Ejercicios mentales y apapachadores profesionales

Salí de casa con el ceño fruncido y sostuve esa mueca setenta pasos. Es decir, lo que toma llegar a la parada del bus. Pagué el peaje al controlador, esperé el vuelto con la mano extendida (porque si no hacía eso, seguro me cobraba el pasaje completo) y me senté en un rincón de la tercera fila. El bus iba vacío. Los asientos empezaron llenarse conforme cerca de la avenida América. De repente, los sentimientos de rabia contra mi papá empezaron a desenquistarse para darle un poco de espacio al miedo. ¿Y si me asaltaban? Ser enclenque y estar a dos asientos de alguien malencarado que te pregunta si «tienes la hora» ponen las cosas en perspectiva.

Me pregunté si tuviera miedo con papá a lado. Lo imaginé en el asiento del pasillo. De repente, no tenía miedo. Desde entonces (tendría yo unos quince años), cada vez que me enojo vorazmente con uno de mis padres, hago exactamente lo contrario: los mato, metaforicamente hablando.

Los experimentos mentales son hermosos porque te brindan perspectiva en ausencia de tragedia. En eso se parece bastante a la ficción, que no sólo te permite calza los zapatos de alguien más, sino que te coge de la mano para mostrarte exactamente a dónde y va y de qué pata cojea. Por ejemplo, la serie After Life, escrita y dirigida por el desquiciado Rick Gervais, nos cuenta la historia de Tony Johnson. Tony (también interpretado por Gervais) decide suicidarse porque su esposa Lisa muere. Y es que muere injustamente porque Lisa era una persona adorable (nos muestra videos de ella animándolo a seguir durante la quimioterapia; «cuando yo no esté» ). Empuña una sobredosis de antidepresivos y los contempla en su palma. Quiere acercarlos a su boca, pero la mano tiembla. Cuando finalmente abre el hocico, ¡woof! El perro le ladra porque tiene hambre. Tony no se mata, pero decide que:

  1. Va a hacerlo pronto y;
  2. Hasta entonces hará lo que le venga en gana.

Entonces desarrolla una personalidad tipo Asperger (tipo Sheldon en The Big Bang Theory). Y además de ser brutalmente honesto, se olvida de su sentido de supervivencia. Se enfrenta a los ladrones cuando lo quieren robar, compra heroína, y contrata a una trabajadora sexual. «¿Lo que sea?» «Sí, lo que sea». Se hace amigo de la prostituta, se hace amigo de un dealer, se hace amigo de una viuda que también visita el cementerio con frecuencia. En After life no hay lección de vida (es una comedia), pero se desnudan las condiciones que ponemos a nuestra existencia. No sólo se trata de lo que hacemos para contentar al resto, sino de lo que omitimos, descuidamos y dejamos de hacer.

Vivimos cotidianamente una versión menos intensa del dilema del tranvía. Parte de nosotros debe morir para que otra sobreviva. Las oficinas, por ejemplo, nos exigen acoger un sentido de la moda. Nuestras relaciones de pareja casi siempre nos obligan a limitar interacciones con otras potenciales parejas, no importa cuantos discursos bonitos demos al respecto. Las amistades evalúan tus lealtades y hasta los desconocidos en la calle esperan que encuentres la distancia adecuada entre no ser invasivo y no tratarlos como paria (y créanme que eso cambia dependiendo del país). En definitiva, mientras todas las películas nos dicen que seamos espontáneos, la realidad nos entrena para saber cómo y cuándo.

Encontrar a gente que disfrute tu locura es un privilegio. Saborear su existencia es precisamente lo que nos hace felices. Tener a quién contarte tus secretos y vergüenzas para dejar ir el miedo. A la larga, nuestra salud mental solo es tan buena como las personas que escogemos. Si alguien viene a tu mente cuando lees esto, mándale un mensaje y festejen tenerse el uno al otro. Si no puedes pensar en nadie, busca a un psicólogo, en serio. Págale para que te ayude a entender que pasa o busca otra alternativa:  ¿escribes?, ¿cantas?, ¿pintas?, ¿te gusta el terror? o ¿ves videos de ping pong en línea? Exterioriza un poco tu locura. ¿Necesitas compañía física? Ayer me enteré que algunas personas se ganan la vida apapachando a otras. Y no creo que pagar por eso deba avergonzarte. Es más, creo que podría ser una buena intervención de salud pública, tal vez cuando todos estemos vacunados. Y si andas corto de dinero, nunca es tarde para volverse un apapachador profesional. Un estudio mostró que 1 de cada 6 personas pagaría entre $21 y $40 por hora de servicio. Y si eres excelente, algunas personas ofrecían más de $80.

En fin, somos con quienes estamos, pero también no somos con quienes estamos. Y aunque a menudo reflexionamos todo lo que ganamos con nuestras relaciones (profesionales, románticas, familiares y amicales), pocas veces nos preguntamos ¿qué sacrificios hago por relacionarme con las personas que escojo tener cerca? ¿Vale la pena?

Tener un hijo, escribir un libro, TREPAR un árbol

Los ecuatorianos no tenemos estaciones. No podemos experimentar el cambio de color en las hojas, verlas secas en el suelo, no verlas o verlas pequeñas. Realmente no notamos el paso del tiempo con la misma urgencia que los países que borden lejos del paralelo cero. Pero tenemos algo a cambio: nuestras celebraciones anuales. Matt —que emigró de Canadá a Quito— comentaba en twitter que el cuenta los años en fanescas. Personalmente, prefiero contarlos en coladas moradas. Las fanescas se hacían en casa de la tía con toda la familia, pero la colada morada no. Para eso necesitábamos un horno de verdad. Ladrillos apiñados, bandejas de lata ennegrecidas, una pila de leña y alguna de mis huertas.

Casi todos los quiteños compartimos un origen humilde. Algo que tristemente se está perdiendo. Alguno de nuestros abuelos emigró del campo. Creció rodeado de sembríos y animales. En mi casa, la celebración de día de los muertos podía llevarnos a hacer pan en uno de tres sitios: Sangolquí, San Antonio o Guayllabamba. Y no faltaba nunca las historias de gallinas, del arado, pero más importante que nada, las historias del árbol de aguacate. Mis tíos, ya cuarentones, tentaban el destino volviendo a subir al árbol de aguacate.

¿Saben cuál sería un buen indicador de salud pública? El número de árboles a los que te has subido el último año. Así de simple. Esa cifra implica:

  1. Hay suficientes espacios verdes a tu alrededor y han estado ahí al menos unos años: Las áreas verdes nos protegen de la contaminación ambiental, proveen de espacios para el ejercicio, dan sombra en épocas de temperaturas extremas y reducen nuestros niveles de ansiedad.
  2. Te has entrenado lo suficiente como para levantar el peso de tu propio cuerpo: La gran mayoría de árboles cuelgan ramas sobre nuestras cabezas. Levantarse implica que puedes hacer algo parecido a un pull-up sin romperte la espalda. Que tienes suficiente masa muscular para no quebrarte en el descenso.
  3. Tienes un buen círculo social o has aprendido a contemplar: ¿Para qué demonios alguien va a querer subir a un árbol? Subir a un árbol es divertido cuando hay alguien más que te vea a hacerlo. En mi caso, lo hago para entretener a mi hija y para presumirle a mi esposa que sí puedo hacerlo. A veces también subo cuando estoy solo, de la misma manera que hay gente que hace cumbres para serenarse y sentirse dueña de su vida. En cualquier caso, son ejemplos de soltura emocional.

El 15 de mayo de 2032, el exdirector del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, Byron Villacís, dictaminó que se incluya una pregunta extra en el censo nacional de población: “¿cuántos árboles ha subido usted en el último año?” La preguntaba aceptaba números ordinales de cero al infinito. Cuando la gente respondía que ninguno, se debía averiguar la razón: “¿puede usted identificar al menos un árbol trepable a 200 metros o menos de su hogar?”, “¿cuál es el tiempo promedio que le tomó el subir a un árbol la última vez que realizó esta actividad?”, “¿cuenta usted con los conocimientos y destrezas adecuadas para ejercer esta actividad?”, “¿puede nombrar al menos un familiar o amigo cercano con quien realizar esta actividad?”

Fue una verdadera pena observar los resultados de la encuesta. Únicamente el 5% de la población había subido al menos un árbol durante el último año y sólo un 2% lo había hecho más de una vez. Una gran mayoría de personas no pudo responder si existía un árbol trepable en sus alrededores inmediatos. Esta estadística estuvo asociada al uso de auto como forma de transportación. En otras palabras, la gente que maneja ni siquiera se entera acerca de la cuadra en la que vive.

Los encuestadores reportaron problemas de codificación para intentaron reportar el tiempo promedio de escalada. Dado que en las pruebas piloto los encuestados no recordaban con exactitud cuándo habían subido a un árbol por última vez, los encuestadores fueron entrenados para narrar su subida de árbol más memorable. Escuchar “¿cuál fue su subida más memorable?” ponía a la gente contenta, pero caía en profunda reflexión al pasar a las siguientes preguntas: ¿todavía te puedes subir a un árbol? ¿tienes con quién?

Como consecuencia, se ha creado un proyecto financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo para incrementar el número de escaladas en las zonas urbanas. Algunas de las estrategias incluyen pausas activas en horas de trabajo para escalar un árbol al menos una vez al mes, adecuación de espacios que permita clara identificación de árboles trepables y una intervención para que la gente gane músculo y baje de peso. Es aquí realmente donde comienza nuestra historia.

Ajedrez a dos manos

Hay una forma de jugar ajedrez que me gusta mucho, pero rara vez he tenido la oportunidad de practicar. Se llama «hand and brain» en inglés y propongo que le encontremos un nombre más interesante en español. La idea del juego es que dos personas juegan en el mismo equipo. La primera piensa cómo jugar (el «cerebro») y la otra mueve las piezas (la «mano»). Lo divertido, obviamente, es que la mano no puede saber exactamente qué está pensando el cerebro. Y como hay ocho peones, dos caballos, dos alfiles y dos torres, es imposible adivinar siquiera a qué pieza se refiere uno la mayoría de las ocasiones. Me gusta jugar esto con jugadores cuando el compañero de juego tiene un nivel muy diferente al mío, porque así ambos aprendemos algo del juego.

Hace un par de meses jugué así con una amiga e hice un video explicándo la lógica detrás de mis movimientos (yo fui la mano). Enjoy:

 

Plan B

Andre y yo decidimos abandonar la idea de ir a Canadá bastante tarde: cuando el avión partía y los pasaportes aún no habían llegado. Después de enviar correos a la universidad solicitando que me devolvieran lo que fuera posible, pedimos un préstamo a papá. Bueno, un préstamos no reembolsable porque papá es papá. Aunque parecía un momento trágico, estábamos llenos de ilusión. Usamos ese dinero para comprar las acciones de una pequeña cafetería librería y nos convertimos en los socios minoritarios. Andre trabajaría en la máquina de expresos y yo me dedicaría a vender libros. Finalmente, tengo el pretexto perfecto para no hacer otra cosa que leer y escribir, que es lo que siempre he querido.

Aún no estamos seguros de qué hacer con nuestra bebé, porque apenas tiene un año y medio, y no tuvo una muy buena experiencia con las guarderías. Seguro le armaremos un rinconcito en la cafetería, que tendrá ese ambiente infantil que seguro espantará a algunos clientes y atraerá a otros. Pronto, tendremos que idear alguna otra solución. De momento, quiero enfocarme en el plan de marketing. Mi idea es aliarme con la gente que publica sobre libros en YouTube e Instagram, para formar una metacomunidad de lectores. Haremos que abran cuentas en Goodreads (una aplicación que funciona como diario de todo lo que tenga que ver con libros) y usaré esa información pública para saber exáctamente qué tipos de libros debo recomendarles. Será maquiavélico, pero lo haré parecer casual. Me transformaré en algún librero de cuento, de esos que sabe mágicamente lo que quieres.

El segundo paso, es mejorar nuestra relación con las haciendas cafetales. Hace un par de meses, visitamos una finca y nos quedamos encantados con la experiencia de llevar una semilla de tierra a la boca (claro, con los respectivos pasos intermedios). Es una historia tan linda, que merece su propio libro. Un libro que Andre y yo planeamos hacer juntos. Trabajaré un poco en el concepto y quiero que ella me ayude con las ilustraciones. Será sobre todo marrón, con matices de servilleta manchada. Los personajes tendrán forma de grano: el grano dueño de la finca, el grano agricultor, el grano especialista en estudios químicos, todos contando sus historias de café. Aún no sé bien dónde publicar el libro. Quiero soñar en grande (Astiberri), pero mi realismo ecuatoriano me frena. Quizá lograr algún acuerdo con Kafka editores, empezar con una edición pequeña, hope for the best.

Andre está emocionada. Hace pocas semanas acabó su curso de barismo y se graduó como la mejor de la promoción. Deciden quién gana con base en un café de creación. O sea, te debes inventar una receta. Uno de sus instructores le recomendó incluir esos caramelos que explotan en la boca. Fue tan buena idea. Eso, sumado al esfuerzo que puso en la presentación, le merecieron el primer premio. A veces me inquieta el tiempo y esmero que dedica a cosas pequeñas, porque no soy así. Pero aquí estoy meses después hablando de eso, porque me dejó una muy linda impresión, quizá son esos detalles efímeros los que están destinados a ser eternos, precisamente porque nadie espera que las cosas sin importancia adquieran esa belleza extra.

El tercer paso es transformar a esa cafetería-librería en una tercera cosa: galería de arte. Como saben, Andre pinta. Tenemos la esperanza de que haya algún mecenas entre nuestros clientes que la haga más famosa que Guayasamín al darse cuenta de lo contundentes que son sus cuadros. Quizá así superemos el problema de que los pinta y ya no los quiere vender porque (a) se enamora de ellos o (b) le dejan de gustar. Esa relación de amor odio es interesante, pero no es buena para el bolsillo. Así que tendré que encontrar la manera de exponer los cuadros que a ella no le gustan, sin que quiera matarme. Quizá los ponga en el baño para hombres o los deje para la tienda en línea. Habrá que abrir una.

En fin, espero no haberlos aburrido con tanto plan. Sé que cuento con su apoyo para sacar adelante todas estas ideas y espero nos visiten pronto. Estaremos a la orden con nuestros mandiles, un libro a mano y un café.

Andrea y Andrés

Reboso

Andre y yo fuimos a una cafetería. Lo hacemos cada vez que podemos darnos el gusto. Pedimos nuestra orden –mi prensa francesa sin nada más, su bebida dulce que varía según el ánimo y un postre– y vamos a las mesas que se encuentran en el exterior. Aún es invierno. Hemos tolerado temperaturas que van de los 6°C a unos cuántos bajo cero. Jamás nos quedamos adentro. Esperamos un poco si hay mucha gente en la fila. En ocasiones, entra solo uno de los dos. Hemos sido extremadamente cautos.

Algo pasó. Ambos quisimos entrar. No había nadie sentado en las mesas internas. Todo el personal usaba su mascarilla adecuadamente. Las puertas estaban abiertas. La temperatura nos acogía. Nos vimos el uno al otro, como si hubiéramos estado esperando esto por años. Ambos quisimos, por primera vez en meses, sentarnos adentro a tomar un café. El local tiene una sola mesa de un metro y medio de ancho. Debido a las exigencias de la autoridad sanitaria, existen tablones altos que separan los asientos cada par de metros. «For here or to go?» «For here, please. Trae el coche«. Habíamos parqueado el coche de compras en las mesas de afuera.  Nos sentamos y removimos las mascarrillas. Puse el postre en la mesa, acerco la taza a mis labios.

Mientras el líquido entra en mi boca, siento que las lágrimas se acumulan entre mis pestañas. Hay música en el parlante: una guitarra acústica que me recuerda a los tiempos cuando podía disfrutar conciertos baratos en espacios pequeños. Doy un sorbo y pareciera que estuviera ya lleno de líquido. Meto agua por la boca y me desbordo por los ojos. No entiendo porque lloro, pero entiendo que lo necesito.