las presentaciones ante el Relator son relativamente corta (3-5 minutos), así que los reportes escritos que las acompañan son muy importantes. Tenía planificado redactar el mío el día previo: tomaría partes esenciales de mi manuscrito y resaltaría puntos clave. No estaba del todo contento con eso pero dado el poco tiempo que nos dieron para prepararnos, era un plan bastante decente.

A media mañana, recibí un mensaje: «vamos a intentar hacer algo muy con preocupaciones centrales, ¿quieres sumarte?». Era mi amiga ─la dura─ que junto a personas de otra organización latinoamericana, preparaba un documento más sólido para mostrar una especie de acuerdo nacional sobre lo más relevante en cuanto a libertad de expresión en internet en el país. Le di el sí e inmediatamente empezamos a trabajar en un documento en línea. Trabajamos cerca de cuatro horas delineando cinco puntos clave sobre los que se debía trabajar.

Mi trabajo consistió en editar el borrador y añadir referencias donde fuera relevante. Los dos primeros párrafos trataban sobre temas protocolarios y declaratorios, así que mi trabajo realmente empezó aquí:

En Ecuador, la disputa por la libertad de expresión en línea se ha manifestado en ataques a los medios de comunicación, a sitios web y a personas en redes sociales: a través de casos de censura política, de silenciamiento de voces críticas y de denuncia a la corrupción; de acoso a activistas y defensores de derechos humanos; de persecución a periodistas y de manipulación de contenidos que han sido ampliamente documentados por distintas organizaciones.

Texto extraído del borrador original del documento

La primera referencia que apareció en mi mente tras leer este párrafo fue mi propio reporte. No sólo por ser el más actualizado (2017) sino porque tomaba en cuenta todos y cada uno de los ejemplos anotados por las autoras. Lo añadí al pie. Otro dato interesante, otra nota al pie. Confiaba en mi amiga para la redacción de las ideas principales puesto que previamente la había transmitido mis ideas principales por mensaje de texto. Me limité a editar y anotar. Tenía poco tiempo antes de una reunión así que fui al final y dejé mi «firma»:

Andrés Delgado-Ron, autor de los informes sobre libertad de la red en Ecuador por Freedom House (2016-2018).

***

Revisaba las últimas ediciones cuando me percaté de una llamada perdida y varios mensajes de Whatsapp en el chat en el cuál había trabajado toda la tarde: «Hola Andrés, ¿podemos hablar un momentito apenas tengas chance? Quisiera comentarte algo y discutir un punto delicado contigo».

La llamada duró cuatro minutos. En síntesis, las organizaciones que redactaban el documento mantenían una posición antagónica respecto a ONG financiadas por Estados Unidos.  

Organizaciones que financian y han financiado el reporte sobre libertad de la red de Freedom House.

Mi amiga había notado la primera referencia que añadí en el documento, al pie de la página, y me dijo que muy a pesar suyo, existe una política de no vincularse con Freedom House. No era la primera vez que me sucedía, así que instintivamente repetí algo que había explicado en ocasiones pasadas, que «cada palabra escrita en ese informe fue redactada por mí». 

No importó: «Pero viene con ese membrete… tal y cómo está redactado el documento en este momento, [equis organización] no puede firmar. Nosotros tampoco podríamos». 

Le dije que entendía. En parte fue verdad, parece legítimo evitar asociarse con ciertos actores en función de su financiamiento; puesto que las organizaciones pueden generar un sesgo. Pero siendo el autor del documento, me fue imposible aceptar el argumento en su totalidad. 

Caminé cerca de quince cuadras antes de obtener un poco de paz mental. Pero esto era ridículo: Me censuraron en un documento que habla en su párrafo introductorio sobre la importancia de la libertad de expresión. Me censuraron en un documento que habla de los peligros de la polarización política y, aún más importante, son las propias organizaciones que defienden la libertad de expresión las que mantienen una política que data de la guerra fría.

En la cuadra décimo sexta, me di cuenta que tendría que redactar mi propio documento (después de la reunión que empezaba en pocos minutos y antes de dormir lo suficiente para no ser una caricatura al insomnio al momento de hablar). Aún caminando, me di cuenta que no habría tiempo. Podría, tal vez, preparar algo para la presentación oral. Repasé los puntos principales y aunque la estructura general era buena, cinco minutos no iban a bastar. La noche tampoco fue suficiente. Fui otra silla vacía frente al Relator de la Libertad de Expresión.

Ishmael Beah: Normalidad inusual

Podcast original en inglés por Ishmael Beah
traducido por Andrés Delgado-Ron

Vine a la ciudad de Nueva York en 1998; tenía 17 años. Ingresé a Estados Unidos con solo un pasaporte en mi mano. De alguna manera, el equipaje que tenía cuando abordé el vuelo en Costa de Marfil no llegó. Me quedé frente al portaequipajes, vi pasar una enorme cantidad de maletas, pero la mía no llegó. Y esa maleta tenía todas mis posesiones: dos pantalones y dos camisas (una manga corta y otra manga larga). Así que empecé a reírme, ni siquiera me molesté en ir a la sección de equipaje perdido para hacer un reclamo. Fui directamente a la salida.

Salí para conocer a mi nueva madre: estaba ahí parada con una sonrisa radiante, esperándome. Nos marchamos y entramos en Manhattan. Merendamos comida china en K-Mart y mi galleta de la fortuna decía «estás a punto de conseguir ropa nueva». «Que buen presagio ─me dije─ esto es genial, un nuevo inicio para todo».

Mira, lo que sucede es que vengo de un país llamado Sierra Leona. Yo tenía once años cuando empezó la guerra; a los doce años, me había convertido en huérfano porque mi padre, mi madre y mis dos hermanos fueron asesinados en esa guerra; a los trece, estaba peleando como soldado en esa misma guerra; a los dieciséis ─después de tres años de guerra─ finalmente fui separado de eso. Me llevaron a un centro de rehabilitación donde empecé a aprender sobre cómo lidiar con las memorias de la guerra.

Luchadores rebeldes no identificados en Liberia, incluyendo niños-soldado. Imagen en dominio público

Luchadores rebeldes no identificados en Liberia, incluyendo niños-soldado. Imagen en dominio público

Así que antes de poner un pie en el aeropuerto JFK, en junio de 1998 —antes de tener nuevamente un nuevo hogar, de tener una madre que estaba dispuesta a acogerme en su vida (cuando la mayoría de gente en ese tiempo me temía por las experiencias que tuve), de empezar a vivir de nuevo: porque lo único que conocí después de cumplir once años fue cómo sobrevivir— lo único que realmente conocía hasta este punto en mi vida era luchar. Esto definía como yo esperaba las cosas de la vida, no confiaba en la felicidad o en cualquier otro tipo de normalidad.

Estaba ahí en Nueva York, con mi madre, y necesitábamos dar el primer paso hacia esa normalidad. Pero teníamos muchas presiones con las que lidiar, y una de las más importantes era que yo necesitaba entrar a la escuela. Antes de venir aquí, la visa que me dieron —tras varias llamadas de mi madre a la embajada americana (y de hablarle al embajador, probablemente en formas que nadie antes había osado usar)—, fue una visa de estudiante prospectivo. Esto significaba que, una vez llegado a los Estados Unidos, tenía tres meses para inscribirme en una escuela. Si no lo hacía, volvería a mi país devastado por la guerra, a Sierra Leona.

Cuando llegué, estábamos en pleno verano, así que las escuelas estaban cerradas, pero mi madre agarró el teléfono y llamó a todos los directores en Manhattan que se te puedan ocurrir, tratando de conseguirme una entrevista. Cuando fui a algunas de estas entrevistas, se me negó el cupo inmediatamente debido a la siguiente conversación:

─¿Tienes un reporte que demuestre que has estado en la escuela?
─No, pero sé que he estado en la escuela.

En este punto mi madre intervenía para explicar el contexto. Entonces me quedaba sentado pensando: «¿qué creen estos directores de escuela? ¿De verdad creen que cuando hay una guerra en tu aldea o tu ciudad está siendo atacada, y la gente está cayendo frente a ti y corres por tu vida, te dices a ti mismo ‘debo coger mi libreta de calificaciones que está en el bolsillo de atrás de mi mochila’?». Decidí escribir un ensayo acerca de esto, el título del ensayo era simplemente Por qué no tengo una libreta de calificaciones. Con este ensayo, y algunos exámenes que tomé, fui aceptado en la Escuela Internacional de Naciones Unidas, ubicado en undécimo nivel. Fue ahí donde empezaron mis dos años de secundaria y de confundir a otros adolescentes sobre el asunto de quién era yo.

Como entenderás, no calzaba en ninguna caja. No tenía las mismas preocupaciones acerca de qué zapatos o ropa usar, así que mis contrapartes adolescentes siempre querían averiguar por qué era así. Por supuesto, no podía decirles. Sentía que no estaban listos. ¿Qué se suponía que haga? ¿Decirles durante el receso: «oigan, fui un niño-soldado a los trece años, volvamos a la clase ahora?». Lo hubieran interpretado mal. Así que casi siempre permanecía callado, no decía mucho, y esto despertó su curiosidad aún más. Querían averiguar «por qué este chico ni siquiera se hace el rudo». Cuando mis amigos hombres hacían todo tipo de cosas para parecer rudos, yo solo sonreía y me reía.

Debido a esto, pensaban que yo era muy raro y siempre soltaban algún comentario. Me decían «eres un chico tan raro». Así que les respondía «no, no, no; no soy raro, ‘raro’ tiene una connotación negativa, prefiero la palabra ‘inusual’, tiene cierta sofisticación y gravitas que va bien con mi personalidad». Por supuesto, cuando acababa de decir estas cosas, ellos me miraban y decían «¿por qué no hablas como una persona normal?». La verdad es que la razón por la que hablaba así era porque el inglés británico-africano formal que yo había aprendido era el único inglés que conocía. Cuando abría la boca, la gente se sentía incómoda, particularmente mis contrapartes adolescentes. Pensaban «¿qué le pasa a este tipo?». Algunos de ellos no se extrañaron tanto. Pensaron que tal vez provenía de alguna familia real africana, tal vez por eso mi inglés era así. Así que durante mis años de secundaria traté de hacer que mi inglés fuera menos formal, para que mis amigos no se sintieran perturbados. Sin embargo, no disputé el hecho de que fuera príncipe de alguna familia real africana, porque entenderán que ciertos estereotipos tienen sus beneficios.

Pero necesitaba este silencio acerca de mi pasado porque también me sentía observado. Me di cuenta que la manera en que me comportara determinaría más que mi futuro; por ejemplo, si permitirían a alguien como yo —un niño que ha pasado por la guerra— ingresar otra vez a una escuela de ese tipo. Con estas actitudes, este silencio, empecé a hacer amigos; para ellos era suficiente que yo fuera un chico viviendo en East Village que venía de algún país en África.

Estos chicos eran «rudos ─me decían─ porque vivimos en una ciudad ruda: Nueva York». Por ende, eran rudos. Habían estado en el Bronx y Bed-Stuy, habían tomado el tren hacia allá, visitado su escuela, se habían metido en algunas peleas allí y ganado, ¡eran rudos! Así que me decían cosas como:

─Bueno, si quieres sobrevivir en las calles de Nueva York, debemos enseñarte un par de cosa.
─Sí, seguro ─respondí─ estoy abierto a aprender cualquier cosa que puedan mostrarme.

Me explicaban cómo ser rudo… Yo les agradecía:

─Muchas gracias chicos, de verdad aprecio estos consejos que me están dando.
─No, no te preocupes hermano africano, cuando quieras.

Después me reía.

La verdad es que he estado en algunos de estos lugares de los que hablaban, estos barrios. Yo sabía que la gente que vivía ahí no glorificaba la violencia como lo hacían mis amigos. No tenían tiempo de pretender porque vivían inmersos en ella, tal como yo. Noté que estos chicos tenían una idea de violencia que realmente nunca habían vivido, la glorificaban porque nunca la habían experimentando. Por ejemplo, me di cuenta que cuando caminábamos juntos yo ponía más atención a la gente que pasaba juntos a nosotros: cómo caminaban, de dónde venían. Tampoco tomaba la misma ruta dos veces porque no quería desarrollar un hábito predecible. Estas cosas eran producto de mis experiencias. Ellos no hacían nada de esto, así que sabía que ellos hablaban de estas cosas solo para parecer rudos ante mí.

Sin embargo, disfrutaba escuchar a mis nuevos amigos, realmente lo disfrutaba, porque al escucharlos deseaba que la única violencia conocida para mí fuera aquella que imaginaba. Escucharlos me permitía experimentar la niñez en una forma que yo no sabía que era posible, una que era normal, en cierta forma. Volví a ser niño con ellos, donde nuestras únicas preocupaciones eran ir a patinar sin protección (quitabamos los frenos) y caernos en un basurero para evitar chocar con una ancianita. Estas cosas significaban mucho para mí.

Casi un año después de ser amigo de algunos de estos chicos, uno de ellos decidió invitar a diez de nosotros al norte de Nueva York, donde su familia tenía una propiedad. Nos dijo que iríamos el fin de semana para jugar paintball.

─¿Qué es eso? ─pregunté─.
─¿Nunca has jugado paintball?, ¡te va a encantar! Es un juego genial, los chicos y yo siempre lo jugamos y no te preocupes, nosotros te protegemos.

Fui con ellos un fin de semana a una propiedad enorme, con árboles, cobertizos aquí y allá, ríos que confluían en un río más grande; un hermoso lugar abierto. El momento en que llegamos, empecé a memorizar el terreno (era un hábito). Sabía cuántos pasos tomaba llegar desde la casa al primer árbol, al primer arbusto, al cobertizo; conocía los espacios entre los árboles. Así que durante la noche, mientras los demás dormían, traté de recrear estas cosas en mi mente, de memorizar el terreno. Todo esto era un simple hábito porque de donde yo venía, en mi vida previa, esto era vida o muerte; este tipo de habilidades determinaban si vivías o morías.

En la mañana, durante el desayuno, todos estaban emocionados. Decían «el juego de hoy va a estar genial». Así que después de desayunar, me presentaron al juego de paintball. Me mostraron las armas, cómo puedes dispararlas. Les permití enseñarme a disparar (estaban todos a tope); no dije nada, solo les permití enseñarme: «Así es como disparas, apuntas así». Afirmé con la cabeza, fallé a propósito y ese tipo de cosas. Después me mostraron el camuflaje, los trajes de combate y todo lo demás.

Al poco tiempo estábamos listos, los otros también estaban listos y todos estaban súper emocionados, machos, diciendo vamos a hacer esto y lo otro. Fuimos a los arbustos y uno de ellos gritó «¡Que empiece la guerra! Vamos a causarles dolor a todos ustedes, les voy a mostrar cómo se hace». Pensé que la primera regla de la guerra es nunca hacerle caso a tu oponente, pero no dije nada. Fui a los arbustos, debido a que había memorizado el terreno previamente, sabía exactamente el lugar a donde debía dirigirme. Me escondería, treparía un árbol, me escondería bajo cierta rama y ellos vendrían rodando, saltando, haciendo todo tipo de cosas que probablemente ven hacer a la gente en las películas de guerra. Mi plan era simplemente esperar por ellos y, después de que acabaran de hacer todas esas cosas y se hayan agotado, vendría por su espalda y les dispararía.

Así fue durante todo el fin de semana. En el almuerzo o durante la cena empezaron a hablar acerca de esto:

─¿Cómo es que eres tan bueno? ¿Seguro que nunca has jugado paintball?
─No, jamás he jugado paintball. Solo que aprendo rápido y además ustedes me explicaron el juego tan bien, así que ustedes son súper buenos profesores. Es por eso que juego tan bien.

Pero eso no era todo, porque los padres también estaban ahí, así que también tenía que explicarles.

─¡Es que eso no es todo! Este man aparece cuando ni siquiera puedes oírle.
─Lo que pasa es que crecí en una aldea y de niño solía ser un cazador ─les decía mientras me miraban extrañados─, entonces sé cómo mezclarme en el bosque, como un camaleón. Sé adaptarme a mi ambiente.
─Eres un tipo muy raro…, ¡pero eres un duro del paintball!
─Muchas, muchas gracias.

Empezaron a hacer equipo entre ellos para abatirme, podía verlos. En ocasiones, caminaba de espaldas y me quedaba donde empezaban mis huellas; ellos empezaban a seguirme y yo estaba detrás. Hice todo tipo de cosas graciosas que me parecían muy divertidas. En fin, en cierto punto decidí que me iba a sentar fuera del juego para que pudieran disfrutarlo y vi una sensación de alivio en sus rostros.

Cuando regresé, le conté a mamá acerca de este juego. Ella, siendo madre, se preocupó inmediatamente, me preguntó si el juego trajo algo de vuelta y le dije que no, porque sé la diferencia entre la guerra de mentira y la real; pero fue interesante para mí observar cómo mis amigos percibían lo que era la guerra.

Al día siguiente, en la escuela, mis amigos hablaron del juego y de lo estupendo que fue el fin de semana de paintball pero nunca dijeron que yo gané todos los juegos. Tampoco dije nada. Nunca más me invitaron a jugar paintball, ni se los pedí. Sabes, quería hablar con ellos… acerca de la guerra, pero sentí que si se enteraban de mi pasado, ya no me permitirían convertirme en un niño con ellos: me temerían, me verían como un adulto.

Mi silencio me permitía participar en su niñez, me permitía experimentar ciertas cosas con ellos como niño, algo que no pensaba posible debido al lugar de donde provenía. Ellos se enteraron tiempo después por qué gané todos los juegos, pero hubiera querido poder decirles antes… porque quería que entendieran lo afortunados eran al tener una madre, un padre, abuelos, hermanos, gente que los cuidaba al punto de molestarlos y que llamaba para asegurarse que estaban bien. También quería que entiendan la tremenda suerte que tenían de pretender que estaban en la guerra, en lugar de caer en ella; esa inocencia e ingenuidad que tenían era algo que yo nunca podría tener, ya no tengo esa capacidad.

Acerca del autor

Fotografía de Ishmael Beah por Udoweier bajo licencia  CC BY-SA 4.0 International

Ishmael Beah, nacido en Sierra Leona, figura en la lista de autores exitosos del New York Times por sus libros «Un largo camino: Memorias de un niño soldado» y «Radiance of Tomorrow: a Novel».

Es embajador de buena voluntad de Unicef y defensor de los niños afectados por la guerra, también figura como miembro del Comité Asesor de Niños de Human Rights Watch.

Vive en Nouakchott, Mauritania, con su esposa e hijos.