El cerebro como máquina del tiempo

Últimamente he estado pensando en los cerebros y cómo funcionan como máquinas del tiempo. Si lo piensas bien, algunas afecciones como el Alzheimer hacen que esto sea muy evidente. En un momento estás hablando con tu tío tal como lo conoces, y unos minutos después te responde como si fueras un pariente que murió hace años. Lo ves justo frente a ti, lleno de arrugas, pero realmente no está ahí, ¿verdad? Él viajó en el espacio-tiempo a un lugar de fortalezas y luchas que tú no puedes ver. Ya sé que sabes hacia dónde voy con esto, pero si quieres verlo literalmente, te recomiendo explorar las primeras páginas de *»Arrugas»* de Paco Roca.

A menudo me pregunto acerca de esta cualidad. ¿Será que podemos apagar voluntariamente partes del cerebro para que esto pase? Hay noches en las que cierro los ojos y regreso a un rincón de la cocina en la que crecí. A sus puertas en forma de acordeón, a la mezcla de polvo y humedad que se acumulaba en los bordes superiores. La silla pegada a la estufa. Los coquillos en ese tejido de paja que colgaba del mismo clavo que el calendario. Las baldosas tomates en forma de panal, los cajones que se transformaban en gradas… Escribir esto es un Alzheimer inducido.

Pero viajar en el tiempo se siente así solo si podemos volver al futuro y comprar el billete de lotería ganador. Y entonces me pregunto si puedo vivir y revivir al mismo tiempo. Si somos capaces de sostener ambas realidades simultáneamente. Me pregunto cuánto de esto explica nuestro dolor pero también nuestra forma de sanar. Cuando uno cumple cierta edad, es casi certero que uno se ha fracturado completo en algún momento y ese contraste entre el vivir y el revivir dice tanto sobre en quién nos estamos convirtiendo.

A veces siento que mi hija es ese yo del pasado. Ahora estoy consciente de que sus dolores son mis dolores de cuando tenía su edad. Por ejemplo, cuando la veo sola en casa sin nadie con quien jugar, no siento su tristeza sino que siento la mía cuando estaba en esa misma circunstancia. En otras palabras, mi yo del pasado se da una vuelta por el presente y me da sintiendo. Cuando uno reflexiona sobre estas cosas, entiende porque los budistas dicen que el diente de león es diente de león y semilla al mismo tiempo. Tener hijos ha sido como un Alzheimer accidental en mi vida también en el buen sentido. Mi yo del pasado también era un niño lleno de esperanza, de amor, de curiosidad y me hija me ayuda tanto a revivir esos momentos.

Que extraños somos, ¿no? Un conjunto de fractales andantes en los que hay varios de nosotros viviendo al mismo tiempo, a veces en diálogo intenso, a veces buscándose uno al otro y en muchísimas ocasiones ignorándose para resistir dolores que no hemos aprendido a superar. Un reflejo en un espejo roto.

Una página a la vez: mi nuevo sitio web en GitHub

Hace algunas semanas cambié mi teléfono inteligente por un flip phone. En un par de ocasiones, he abierto mi laptop ultraligera 180% para tener algo que ver en el baño. He tenido que desempolvar archivos de diciembre de 2023 porque olvidé que el sistema operativo del iPhone era la única forma que tenía de autenticarme en GitHub y ese sitio web me pidió restablecer su confianza en mí con códigos de emergencia que apenas pude encontrar. También me ha generado un poco de ansiedad social, cuando la gente no me responde en WhatsApp, me pregunto si es porque les he dejado de responder en Instagram.

Mi tiempo en pantalla no se ha reducido en lo más mínimo. Tal vez ha aumentado. La diferencia es que ahora paso en la laptop haciendo cosas creativas. Por ejemplo, aprendí a crear un sitio web en GitHub, lo cuál es ridículamente simple pero a mí se me hizo bastante complicado. Primero, creé un sólo documento (saltándome los pasos innecesarios) y eso funcionó de maravilla. Me enamoré de la estética y me pregunté qué más podría hacer. Me metí a la galería de Quarto (el editor de documentos guapos de R). Encontré un perfil y dije «oh, que bonito», y empecé mi «plan» de solo copiar archivos.

Mi sitio web se veía como la versión barata del sitio web del señor al que le estaba copiando. Así que aplasté Ctrl+U y empecé a buscar qué líneas en su código le faltaban al mío. Así descubrí que Quarto tenía extensiones, google me dijo cómo instalarlas.

quarto add quarto-ext/fontawesome
quarto install extension schochastics/academicons

Nada. Ir al repositorio original, darse cuenta que las carpetas están en otro directorio. Cambiar de directorio en la consola, instalar otra vez las extensiones. Nada. Mientras esto pasaba, mi cerebro empezó a recordar las cosas que ignoró en el tutorial original. Abrí el historial y empecé a buscar el video de cómo crear páginas web en Quarto y fui directamente a donde mostraban el archivo yml que es el que le da toda la configuración al sitio web. Yo había hecho trampa robándome pedazos de ese código y poniéndolo directamente en la cabecera de mi archivo. Me robé más archivos del señor que tenía la página web bonita y de repente todo era peor porque ahora me pedían que instale más paquetes, que instalé y ejecute los scripts en python que también me robé y todavía no sé para que sirven.

¡Bingo! Las cosas se veían perfectas a mi computadora, tiempo de sincronizar mis archivos con el repositorio web—olvidé contarles ese paso: uno tiene que sincronizar ciertas carpetas en la computadora con carpetas en la web; algo que logré en mi tercer intento—a ver. Mozilla Firefox, nueva pestaña, teclear la URL, enter.

Su sitio web necesita un archivo index.html Vaya y lea la documentación.

Me rasqué la cabeza y, para hacerles el cuento corto, el problema es que escribí las mismas órdenes en varios sitios por eso de que me salté pasos y luego los volví a seguir, generando que los directorios creen más directorios y los archivos estén un piso más abajo de donde tenían que estar. Finalmente me di cuenta, corregí otros errores menores y subí la versión limpia a mi repositorio donde pueden ya encontrar el primer archivo de mi portafolio de análisis de datos y mi perfil donde digo que soy la última coca cola del desierto porque el señor al que le copié fue a Oxford y también era la última coca cola del desierto.

Mamá, soy adicto

El regalo más memorable de toda mi vida fue el Nintendo que recibí a los seis años, cinco meses y veintidós días de haber nacido. Ningún regalo ha logrado sorprenderme y emocionarme tanto al mismo tiempo. Mis juegos favoritos eran Super Mario, Circus, Mario Bros, Galaga y el “juego de las motos” que claramente necesita un mejor departamento de marketing. No tenía los “casetes” que todo el mundo soplaba porque todos los juegos estaban integrados en la memoria del sistema. Y aunque no diría que fue mi primer vicio, si era una de esas cosas que costaba dejar a un lado.

A los trece años, recibí algo bastante parecido, un emulador de Sega Génesis en formato CD. Amaba tanto Gunstar Heroes, Sonic 2 y 3, Earthworm Jim, entre tantos otros. Pero si caí presa de un juego en específico, fue “Dr. Robotnik’s Mean Bean Machine”, el hijo no reconocido de Tetris y Candy Crush. La idea del juego era hacer desaparecer unas bolas de colores con ojos que venían de a dos. Podías reposicionarlos para que apunten hacia cualquier punto cardinal y tenías que ser consciente de que, a diferencia de tetris, las piezas se separaban por efecto de la gravedad. Las bolas desaparecían si al menos cuatro de ellas estaban en contacto. Tiene otros elementos más, pero esa es la esencia del juego. Minbin fue mi primer vicio real. Llegar al último nivel fue un reto verdadero al que le acompañaron muchas tardes de intentos de mi ñaña y míos, de dar y darse ánimo, mientras intercambias unos cuantos «¡Ya, me toca!»

Y cuando digo vicio, lo digo en el sentido literal. Podía decirme a mí mismo: «Mí mismo, ya no vas a jugar este juego». Me echaba unos tantos manojos de agua fría, borraba los accesos directos y ponía el CD lejos de mi alcance. Pero obviamente eso no duraba demasiado. Creo que incluso lo rescaté del basurero del estudio un par de veces.

Nuestra computadora se encontraba en el estudio, que era más bien un anexo improvisado con ventanas bastante desubicadas. En otras palabras, era frío. Mis manos tampoco son muy buenas manejando la circulación. En mi familia circulan los genes de la enfermedad de Raynaud y es común que el frío nos atorre los dedos. Sea cual sea la causa, un día estaba jugando minbin y me sentí tenso. Me obligué a cerrar el juego porque temblaba como si hubiera tomado siete tazas de café. Como si se tratara de una película, puse el CD entre mis dedos y empecé a juntarlos hasta que la tensión hizo que esa cosa se partiera por la mitad. En retrospectiva, agradezco que hubiera tenido un vicio tan tangible, no tener idea de dónde conseguir una copia o saber de la existencia del juego en línea en una época en la que todavía se secuestraba la línea telefónica de la casa para acceder al internet.

Mi vicio más reciente es mi celular. He tenido semanas donde el promedio de tiempo en pantalla rebasa las siete horas. Honestamente no sé cómo puedo pasar tanto tiempo allí. No voy tanto al baño y tengo una jornada laboral de tiempo completo. Pero uso el celular para arrullarme, para ver qué ropa ponerme, para escoger la música que suena o reconocerla. Con o sin notificaciones, me da curiosidad si tengo nuevas tareas en el trabajo o si me han llegado revisiones de los artículos científicos que he sometido hace meses o años. Quiero estar al día en los estados, me emociona que alguien me escriba, y si llego a dar click en un corto de YouTube o un Reel de Instagram, podemos despedirnos de que se hagan las tareas domésticas.

Borras las aplicaciones no me funciona. Los temporizadores tienen el sí flojo y el no negociable. No me gusta darle mi teléfono a otra persona y tengo todas las excusas para conservarlo a mi lado. Muchas aplicaciones me piden autenticar a través de un mensaje, una llamada, o una aplicación específica—incluyendo la universidad donde trabajo. Extraño a mis amigos y familia todos los días, aunque jamás nos escribamos, y esa es la única pseudo-relación que tengo con ellos. Si es que salgo, siempre puedo atender cualquier requerimiento desde el teléfono. Así pago las facturas, así me entero que tengo que pagarlas. Hago compras, agendo reuniones, escucho podcasts. Estoy tan metido en el ecosistema de Apple que de ley se daña algo si decido dejar de usarlo. Paso tanto tiempo en el teléfono que mi cuello se está desviando paulatinamente a uno de los lados. Mi escápula izquierda está a punto de salir volando. Tengo tanta expectativa que me estoy olvidando que hacer que las cosas pasen es una opción a cuando ya nada pasa, o que pasen tantas cosas y uno sienta nada.

CAT S22 Flip Design & Build

Hace una semana me compré el hijo no reconocido de un smartphone y un dumb-phone, el CAT S22 Flip. Revisé cada una de mis aplicaciones instaladas para asegurarme de no perder nada, respaldé mis fotos, desactivé iMessage y borré mi cuenta. Mi nuevo flip phone tiene un teclado físico y una pantalla táctil demasiado grande para mis dedos. Aguanta Whatsapp pero se traba si uso una dirección nueva en Google Maps, tiene Uber pero me esconde el código que tengo que darle al chofer. Tiene un slot para memoria micro SD pero cuando la conecto no puedo transferir los archivos y aplicaciones. De seguro es mi culpa porque borré muchos archivos del sistema operativo porque usaban mucha batería. También instalé un teclado T9 para poder escribir letras a la antigua: a, espacio, jkl, a, espacio, a, mn, t, ghi, abajo, g, tu, a. La época en la que compraba paquetes de dos mil mensajes al mes fue una de las mejores etapas de mi vida.

El primer día sin mi iPhone mini 12 fue interesante porque mi cerebro se olvidaba de lo que hice y buscaba el celular cada cuarenta minutos. Viendo tele, acostado en la cama, incluso en medio de una conversación trivial. ¿Quién me puede culpar? La vida no fue diseñada para satisfacerme y los momentos de entretenimiento están distribuidos mediocremente. El segundo día fue más interesante. Dejé de percibir la falta de estimulación como soledad y desinterés ajeno. Recuperé un poco de autonomía, leo y escribo un poco más y dibujo más sesudamente, reemplazando escenas con guiones gráficos. También estoy insoportable y malgenio. Los vicios están ahí para ayudarnos a lidiar con dolores y desesperanzas. Así que también hay más de eso.

En fin, quería compartirles un poco de mi experiencia. Sé que mi tiempo en pantalla está muy por arriba del promedio así que no creo que esto le sirva particularmente a nadie, pero los vicios son todos parecidos. Si quieren aprender más del tema (y entienden inglés), les recomiendo unos cuantos episodios para darles perspectiva y herramientas:

Hablando de eso, creo que lo peor viene después de la segunda semana y hay que aguantarse al menos un mes, pero idealmente un año ¡Deséenme suerte!

Ottawa, 10 de agosto de 2024

Desperté a preparar huevos revueltos en el sartén de acero. Las mitades desiguales de cinco cascarones terminaron en el compostaje porque estaba demasiado dormido para recordar qué iba dónde cuando rompí el primer huevo. Seis claras y siete yemas—uno vino con sorpresa. Sal, pimienta, y un par de cebollines picados. Todo al tazón. Batir, batir, batir. Lanzar agua al sartén. Ver las gotas bailar. Secar el sartén. Hechar aceite, hechar los huevos. Amarcar al crío porque está triste ya que mamá se comió sus masmelos. Encontrar un par de chicles. Reemplazar los masmelos.

Alice me pide jugar a una cosa. Le doy gusto. Quiere jugar otra vez. Le digo que nos vamos al parque con la esperanza de encontrar otros niños con los que ella pueda jugar. Llevo mi mat para poder hacer mi rutina de fisioterapia. Nos terminamos divirtiendo. Mamá llama. Trae un traje de baño. Nos quedamos en el parque unas cuántas horas. Leo self-made man. Compramos papas fritas, coca cola y jerky beef para mí. Gomitas y papas fritas sabor a salsa de tomate para Alice. Jerky beef picante para Andrea. Nos olvidamos de almorzar.

Vamos al mercado por frutas en las bicis. Andre tiene una canasta así que ella va a cargar las compras. Hoy apenas y pongo atención a lo que voy a comprar porque encontré un mango en los estantes de la tienda. El mango aparentemente viene de Israel. Es el mango más hermoso que he visto en toda mi vida. Le digo a la tendedera «voy a pagar esto», ella entiendo que debí haber usado el verbo «comer» y me da una servilleta. No sé que hubiera echo sin esa servilleta.

Horas más tarde en el parque—efectivamente volvimos—una amiga política se alegra de que como mangos «en público». En parte por sus raíces caribeñas y en parte por un molesto episodio con un ex-esposo que no veía eso con muy buenos ojos. «Claro que como mangos en público». Le digo «amiga política» porque no sé que términos debemos usar los padres para referirnos a los padres de los amigos de tu hijo. Creo que amiga política es una buena idea.

Regreso a casa a las cinco porque mi cuerpo sí se acordó que no almorcé. Que bueno es tener comida hecha en casa. Después de leer otro rato, decidí ir al centro comercial a comprar una chompa para lluvia. De camino hablo con una amiga sobre lo decadente del modelo adulto canadiense (palabras suyas, no mías). Consigo una chaqueta semi impermeable de UNIQLO (¿cómo pronuncian eso ustedes?) Pago, quito la etiqueta y me la pongo. Hago una llamada desde mi teléfono nuevo tras confirmar un compromiso previo. Empiezo a caminar hacia el parque.

Soy un niño esperando a su mamá en la fila del supermercado otra vez. Estoy a punto de ser el primero en la fila y voy a tener que decir que soy cinco personas. Cuatro adultos y un niño, pero en ese instante la verdad es que era solo yo. The Tavern es un bar al aire libre que es medianamente popular casi todos los días, pero hoy hay fuegos artificiales y conseguir una mesa es complicado. Mis cálculos fueron correctos y estoy a punto de conseguir mesa a quince minutos de que empiece el espectáculo. Diez minutos antes, somos tres. Llego al comienzo de la fila. Se cae el cielo. ¿Les mencioné que este es un bar al aire libre? La gente se recoge bajo las pocas sombrillas disponibles como pétalos que se cierran al final del día. Todas las mesas están libres pero nadie sabe qué está disponible. Somos cinco, ninguno tiene paraguas. Improvisamos un plan b y nos vamos para casa.

Soy el único que va a pie y llego a casa antes que nadie, pero el resto no tarda en llegar. Les ayudo a subir las bicis, «no se preocupen, igual voy a secar el piso». Aparentemente nadie tiene hambre, pero siempre cae bien un café con chocolate. Saco los platos limpios del lavaplatos, Beatriz se ofrece de voluntaria para llenarlo de platos sucios. Conversamos de nuestra última semana. Preparo el tablero de ajedrez, evado un gambito Smith-Morra. Gano con las piezas negras. Alice quiere jugar. Está cada vez más perspicaz. El día se acaba. Nada extraordinario, pero cuando voy a darle las buenas noches, siento que realmente lo disfruté. Le pido que me recuerde este día en el futuro porque estoy viejo y voy a olvidarlo. Me dice que ella también, que tome nota. Creo que es un buen día para revivir a mi blog.

Figuring

Hace unos días compré Figuring de Maria Popova. Cuando pienso en ella pienso en una fuente tipográfica muy cómoda y en el color amarillo. Su viejo blog, brain pickings, me acompañó por años. Un maridaje super fresco entre ciencia y poesía. Entradas cortas, entre una y tres páginas. Creo que tampoco hubiera tolerado algo más extenso porque de lo bueno poco.

Ser adulto en pleno derecho implica darse los gustos que uno no tuvo de niño. Así que me compré sus libros. El primero sobre una babosa hermafrodita (como todas las babosas) con situs inverso (como casi ninguna). El segundo se llama Figuring. No tenía idea de qué se trataba el libro. Supongo que tengo algo de fe ciega y eso habla bien del mundo.

Muy al estilo del blog, Figuring reseña poéticamente historias de hombres y mujeres de ciencia. Siendo estas últimas más interesantes, sea porque surgieron en adversidad o por decisión, convicción y esmero de la autora. Popova se vale de reseñas históricas y visitas a museos, pero sobre todo de cartas. Cuanta falta hacen ls cartas.

En las primeras cien páginas, Virginia Wolff reflexiona sobre el daño que le ha hecho la fotografía a las letras porque la gente admira los sombreros de los autores sin haber leído al menos uno de sus libros. Vivimos en su Apocalipsis.